**Punto de vista de Alice**
El sol de Río se colaba por las cortinas de la suite como un amante que no quiere irse, pero yo ya tenía la maleta abierta sobre la cama, tirando bikinis y vestidos como si estuviera borrando los últimos días de una puta vez. El cuarto olía a mar y a bronceador, y en mi cabeza todavía retumbaba la música de las fiestas, los flashes de las pasarelas y, sobre todo, la voz ronca de Dere diciéndome que me iba a follar hasta que no pudiera caminar. Me mordí el labio solo de recordarlo, el coño palpitándome como si el muy cabrón estuviera en la habitación.
La puerta se abrió sin tocar y ahí entró él, Dere, con esa camiseta negra ajustada que marcaba cada músculo, maleta militar en la mano, cara de piedra pero ojos oscuros que me barrieron de arriba abajo como si me estuviera follando con la mirada.
— ¿Ya empacando, princesa? —dijo con esa voz grave que me ponía la piel de gallina—. ¿O todavía estás soñando con quedarte en Río para seguir jodiéndome la existencia?
Me giré despacio, cruzando los brazos bajo las tetas para que viera el escote del top que llevaba, y le sonreí con toda la malcriadez que traía dentro.
— ¿Y por qué no me quedo, grandote? Aquí al menos hay sol, playa y gente que no me mira como si quisiera matarme y follarme al mismo tiempo. Allá en Miami solo tengo a papá controlándome y a ti pegado a mi culo veinticuatro siete. ¿No te cansas nunca de ser mi sombra aburrida?
Él cerró la puerta con el pie, dejó la maleta en el piso y se acercó lento, invadiendo mi espacio como siempre hacía cuando quería recordarme quién mandaba de verdad.
— ¿Aburrida? Mira quién habla, la que se pasa el día en bikini provocando a medio Río y después viene a quejarse de que la miran. Tu papá paga por tenerme pegado a tu culo, Alice. Y créeme, no me quejo del paisaje.
Reí fuerte, echando la cabeza atrás, pero sentí el calor subirme por el cuello.
— ¿Paisaje? ¿Eso soy para ti? ¿Un culo bonito que vigilar? Porque anoche en la fiesta, cuando ese modelo brasileño me agarró la cintura, te vi la cara, Dere. Parecías listo para romperle el cuello. ¿Celoso, soldado? ¿O es que te jode que otro toque lo que tú solo miras?
Él dio otro paso, tan cerca que sentí su aliento y el calor de su cuerpo, ojos oscuros clavados en los míos como balas.
— Celoso no, Alice. Cabreado. Cabreado de verte restregándote con cualquier idiota que te tira un piropo barato mientras yo tengo que quedarme ahí como un puto poste, con la polla dura y las manos atadas. ¿Quieres saber lo que pienso de verdad? Pienso que te encanta joderme. Te encanta verme contener, verte morderme la lengua para no agarrarte y follarte contra la primera pared que encuentre.
Tragué saliva, el coño mojándose solo con sus palabras, pero no me rendí. Me acerqué más, casi rozándole los labios.
— ¿Y por qué no lo haces, Dere? ¿Por qué sigues con esa mierda de “órdenes” y “profesionalismo”? ¿Tanto miedo le tienes a papá o es que no te atreves conmigo? Porque yo sí me atrevo. Te reto todos los días, cabrón. Te reto a que me toques, a que me beses, a que me hagas gritar como dices. Pero tú… tú solo hablas mierda y te vas a pajear a tu cuarto pensando en mí.
Él soltó una risa baja, oscura, que me vibró en el pecho, y me agarró la muñeca —fuerte, pero sin lastimar—, tirando de mí hasta que choqué contra su cuerpo duro como piedra.
— ¿Pajearme pensando en ti? Joder, Alice, si supieras cuántas noches me he corrido imaginándote abierta de piernas, gritando mi nombre mientras te follo hasta que no puedas ni caminar. Pero no soy uno de tus juguetes ricos que se babean por un beso. Cuando te toque, va a ser porque tú lo ruegues. Porque me pidas que pare y después me supliques que siga. Y ese día… ese día no va a haber papá, ni Julián, ni nadie que te salve de mí.
Me quedé sin aire, temblando, el coño latiendo como loco, pero saqué la última bala de malcriada que me quedaba.
— ¿Ruegue? ¿Yo? Sigue soñando, Dere. Yo no ruego. Yo mando. Y si tanto hablas, hazlo ya. O cierra la boca y sigue siendo el perrito fiel que papá paga.
Él me soltó despacio, ojos ardiendo, sonrisa torcida.
— Pronto, princesa. Muy pronto. Y cuando ruegues… me vas a rogar bonito.
Y se fue a cerrar su maleta, dejándome jadeando, las piernas flojas y la cabeza hecha mierda.
En el aeropuerto el ambiente era un caos de gente, maletas y voces en portuñol, pero yo solo sentía sus ojos en mi espalda mientras facturábamos. En la sala VIP me senté a su lado, cruzando las piernas para que viera el muslo que asomaba por el short.
— ¿No me vas a decir adiós, Dere? —le solté con tono juguetón, casi desafiante—. ¿O vas a seguir fingiendo que no te jode dejarme sola en Miami?
Él me miró fijo, voz baja para que nadie oyera.
— No te dejo sola, Alice. Te llevo pegada a mí hasta Los Ángeles. Y adiós no. Esto no es adiós. Es “hasta que te folle de una puta vez”.
Sonreí, mordiéndome el labio.
— Nos veremos en Los Ángeles, entonces. No se te olvide quién manda, soldado.
Él se inclinó, aliento en mi oreja.
— Tú mandas hasta que yo decida lo contrario. Y ese día está cerca, princesa.
En el avión, sentada a su lado en primera clase, el silencio era pesado. Yo revisaba el teléfono, él fingía leer algo en su tablet, pero sentía su mirada cada dos por tres.
— ¿Algo en mi cara, grandote? —le solté, sin mirarlo.
— No. Solo pienso en cómo vas a gritar cuando te tenga debajo.
Lo miré fijo, voz bajita y cruda.
— Y yo pienso en cómo vas a rogar cuando te tenga encima.
Él sonrió por primera vez, oscuro y peligroso.
— Nos veremos en Los Ángeles, Alice. Y ahí… se acaba el juego.
El avión despegó, y yo sentí que mi vida también. Porque la rutina ya no iba a ser la misma. Y yo lo sabía.