Salí de la oficina con el corazón aún latiéndome en la garganta, tratando de ordenar mis pensamientos, y casi choqué con alguien en el parqueo. Era Kennia, como si me hubiera estado siguiendo desde que salí de la oficina.
—¿Qué esperas, Regina? —me dijo, con esa sonrisa que parecía que quería devorarme viva.
—¿Esperar qué? —le respondí, arqueando una ceja y cruzándome de brazos.
—Que pasarás al segundo plano una vez más, ahora que el hijo que vas a tener… —su voz se desvió como un cuchillo, insinuando todo lo que yo ya temía.
—No importa lo que digas —le dije con firmeza—. Demetri nunca te amará. Y estoy segura de que él estuvo contigo porque en sus cinco sentidos jamás me hubiese engañado.
Ella me miró, sin inmutarse, y me soltó con total seguridad:
—No importa lo que Demetri sienta hoy por ti. Con el tiempo, lo haré que me ame y te olvide.
—Aunque sé que no fue intencional —le dije, con un hilo de ironía en la voz— que él se haya acostado contigo, no puedo permitir que un error vuelva a suceder.
Kennia sonrió, esa sonrisa que parecía diseñada para enfurecerme, y me dijo:
—Gracias por dejarme el camino libre con Demetri.
Solté una carcajada, y le respondí:
—Demetri ni siquiera, estando embarazada de él, te hará caso a ti.
Ella inclinó la cabeza, confiada, y con una seguridad que me daba escalofríos, me dijo:
—Eso está por verse, Regina. Yo llevo una ventaja: los separé y ahora me toca estar a mí con Demetri.
—Entonces te lo regalo —le dije mirándola con calma fingida, aunque por dentro quería lanzarle el bolso a la cabeza—. Pero si yo fuera Demetri, no me metería con una mujer que a simple vista es una manipuladora.
Kennia soltó una carcajada tan falsa que hasta los pajaritos del parqueo dejaron de cantar.
—No importa lo que pienses, Regina. Al final, yo obtendré lo que quiero… y seré más feliz que tú en toda tu vida.
—Eres una tonta payasa —le solté, cansada ya de su teatro barato.
—Tal vez —respondió ella encogiéndose de hombros—, pero al menos pude meterte a ti en mi circo.
No le dije nada más. Solo giré sobre mis talones, abrí la puerta del auto y me metí sin mirarla. Encendí el motor con las manos temblorosas y, mientras salía del parqueo, no pude evitar murmurar:
—No puede ser que Demetri se haya metido con una mujer tan mala como ella…
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Pasaron dos meses. Ya estaba en los últimos días de dar a luz, con la paciencia colgando de un hilo y los tobillos más hinchados que un pan en el horno. Pero ese día, por alguna razón, sentí que debía ir a la mansión. No para discutir, no para llorar… solo para hablar con Demetri, una última vez.
Apenas crucé la puerta, vi a Verónica bajando las escaleras con ese aire de reina que no se despeina ni cuando el mundo se cae.
—No esperaba verte —me dijo, mirándome como si yo fuera un fantasma del pasado.
—No vine a discutir, Verónica, y menos por lo mismo de siempre —respondí con voz firme, aunque por dentro me temblaban las piernas.
Ella me observó con atención, ladeando la cabeza.
—Pensé que eras más inteligente.
—¿Por qué dice eso? —pregunté, arqueando una ceja.
—Porque pensé que ibas a luchar con las garras por Demetri —dijo, con esa sinceridad que, aunque irrita, a veces da en el clavo.
No pude evitar soltar una risa amarga.
—No vale la pena luchar por un hombre que se mete con otra.
Verónica cruzó los brazos y me miró fijamente.
—Yo tengo mis dudas —dijo con voz baja—. Incluso a mí, Demetri me rechazó diciéndome que ama a su esposa. No creo que luego corra a los brazos de otra y la embarace así como así.
Sus palabras me hicieron quedarme callada. Tenía lógica… dolorosa, pero lógica.
—Quizás tiene razón —le dije despacio—, pero estoy tan dolida que no puedo ver más allá de lo que pasó.
—Ese es tu problema, Regina —respondió ella, acercándose—. Estás viendo a corta distancia. Pero yo te aseguro que Demetri no pudo meterse con Kennia. Así que antes de exigirle que firme ese divorcio —porque sé que a eso viniste—, vamos a descubrir la verdad. Y si él falló, lo obligaremos entre las dos a firmar.
