**Punto de vista de Alice**
La noche había caído como una puta manta pesada sobre la finca, el viento moviendo las hojas de los viñedos como si susurraran secretos que nadie quería oír. Yo estaba en mi habitación, sentada en la cama con las piernas cruzadas, el suéter corto de lana subiéndose por el estómago y los shorts de seda pegándose al culo por el calor que todavía quedaba. Miraba el techo como si ahí estuviera escrito qué carajos hacer con todo esto: la llamada anónima todavía me daba vueltas en la cabeza como un puto disco rayado, “sabemos dónde estás”, y Dere actuando como si el mundo se fuera a acabar mañana.
Me levanté, me miré en el espejo de cuerpo entero: cabello revuelto, ojos grandes por el miedo que no quería admitir, labios hinchados de mordérmelos. Joder. Parecía una diosa asustada.
Toc, toc.
La puerta se abrió un poquito y asomó la abuela, sonrisa cálida pero ojos que no se perdían una mierda.
— La cena está lista, querida. Teresa hizo un estofado que te va a hacer llorar de gusto.
Intenté sonreír, pero salió forzado.
— Voy en un momento, nonna.
Ella me miró fijo, como si me leyera el alma.
— No pienses demasiado, Alice. Lo que tenga que pasar, pasará. Y si es malo… lo enfrentamos con los huevos bien puestos.
Y se fue, cerrando la puerta suave.
Me dejé caer en la cama otra vez, exhalando fuerte.
No quería pensar en lo que pasaría.
Pero lo hacía. Porque Dere estaba diferente. Más tenso, más distante, como si la llamada lo hubiera puesto en modo guerra total. Y a mí me jodía. Me jodía que se alejara cuando yo quería que se acercara de una puta vez.
Salí al balcón, la brisa fresca pegándome en la cara, la piscina abajo brillando azul como una promesa rota. Y ahí estaba él, en la terraza de abajo, hablando bajito con dos tipos de seguridad que papá había mandado. Traje n***o, brazos cruzados, voz grave dando órdenes como si fuera el puto general.
— Uno en la entrada principal, el otro recorre el perímetro cada hora. Cualquier movimiento raro, me llaman primero. ¿Entendido?
Los tipos asintieron y se fueron.
Él se quedó ahí, sacó un cigarro, lo miró, lo volvió a guardar sin encenderlo. Como si estuviera conteniéndose.
Lo miré desde arriba, voz saliendo antes de pensar.
— ¿Planeas quedarte ahí toda la noche como un poste, Ferrel?
Él levantó la vista, ojos oscuros clavados en mí.
— Tal vez.
Rodé los ojos, apoyándome en la baranda.
— Deberías descansar. Pareces un zombie tatuado.
— Y tú deberías ser más cuidadosa —me soltó, voz ronca, mirándome fijo—. Después de la llamada de hoy, no me fío ni de los grillos.
Chasqueé la lengua, cabreada pero con el coño palpitando solo con su voz.
— ¿Vas a seguir con esa mierda toda la noche? ¿O vas a venir a cenar como persona normal?
Él se giró del todo, apoyando los codos en la baranda, mirándome como si me estuviera follando con los ojos.
— ¿Normal? Contigo nada es normal, Alice. Pero voy. Porque si no, tu abuela me corta los huevos.
Reí bajito, sintiendo el calor subirme.
— Ven a cenar, grandote. Mi abuela y Teresa hicieron algo especial. Y si te portas bien… quizás te deje probar el postre.
Él sonrió torcido, oscuro.
— El postre eres tú, ¿no?
Tragué saliva, temblando.
— Ven y descúbrelo.
Y entré, dejando la puerta del balcón abierta.
Porque sabía que vendría.
Y esta vez no iba a dejar que se apartara.