P.O.V MIRANDA
Desperté más enérgica que nunca. Hoy era el último día de clases, y no podía esperar a terminarlo para dar inicio a las vacaciones. Me levanté rápidamente de la cama, me alisté en un abrir y cerrar de ojos y bajé corriendo las escaleras. Mi madre ya había preparado el desayuno, como siempre. El aroma del café recién hecho y las tostadas calientes inundaba la cocina.
—¡Buenos días, mamá! —dije con una gran sonrisa.
—Buenos días, cariño. Hoy te ves especialmente animada.
Me senté frente a ella y disfrutamos juntas del desayuno. Mientras comía, pensé en lo rápido que había pasado el año escolar y en lo emocionada que estaba por lo que vendría después.
Cuando la hora se acercó, me despedí de mamá con un beso y salí rumbo al instituto. Como de costumbre, al atravesar la plaza, me encontré con Estefanía, mi mejor amiga.
—¡Ey, Mir! —exclamó al verme—. ¿Qué harás en las vacaciones?
—No lo sé bien aún. Mi madre planeó ir al sur a explorar, pero todavía no tenemos todo definido. ¿Y tú?
—¡Me voy a Brasil! Río de Janeiro me espera. Sol, playa y diversión.
—¡Vaya! Nos separaremos estas vacaciones…
—Por eso mismo, ¿qué te parece si salimos esta noche? Una despedida entre nosotras.
—Me parece genial. Así aprovechamos antes de que cada una tome su rumbo.
Llegamos al colegio y, aunque el ambiente estaba lleno de emoción por ser el último día, las horas parecían transcurrir demasiado lentas. Entre risas y bromas con mis compañeros, finalmente terminó la jornada. Estefanía y yo decidimos ir a la plaza un rato más antes de regresar a casa.
—Creo que le gustas a Ezequiel —comentó Estefanía con una sonrisa pícara—. La manera en que te mira o cómo te habla lo dice todo.
—Yo también lo creo —admití con un leve rubor en mis mejillas.
—Ey, Mir, ¿vamos por un helado?
—Ve tú un momento, yo llamaré a mi madre para avisarle que estaremos aquí un rato más. No quiero que se preocupe.
Estefanía asintió y se alejó rumbo al puesto de helados. Saqué mi teléfono y marqué el número de mamá.
—Hola, ma. Me quedaré un rato con Estef en la plaza. En un rato voy para casa, ¿sí?… Okey, entiendo. Me portaré bien. Siempre soy una buena niña —dije con tono divertido.
Justo cuando terminé la llamada, Estefanía regresó con dos enormes helados de tres pisos cada uno. Me pasó uno con una sonrisa radiante.
—Aquí tienes, amiga. ¡El mejor helado para la mejor compañía!
—Eres la mejor, Estef.
Nos sentamos en una banca mientras el sol comenzaba a descender en el horizonte. No imaginábamos que esta tarde, que parecía como cualquier otra, cambiaría nuestras vidas para siempre.
Tomamos todo el helado y recorrimos la plaza, parecíamos niñas pequeñas jugando y corriendo sin preocupaciones. La risa llenaba el aire, y en ese momento, la vida se sentía perfecta. Alrededor de las nueve de la noche, Estefanía me miró y dijo:
—Vamos a comer un pancho antes de irnos.
—¡Buena idea! —reí y seguimos caminando hasta el puesto de comida rápida.
Comimos entre risas, hablando de los planes para el verano, recordando anécdotas graciosas de la escuela. Pero en el instante en que nos acercamos al basurero para tirar nuestros desechos, una sensación extraña se apoderó de nosotras. Un escalofrío recorrió mi espalda, y supe que algo no estaba bien. Estefanía se puso rígida a mi lado.
—Oye, Mir… vámonos ya. Tengo un mal presentimiento.
Asentí, sintiendo que algo invisible nos acechaba. Fue entonces cuando tres figuras inmensas emergieron de entre las sombras. Eran hombres altos, de complexión fuerte. Mi corazón comenzó a latir desenfrenado.
Uno de ellos señaló directamente hacia mí y gritó:
—¡Es ella! ¡Agárrenla!
Se me heló la sangre. ¿Yo? ¿Por qué yo? Mi mente no tuvo tiempo de procesar nada antes de que el pánico me invadiera.
—¡Corre, Mir! —gritó Estefanía, y sin pensarlo dos veces, echamos a correr en dirección contraria.
El sonido de nuestros pies golpeando el pavimento se mezclaba con nuestros jadeos desesperados. Pero eran más rápidos. Sentí una mano rozar mi brazo, y mi grito se ahogó en mi garganta. En ese momento, Estefanía se giró y, con toda la valentía del mundo, comenzó a luchar.
—¡Déjenla en paz, bastardos! —gritó mientras lanzaba golpes y patadas con todas sus fuerzas.
Uno de los hombres sacó un frasco y derramó un líquido en un paño. Antes de que pudiera hacer algo, lo presionó contra la nariz de Estefanía. Vi cómo su cuerpo se tambaleó antes de caer inconsciente al suelo.
—¡No, Estef! —grité con desesperación.
Intenté liberarme, pataleando, mordiendo, gritando con todas mis fuerzas, pero sus manos eran como grilletes de hierro. Sentí un paño húmedo cubriendo mi boca y nariz. Un olor químico, intenso, nubló mi mente.
—¡No… no me… toquen! —fue lo último que logré balbucear.
Todo se volvió borroso. La realidad se desdibujó, como si estuviera siendo succionada por un abismo oscuro. Lo último que vi antes de perder el conocimiento fue el cuerpo de Estefanía en el suelo y las sombras de aquellos hombres llevándome lejos, muy lejos.