Punto de vista de Alice
El sol de la tarde se hundía como un puñetazo lento sobre la mansión Salvaterra, tiñendo los jardines de un naranja sucio que hacía que las palmeras parecieran sombras alargadas, listas para atrapar a cualquiera que se moviera mal. La casa —ese monstruo de mármol y hierro forjado que papá había construido ladrillo a ladrillo, un símbolo de su ego y nuestras cadenas— se erguía imponente detrás, con sus columnas blancas reluciendo como dientes en una sonrisa falsa.
El portón se había cerrado con un clang metálico que aún me retumbaba en los oídos, y el camino pavimentado crujía bajo mis sandalias de cuero blanco mientras caminaba hacia el jardín. El vestido de lino blanco se pegaba a mi piel sudada como una segunda piel traicionera. Sombrero de paja en la cabeza, cabello suelto en ondas revueltas —elegante, sí, pero con el mal genio burbujeando debajo, porque ¿quién carajo necesitaba estilo cuando el mundo te disparaba por diversión?
Cristina y Rebeca ya estaban ahí, esparcidas en las tumbonas junto a la piscina como si esto fuera un resort, no una fortaleza asediada. Cristina, con sus shorts de mezclilla raídos y blusa de seda celeste que gritaba “soy casual pero te follo la vista”, se recostaba con una cerveza en la mano. Rizos castaños escapaban de su coleta baja. Rebeca, la diva audaz, lucía su camisa oversize coral desabotonada lo justo para mostrar el bikini debajo, pañuelo de seda al cuello y gafas enormes de estrella escapando de paparazzi. El bolso de lujo colgaba de su hombro como un trofeo.
Cristina levantó la vista en cuanto me vio.
—¡Alice, mija, al fin! ¿Trajiste el vino o solo tu cara de “quiero matar a alguien”? Siéntate antes de que te derritas. Rebe y yo ya abrimos la nevera de Rosa: ensaladas frescas, quesos que parecen orgasmos, y ese risotto de setas que huele a paraíso. Pero cuéntame, ¿sigues viva después de anoche? Ese mensaje que me mandaste… “serpiente muerde cerca”. ¿Qué carajo es eso? ¿Otro jueguito de Moncada o tu guardaespaldas tatuado te está volviendo loca?
Me dejé caer en la tumbona y robé una uva de la tabla de frutas. El picnic que Rosa había armado era impecable: mantel de lino blanco sobre la mesa baja de mimbre, ensaladas crujientes, charcutería cortada fina, pan tibio y el risotto humeante en una fuente de plata. Jarras de agua de pepino y limón brillaban al sol y una botella de Cabernet esperaba en el hielo.
Rebeca cogió un trozo de queso y habló con voz ronca:
—¡Serpiente muerde! Ay, Alice, eso suena a ex loco, no a cartel hotelero. Pero mírate: vestido blanco como virgen en sacrificio, pero con ojos que dicen “muerdo yo primero”. ¿Papá te mandó algo desde China? ¿O sigues con el drama del guardaespaldas? Porque lo vi cuando llegamos: te miró como si fueras una granada sin pin. ¿Ya lo pinchaste hoy? “Ey, grandote, ¿esa serpiente en tu brazo es para asustar o para presumir?”
Saqué el teléfono. El mensaje anónimo volvió a quemar mis ojos:
“La serpiente muerde cerca. Corre, princesa.”
El mal genio estalló.
—¡Pincharlo! Rebe, si supieras lo que me revuelve ese cabrón. Papá allá firmando papeles con chinos que podrían ser Moncada disfrazado y yo aquí, con este militar de mierda vigilándome como si yo fuera una delincuente. El mensaje llegó hace una hora desde quién sabe dónde. “Serpiente”… como el tatuaje de los atacantes, como el de él. ¿Coincidencia? ¿O Dere es la puta serpiente? Lo odio. Me habla como si yo fuera un estorbo: “Sobrevive, princesa”. Y encima no puedo dejar de mirarlo. ¿Estoy loca?
Cristina me quitó el celular suavemente.
—Loca no, Alice. Acorralada, sí. Moncada… ese hijo de puta siempre olió a traidor. ¿Papá lo sabe? Bien. Que lo reviente desde China. Pero esto… “princesa”. Suena personal. ¿Mostrárselo a Dere? Si es él, lo mato yo misma.
Rebeca chapoteó el agua.
—Alice, no estás loca; estás viva. No dejes que esto te paralice. Enséñaselo a tu mamá primero. Y Dere… ese tipo es un iceberg con lava debajo. Tatuajes, músculos, mandíbula que dice “prueba y te rompo”. Anoche lo vi en las sombras. No se dobla, pero tú lo doblas sin tocarlo. Provócalo, mija. Ponte sexy. Dile: “¿Vienes a comer risotto o a devorarme con los ojos?” Si responde con esa voz ronca, me encargo yo del picnic.
No tuve tiempo de contestar. Dere empezó a acercarse.
Camiseta negra ceñida, tatuajes asomando por el brazo izquierdo, paso firme como depredador. Se detuvo a un par de metros.
—Señorita Salvaterra —dijo con ese tono ronco que cortaba el aire—. Rosa mandó más vino. ¿Todo bien? El perímetro está limpio, pero oí… algo. ¿Problemas? ¿O solo chismes de chicas?
Le agitaba el teléfono como si fuera un arma.
—¿Chismes? ¡Mira esto, grandote! “La serpiente muerde cerca”. ¿Te suena? ¿O tu brazo izquierdo tiene la respuesta? No soy una niñita para tus chequeos. Soy Alice Salvaterra. Si esto es otra bala con tu nombre, te arranco esa tinta yo misma. ¿Proteges o traicionas?
Dere leyó el mensaje un instante. Su mandíbula se tensó.
—Serpiente… sí, me suena. Como los atacantes. Como deudas viejas que tu papá enterró mal. No soy traidor, princesa. Soy el que te salva el culo cuando tú lo jodes. Dame el teléfono. Lo paso a Marco. Si es Moncada, no llores: actúa. ¿Órdenes? ¿O sigues salpicando veneno desde tu trono de tumbona?
Cristina silbó. Rebeca rió.
Yo solo sentí cómo el corazón me golpeaba.
—Órdenes. Lárgate y averígualo, cabrón. Pero si mientes… te muerdo yo primero.
Él tomó el teléfono, asintió seco y se alejó.
Rosa apareció entonces con una bandeja de frutas y su voz suave:
—Señoras, coman antes de que se enfríe el risotto. El señor Dere… es serio, pero bueno. Cuídense, ¿sí?
Asentimos, pero la calma ya estaba rota.
Y la serpiente… más cerca que nunca.
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