Capítulo 33: Impacto Fatal

1214 Words
**Punto de vista de Dere** El evento de moda era un puto circo de luces y egos. Yo estaba en un rincón oscuro del backstage, traje n***o impecable, corbata apretada, brazos cruzados, ojos clavados en ella como siempre. Alice desfilaba con ese vestido rojo sangre de seda que se le pegaba al cuerpo como una segunda piel, largo hasta el piso pero con una abertura que le llegaba al muslo cada vez que daba un paso. Cabello dorado ondeando, caderas moviéndose como si la pasarela fuera suya y el mundo entero estuviera de rodillas. Joder, estaba hermosa. Letal. Y yo sentía que me quemaba vivo solo con mirarla. Los flashes explotaban, la gente aplaudía como idiotas, y yo solo pensaba en una cosa: protegerla. Porque después de todo lo que había pasado —las pullas, las miradas, las noches que casi nos follamos con los ojos—, sabía que esto no iba a terminar bien. Lo sentía en los huesos. El evento terminó y la saqué de ahí rápido, mi equipo rodeándola como un muro humano, metiéndola en la camioneta blindada. Ella se sentó atrás, todavía con la adrenalina del desfile, vestido rojo brillando bajo las luces de la calle, labios rojos curvados en esa sonrisa de reina que me ponía loco. — Buen trabajo, Ferrel —me dijo con esa voz burlona, quitándose los tacones y masajeándose los pies—. Por un momento pensé que ibas a subir a la pasarela a aplaudirme tú también. Yo manejaba, ojos en el retrovisor, voz seca. — Mi trabajo es sacarte viva, no aplaudirte el culo. Ella rió, inclinándose hacia adelante, tetas casi rozándome el hombro. — ¿El culo? ¿Entonces sí lo miras, grandote? — Miro todo lo que pueda ser objetivo —le solté, apretando el volante. La noche estaba tranquila, calles vacías, luces de Miami parpadeando como si nada. Pero yo tenía un presentimiento de mierda en el estómago. Algo no cuadraba. Y entonces lo vi. Un vehículo n***o, sin placas, acelerando como un hijo de puta directo hacia nosotros por el retrovisor. — ¡Mierda! —grité, pisando el acelerador a fondo—. ¡Agárrate, Alice! Ella se giró, ojos abriéndose grandes. — ¿Qué carajos pasa? — ¡Agárrate, joder! Intenté esquivarlo, giré el volante como loco, pero el cabrón nos dio de lleno en el lateral. El impacto fue brutal. El mundo se volvió ruido y dolor: metal crujiendo como si gritara, vidrio explotando, airbags golpeándome la cara, el carro girando como una peonza hasta estrellarse contra un poste con un crujido que me rompió los oídos. El humo llenó todo, olor a goma quemada y sangre. Mi cabeza latía, el hombro me dolía como la mierda, pero lo primero que hice fue girarme. — ¡Alice! —grité, voz rota—. ¡Alice, despierta, carajo! Ella estaba ahí, inconsciente, cabeza caída a un lado, sangre bajándole por la frente, cuerpo atrapado entre los asientos retorcidos. El vestido rojo manchado, el cabello pegado a la cara. — ¡Alice, mírame! ¡Despierta, joder! —intenté moverme, pero el cinturón me cortaba, el dolor me nublaba la vista—. ¡No me hagas esto, Alice! ¡Despierta! Desde afuera, gritos, sirenas acercándose, flashes de cámaras —paparazzi de mierda que siempre aparecían como buitres. Los paramédicos llegaron rápido, rompiendo cristales, sacándola en camilla. Yo me solté el cinturón a la fuerza, sangre en la boca, y salí como pude. — ¡Voy con ella! —grité, cojeando hacia la ambulancia. Un policía me detuvo, mano en el pecho. — Señor, necesita atención médica. — ¡Me importa una mierda! ¡Voy con ella! — Ella va de emergencia al hospital. Coopere o lo detengo. Apreté los puños, rabia ciega quemándome las venas. Esto no fue accidente. Alguien quiso matarla. Y yo iba a encontrar al hijo de puta. Aunque me costara la vida. El hospital era un puto manicomio. Pasillos llenos de camillas chocando, médicos gritando códigos como si fueran balas, enfermeras corriendo con bolsas de sangre y el pitido constante de las máquinas que me taladraba el cráneo. El olor a desinfectante y sangre me pegaba en la garganta como ácido, y yo iba detrás de la camilla de Alice como un loco, con el costado jodiéndome cada paso, sangre mía y de ella manchándome la camisa negra hasta parecer un carnicero. Los paramédicos empujaban la camilla a toda hostia por el pasillo, uno gritando mientras le ponían oxígeno. — ¡Está perdiendo demasiada sangre, carajo! ¡Presión cayendo, setenta sobre cuarenta! Otro enfermero corría al lado, inyectándole algo en la vía. — ¡Preparen quirófano uno! ¡Trauma craneal y hemorragia interna posible! Intenté seguir, empujando a un enfermero que se me puso enfrente. — ¡Déjenme pasar, hostia! ¡Es mi protegida! Dos enfermeros me agarraron de los brazos, fuertes, pero yo los hubiera mandado a la mierda si no fuera porque Alice estaba ahí, pálida como un cadáver, sangre bajándole por la sien, el vestido rojo hecho trizas y manchado. — ¡Señor, no puede entrar! —gritó uno, empujándome contra la pared. — ¡Me importa una mierda! ¡Suéltenme, joder! ¡Alice! Ella no se movía. Ni un puto gemido. Solo el pitido débil de la máquina y la máscara de oxígeno empañándose con su aliento débil. El cirujano jefe apareció, bata verde, cara de mala hostia. — ¡Fuera de aquí ahora! ¡Si quiere que viva, déjenos trabajar! Me soltaron y me quedé ahí, jadeando, el dolor en el costado como si me hubieran clavado un cuchillo, sangre caliente bajándome por la camisa. Me pasé las manos por el pelo, temblando de rabia y miedo, dos cosas que nunca había sentido juntas. Esto no fue un accidente. Lo sabía. Lo sentía en los huesos. Alguien quiso matarla. Y yo fallé. Me apoyé contra la pared, respirando como un toro, viendo cómo se la llevaban por las puertas dobles del quirófano. “Solo personal autorizado”. La luz roja se encendió encima y me quedé ahí, solo, con el corazón latiéndome como si quisiera salirse del pecho. El teléfono vibró en el bolsillo. Lo saqué con manos temblorosas. Maximiliano Salvaterra. Contesté sin saludar. — ¿Dónde está mi hija? —su voz era acero puro, fría, letal. — En quirófano —dije, voz ronca, rota—. El choque no fue accidente, señor. Alguien nos embistió a propósito. Silencio al otro lado. Luego, voz que me heló la sangre. — ¿Quién fue? — No lo sé… aún. Pero lo voy a averiguar. Aunque tenga que matar a medio mundo. Otro silencio. Pesado. — Si Alice muere, Ferrel… más te vale morirte con ella. Click. Colgó. Me quedé mirando el teléfono, puños cerrados tan fuerte que me crujieron los nudillos. La rabia me quemaba por dentro como gasolina. No iba a permitir que muriera. No mientras yo respirara. Me dejé caer en una silla de plástico del pasillo, cabeza entre las manos, sangre secándose en la camisa. Los médicos corrían, las máquinas pitaban, y yo solo podía pensar en una cosa: Si la pierdo… me muero con ella. Porque Alice Salvaterra ya no era solo mi protegida. Era todo. Y alguien iba a pagar caro por esto.
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