No pude evitar reír.
—No puedo creer que esté liderando un plan con la mujer que dijo que había regresado por Demetri.
Verónica sonrió, y por primera vez, no parecía tan insoportable.
—Al final entendí que él ya no me pertenece —dijo con un tono casi tierno—. Lo único que nos une es nuestro hijo.
Sin decir más, tomó mi mano y me condujo hacia la puerta. Caminamos juntas, despacio, cuidando que nadie nos viera salir de la mansión, como dos cómplices en una misión secreta que apenas estaba por comenzar.
Cuando abrí los ojos en el hospital, lo primero que hice fue tocarme la barriga. Seguía ahí, mi bebé seguía ahí. Respiré tan fuerte que la enfermera me miró como si acabara de resucitar.
—Tranquila, señora, todo está bien —me dijo con una voz tan dulce que casi me hace llorar otra vez.
Pero no había tiempo para lágrimas. Apenas pude ponerme de pie, agarré mi bolso, salí del hospital y me monté en el auto. No sabía si era el cansancio, la adrenalina o el hecho de que el aire acondicionado del carro estaba más frío que mi ex, pero sentía que todo me daba vueltas.
Encendí el motor y empecé a conducir, con los ojos llenos de lágrimas y el corazón hecho una licuadora.
—No puede ser… no puede ser… —repetía entre sollozos mientras le daba al acelerador como si huyera de mis propios pensamientos—. ¡Tenía que ser esa bruja de Kennia!
El camino se volvió una película borrosa de luces, bocinas y mi llanto descontrolado. Intenté respirar, pero de repente el volante se me fue de las manos, el auto dio un giro y… ¡PUM! El golpe me sacudió hasta los huesos.
El cinturón me salvó, pero el pecho me dolía y mis piernas estaban atrapadas entre los pedales.
—¡Auxilio! —grité con la voz entrecortada—. ¡Por favor, alguien ayúdeme!
Vi una figura acercarse corriendo, un hombre con casco de motociclista.
—¡Tranquila, no se mueva! —me gritó mientras intentaba abrir la puerta del carro—. Ya llamé a la ambulancia.
—¡Mi bebé! ¡Salven a mi bebé! —gritaba yo, presa del pánico, con lágrimas y mocos mezclados en una escena digna de telenovela venezolana.
El sonido de la sirena se acercó y unos paramédicos me sacaron con cuidado. Entre los pitidos del monitor y los gritos de “¡rápido, a la camilla!”, me fui desmayando poco a poco.
Cuando desperté otra vez, ya estaba acostada, con Verónica al lado mío, llorando.
—Te juro que no te dejaré sola —me dijo ella tomándome la mano—. Vamos a acabar con esa mujer.
Y vaya que lo hicimos. En cuanto pude caminar sin parecer una momia, nos fuimos directo a la mansión de Kennia.
El plan era sencillo: Verónica la enfrentaría, y yo me escondería para escuchar toda la conversación. Sinceramente, no sabía si tenía más nervios o más deseos de arrancarle las extensiones a Kennia, pero respiré hondo y acepté.
Cuando llegamos, la mansión parecía salida de una revista de mal gusto: columnas doradas, fuente encendida y hasta un jardín que olía a perfume barato. Verónica tocó el timbre mientras yo me escondía detrás de una palmera, que claramente no fue diseñada para ocultar humanos embarazados.
Una empleada abrió la puerta.
—¿A quién busca? —preguntó con una sonrisa educada.
—A Kennia —respondió Verónica con voz firme—. Dígale que Verónica la busca. No entraré, pero quiero hablar con ella.
La mujer asintió y desapareció. Cinco minutos después, Kennia salió. Llevaba una bata de seda color vino, y una copa en la mano, como si estuviera en medio de una sesión de fotos para “Brujas con Estilo”.
—Vaya, vaya… —dijo con una sonrisa burlona—. No esperaba ver a la ex frustrada de Demetri en mi puerta.
Verónica cruzó los brazos.
—No vengo a perder el tiempo contigo. Solo quiero decirte que eres una mentirosa. Aunque Regina no lo crea, yo sí estoy segura de que hay algo más detrás de esa noche con Demetri.
Kennia soltó una carcajada tan exagerada que hasta los pájaros del jardín se fueron volando.
—Pues eres más lista de lo que pareces. Bastaron unas gotitas en la bebida de Demetri para que terminara mareado y sin recordar nada.
