Punto de vista de Alice
El sol de Miami pegaba como un puño caliente esa tarde, convirtiendo el jardín de la mansión en un horno reluciente donde las palmeras susurraban mentiras de paz y la piscina turquesa brillaba como un espejismo tentador. Alice había convocado a Cristina y Rebeca como un acto de rebelión malcriada —un “f**k you” silencioso a las sombras que la asfixiaban—, y ahora, con bikinis puestos y toallas esparcidas en las tumbonas, el aire olía a protector solar y cloro, un respiro frágil en medio del hedor persistente a pólvora que aún le impregnaba la nariz. Mamá descansaba arriba, papá estaba perdido en el jet a China, y los guardias patrullaban el perímetro como perros mudos, pero Dere Ferrel, ese cabrón arrogante, rondaba cerca, apoyado contra una columna como una estatua de granito tatuado, ojos oscuros escaneando todo sin parpadear.
Cristina llegó primero, un torbellino de rizos castaños y curvas envueltas en un pareo floreado, cargando una nevera portátil con cervezas light y un grito que cortó el silencio como un disparo alegre.
—¡Alice, mi vida! ¿Estás entera o qué? Mira que me tenías con las uñas roídas desde anoche. Ese atentado… joder, los chismes en i********: no paran: “Los Salvaterra bajo fuego, ¿mafia hotelería?”. Dime que tu mamá está bien, que tú no tienes ni un rasguño, y que ese guardaespaldas tuyo no te ha atado a la cama todavía.
Se dejó caer en una tumbona, abriendo una cerveza con un chasquido y pasándosela a Alice, ojos avellana brillando con esa extroversión protectora que siempre la hacía sentir menos rota.
Alice tomó la lata, el frío metal calmando el pulso errático en su mano, pero su mal genio caprichoso salió al galope, arrogante y filoso como siempre.
—Entera, Cris, pero hecha un desastre por dentro. Mamá cosida y gruñona —ya me regañó por no traer sopa decente—, y yo… ¿rasguños? Solo en el alma, carajo. Anoche me dispararon como a un conejo en cacería, y hoy tengo que fingir que una piscina borra las balas. ¿Mafia hotelería? Quizás. Papá suelta que es Moncada, ese lameculos con sonrisa de tiburón, pero no suelta prenda. Y Dere… ay, no me hables de ese hijo de puta. Está allá, mirándonos como si fuéramos amenazas nucleares. Me sigue al baño, me habla como a una recluta torpe: “Muévete, princesa, o te cargo yo”. ¡Como si yo fuera un paquete con lazos! Lo odio, Cris; me pincha los nervios hasta que quiero arañarlo.
Rebeca irrumpió entonces, estatura media y energía de huracán, cabello n***o liso volando mientras se quitaba el sombrero de ala ancha y se zambullía directo a la piscina con un splash que salpicó como lluvia de verano. Emergió jadeando, gotas resbalando por su piel morena, y nadó hasta el borde con una sonrisa pícara que gritaba complicidad.
—¡Ey, perras! ¿Ya empezaron sin mí? Alice, reina, te vi en las noticias… parecías una diosa saliendo de un apocalipsis. ¿Tu mamá? ¿Bien? ¿Y ese papá tuyo, volando a China como James Bond? Cuéntame lo jugoso: ¿el guardaespaldas es tan caliente como en las fotos borrosas de los paparazzi? Porque si me lo prestas una noche…
Se izó al borde, agua chorreando, y robó una cerveza de la nevera, ojos cafés destellando con malicia juguetona.
Cristina rió ronca, salpicando a Rebeca con el pie, pero su tono se volvió serio de golpe.
—Rebe, no jodas; Alice no está para préstamos. Mija, escúchame: odio verte así, con ojeras de zombie y esa cara de “quiero matar a alguien”. El atentado fue una mierda cósmica, pero Moncada… si es él, que tu viejo lo reviente. ¿Papá soltó algo? ¿O sigue con su rollo de “yo controlo todo”? Y Dere… uf, míralo allá, como un lobo disfrazado de mayordomo. Te mira fijo, Alice. No como guardia, sino como si quisiera descifrarte. ¿Ya lo pinchaste? Porque si no, yo te enseño: “Ey, grandote, ¿esos tatuajes son para impresionar o para esconder lo blando?”.
Alice bebió un trago largo, el amargo quemándole la garganta.
—Pincharlo… joder, Cris, si supieras. Anoche en el hospital, le solté que era un delincuente de barrio, y el cabrón me contestó que cerrara el pico y sobreviviera —como si yo fuera una niñita con rabietas—. ¿Impresionar? Esos tatuajes son puro ego militar; la academia lo hizo un muro invencible. Me irrita tanto que… ay, no sé, me hace querer romperlo solo para ver si sangra. Papá lo adora porque “no se compra”, pero yo lo veo y quiero gritar: “¡Lárgate, o te arranco esa arrogancia con las uñas!”. ¿Y si es él el problema? ¿Un exsoldado con secretos más sucios que los de Moncada?
Rebeca chapoteó.
—¡Romperlo! Eso es mi chica: malcriada y letal. Pero en serio, mija, si te irrita así, es porque te mueve algo. Míralo: músculos como rocas, ojos que te desnudan sin tocarte. Provócalo más: ponte sexy, suéltale una pulla que lo haga sudar. “¿Vienes a vigilar o a babear, soldado?”. Y si responde con esa voz ronca… uf, termino yo el trabajo. Pero oye, ¿y el plan? ¿Pizzas esta noche? ¿O nos escapamos a la playa, balas o no?
Cristina asintió, robando la cerveza de Alice.
—Playa no, Rebe; los guardias nos matan. Pero pizzas sí —y vino, que Alice lo necesita. Mija, no lo pienses tanto. Moncada es el enemigo real; Dere es solo… un dolor de cabeza caliente. Si te pincha, pincha de vuelta. Eres Salvaterra; no te dejas. ¿Trato? Ahora, al agua… o me pongo celosa de que él te mire más que a nosotras.
Alice rió y se quitó el pareo, dejando ver su bikini rojo con una provocación sutil.
—Trato, perras. Pero si Dere abre la boca, lo ahogo yo misma.
Se zambulló. Al emerger, vio a Dere acercándose con paso felino. Su voz ronca cortó el aire.
—Señorita Salvaterra. Perímetro limpio, pero el sol pega duro. ¿Necesitan sombra? ¿O refrescos? Y… baje el volumen; su madre duerme.
El mal genio estalló.
—¿Sombra? ¿Refrescos? ¿Ahora eres camarero, grandote? No necesito tu permiso para gritar… ni para nadar. ¿O vas a unirte, para vigilar de cerca? Porque si me tocas, te juro que te muerdo.
Dere no se inmutó.
—Muerde si quieres, princesa. Pero si te ahogas en tu propio veneno, no lloro. Refrescos en cinco. Y no, no me uno. Mi trabajo es ver, no jugar. ¿Órdenes?
Cristina silbó. Rebeca rió. Alice sintió el pulso acelerarse.
—¡Órdenes! Lárgate y déjame respirar, cabrón.
Se sumergió. Pero al salir, su teléfono vibró en la tumbona. Un mensaje anónimo.
“La serpiente muerde cerca.
Corre, princesa.”
El corazón se le heló.
Y el respiro se rompió como cristal.