¡PUM! El sonido de la bofetada de Verónica resonó como una ovación. Yo salí de mi escondite, temblando de ira.
—¡Eres una mujer perversa! —le grité señalándola con el dedo, aunque probablemente parecía una versión furiosa de Shakira con contracciones.
Kennia se quedó helada.
—¿Qué es esto? ¿Una trampa?
Verónica sonrió triunfante.
—Exactamente eso. Queríamos desenmascararte.
—¡Pagarás por esto! —dije yo, casi sin aire—. ¡Por todo el daño que causaste!
Kennia levantó la barbilla con altivez.
—No pagaré nada. Llevo en mi vientre un hijo de Demetri.
—¡Eso no es cierto! —grité—. Dudo mucho que ese hijo sea de él.
Pero no pude decir más. Un dolor agudo me atravesó el vientre.
—Verónica… —balbuceé, agarrándome el abdomen—. Creo que… creo que el bebé va a nacer.
Verónica me sostuvo, alarmada.
—¡Vamos al hospital, rápido!
Me ayudó a subir al auto y arrancó como una loca mientras yo gritaba entre risas y lágrimas:
—¡Acelera, pero no tanto! ¡Ya tuve suficiente con por hoy! No quiero que mi bebé se exponga al peligro.
Apenas llegamos al hospital, todo fue un completo caos. En cuanto el carro se detuvo, aparecieron dos enfermeros con una camilla como si estuvieran en una carrera de Fórmula 1. Verónica gritaba mi nombre como si yo estuviera a punto de desmayarme —bueno, casi lo estaba—, y yo solo atinaba a decir entre jadeos:
—Verónica… avísale a Demetri… dile… que su hija viene en camino…
No sé si me escuchó, porque cuando el doctor me colocó la mascarilla de oxígeno, sentí que todo me daba vueltas. Me llevaron directo al quirófano, y el aire ahí dentro parecía más frío que el corazón de Kennia.
El doctor, un hombre de unos cuarenta y tantos con cara de que había visto nacer medio país, me dijo con voz calmada:
—Respira profundo, Regina… tranquila, todo va a salir bien…
Yo quería creerle, pero tenía la sensación de que el alma se me estaba escapando por la boca. Las contracciones venían como olas gigantes, una detrás de otra, y el dolor era tan fuerte que si en ese momento alguien me hubiera ofrecido anestesia, una pizza y divorcio rápido, firmaba sin mirar.
—¡Puja, Regina, puja! —me gritaba una enfermera mientras yo pensaba que prefería parir diez veces antes que volver a ver a Kennia sonreír.
Intenté concentrarme en el sonido del monitor, en el doctor diciendo que ya casi, en mi respiración que iba y venía como si fuera prestada. Sentí que las piernas se me dormían, los brazos me temblaban, y por un segundo, juré que me iba al otro mundo.
—¡Vamos, Regina! ¡Solo una más! —me dijo el doctor.
Y con el último aliento que me quedaba, empujé.
El silencio duró un segundo, y luego se escuchó el llanto más hermoso que había oído en toda mi vida. El doctor sonrió, levantando a una pequeña envuelta en una manta blanca.
—Es una niña —dijo.
En ese instante, todo el dolor se esfumó. Mis lágrimas se mezclaron con el sudor, y cuando colocaron a mi hija sobre mi pecho, sentí que el mundo se detenía. Pequeña, tibia, con su carita arrugada y ese olor a vida nueva.
—Bienvenida, mi amor —susurré, sin poder dejar de llorar.
El doctor me miró con orgullo.
—Hiciste un excelente trabajo, Regina.
No sé si fue el cansancio o la emoción, pero me reí entre lágrimas.
—Sí, doctor… aunque todavía no entiendo cómo hay mujeres que dicen que esto es “una experiencia maravillosa”.
Pasaron dos horas antes de que me trasladaran a la habitación. Yo apenas podía moverme, pero no importaba, porque mi bebé estaba ahí, durmiendo tranquila, como si nada de lo que acababa de pasar hubiese sido una guerra entre la vida y la muerte.
Cuando abrí los ojos, todos estaban ahí. Antonella, Saiddy, Lauro, Tomasa y… Demetri. Él, en su silla de ruedas, se acercaba lentamente hacia la cunita, mirándola como si no pudiera creer lo que veía.
—Es muy pequeña… pero se ve fuerte —dijo con la voz quebrada.
Antonella sonrió con ternura.
—Es una niña hermosa, será la consentida de la casa.
Saiddy asintió.
—Y de paso, tiene la nariz de Regina. ¡Qué genética tan dominante!
—Por fin soy abuelo —dijo Lauro con orgullo, inflando el pecho como un pavo real.
Tomasa, con lágrimas en los ojos, agregó:
—Y yo también la voy a consentir. Es mi primera nieta, y nadie me la va a quitar de los brazos.
Yo los miraba a todos, cansada, pero feliz. Nunca había sentido tanto amor reunido en una habitación.
Demetri esperó en silencio hasta que las risas y comentarios se fueron apagando. Luego, con esa calma que solo él sabe usar cuando quiere que lo tomen en serio, dijo:
—¿Podrían dejarnos a solas, por favor?
Todos se miraron entre sí. Nadie preguntó nada. Uno a uno, salieron de la habitación, cerrando la puerta con cuidado.
El silencio se hizo pesado. Solo se escuchaba el pitido leve del monitor y la respiración de mi bebé.
Demetri se acercó despacio, moviendo su silla hasta quedar junto a mi cama. Tenía los ojos húmedos, y sus manos temblaban un poco.
—Gracias, Regina… —dijo apenas en un susurro— gracias por hacerme padre otra vez.
Yo lo miré, sintiendo que el corazón me daba un vuelco.
—Es lo mejor que he hecho en toda mi vida… ser madre —le respondí.
Él asintió, bajando la mirada.
—Yo te amo, Regina. Más de lo que puedes imaginar. Pero también he entendido que amar no siempre significa retener. A veces… amar también es dejar ir.
Sentí un nudo en la garganta.
—¿Qué estás diciendo, Demetri?
Sacó de la bolsa lateral de su silla un sobre blanco. Lo colocó sobre la mesita, junto a mí.
—Son los papeles del divorcio. Voy a firmarlos. Quiero que seas libre. Sé que te lastimé, que hice las cosas mal, y no quiero seguirte amarrando a una historia que te duele.
Lo miré, con el corazón apretado. ¿Libre? ¿De él? ¿Después de todo lo que habíamos pasado? Me quedé callada unos segundos, mirando su rostro cansado, las ojeras marcadas, la tristeza en su voz. Y entonces, sin pensarlo, tomé su mano.
—No voy a recibir ese divorcio.
Él levantó la mirada, sorprendido.
—¿A qué te refieres?
Sonreí débilmente.
—A que gracias a Verónica, supe la verdad.
—¿Qué verdad? —preguntó, confundido.
Respiré hondo.
—Fuimos a la mansión de Kennia. Mientras yo me escondía, Verónica la enfrentó. Y Kennia confesó. Dijo que le puso unas gotas a tu bebida esa noche… por eso estabas mareado, sin noción de nada.
El rostro de Demetri cambió por completo. Se quedó helado, con la boca entreabierta.
—Yo siempre supe que algo me había hecho —dijo con rabia contenida—, pero no tenía pruebas. Solo recuerdos borrosos, como si mi mente se negara a aceptar lo que pasó.
Asentí despacio.
—Yo tampoco quería creerlo. Pensaba que me habías traicionado a conciencia. Pero ahora entiendo que tú también fuiste una víctima.
Demetri se cubrió el rostro con las manos.
—No sabes cuánto me torturó pensar que te había fallado. Cada noche me repetía que debí escucharte en la boda, que debí detener todo antes de que se rompiera lo nuestro.
—Y yo… —le interrumpí— debí creer un poco más en ti. Pero no puedo negar que lo que pasó me dolió como el demonio.
Nos miramos sin decir nada más. Solo el llanto leve de nuestra hija rompía el silencio.
Demetri se acercó más, y con delicadeza, tomó la pequeña manta donde estaba nuestra niña.
—Es increíble… —susurró— parece que me mira igual que tú.
—Por eso me da miedo —dije, riendo entre lágrimas—, va a ser igual de terca.
Él también se rió.
—Entonces estoy perdido.
Por un momento, todo volvió a sentirse como antes. Como si el tiempo se hubiese detenido justo antes del caos. Éramos los mismos dos idiotas que se amaban sin entenderse, pero que aún creían en el otro.
Demetri suspiró y me miró fijamente.
—Regina, no te imaginas cuánto deseé escuchar de tu boca que todavía me amas.
—Te amo, Demetri —le dije sin dudar— más de lo que puedo admitir en voz alta. Pero también aprendí que el amor sin confianza no sirve. Y aunque ahora sé la verdad, necesito tiempo para sanar.
Él asintió, con una sonrisa triste.
—Te esperaré. El tiempo que sea necesario.
—No me esperes… —respondí— mejor quédate conmigo.
Esa frase pareció arrancarle un suspiro de alivio. Sonrió como si acabara de ganar una guerra.
—Entonces, ¿eso significa que…?
—Significa que no quiero firmar nada. Ni ahora, ni nunca.
Había pasado un mes desde aquel día en el hospital, y todavía me costaba creer todo lo que había cambiado. La vida, tan impredecible como una telenovela venezolana, había decidido darnos otra oportunidad. Y esta vez, para mi sorpresa, todo marchaba bien.
La pequeña Brenda —sí, así decidimos llamarla— era la criatura más hermosa y dulce del universo. Tenía los ojos de Demetri, la sonrisa mía (aunque yo insistía en que era más parecida a él), y una manera tan particular de llorar que parecía que reclamaba atención con argumentos.
Nuestra casa, antes llena de silencios incómodos, ahora rebosaba de risas, visitas y olor a pañales. Tomasa vivía encima de nosotros, literalmente, cada vez que escuchaba un estornudo del bebé, llegaba corriendo con un té, una mantita o un consejo que no había pedido.
—Esa niña va a ser una reina —decía con orgullo—, igualita a su madre.
Demetri solo sonreía mientras la observaba dormir, y cada vez que lo hacía, yo me derretía un poquito más. Porque, vamos, ver a un hombre fuerte, de carácter difícil, hecho un tonto por una criatura de tres kilos y medio… eso derrite a cualquiera.
Una tarde, mientras Brenda dormía plácidamente, Demetri se acercó a mí con esa mirada que ya conocía bien. La misma que usaba cuando planeaba algo.
—Prepárate esta noche —me dijo con una sonrisa traviesa—. Te tengo una sorpresa.
—¿Otra? —pregunté con una ceja alzada—. Porque la última “sorpresa” fueron dos horas de clases de yoga y casi muero doblada en una postura que ni los acróbatas del circo hacen.
—Prometo que esta vez no habrá posturas raras —respondió riendo—. Solo tú, yo, y la luna.
No sé cómo lo hacía, pero bastaba con que hablara así para que mi corazón hiciera piruetas.
Esa noche, Demetri me llevó a una cena romántica en el jardín trasero de la mansión. Todo estaba decorado con luces cálidas, velas, y pétalos de rosa. El cielo estaba despejado, la luna llena brillaba como testigo de nuestra historia, y una suave brisa movía las copas de vino sobre la mesa.
—¿Qué es todo esto? —pregunté sonriendo, aunque ya sabía la respuesta.
—Un agradecimiento —dijo él, tomándome la mano—. Por no rendirte conmigo, por volver una y otra vez, incluso cuando yo no merecía que lo hicieras.
Me quedé mirándolo unos segundos. Había sinceridad en su voz, de esa que no necesita juramentos ni lágrimas para sentirse real.
—Demetri… cuando el amor es de verdad, nada lo puede separar —le respondí, acariciándole el rostro—. Y lo nuestro… siempre encontrará el camino de volver.
Él sonrió y se inclinó hacia mí.
—Será así para toda la vida.
No sé si era el vino, la luna o simplemente nosotros, pero en ese momento supe que tenía razón. Porque aunque nuestro amor había pasado por incendios, mentiras y un embarazo casi trágico, seguía ahí, intacto, latiendo con fuerza.
—Te amo desde aquella noche en la que me entregué a ti —le confesé, sin miedo.
—Y yo te amo desde el momento en que supe que eras una mujer terca, honesta… y maravillosamente insoportable —respondió riendo.
Le di un golpecito en el brazo.
—¡Insoportable tú!
—Sí, pero tu insoportable favorito —replicó antes de besarme.
Fue un beso suave, sin prisa, lleno de ternura y calma. Un beso que no necesitaba promesas, porque ya todo estaba dicho.
Pasaron los meses, y nuestra vida empezó a tomar ritmo. Brenda crecía rápido, y cada día era una nueva aventura: sus primeras sonrisas, sus balbuceos, y ese llanto poderoso que podía despertar hasta a los muertos.
Demetri había vuelto al trabajo, aunque todavía usaba la silla de ruedas. Pero eso no lo detenía; lo conocía demasiado bien para saber que si algo se le metía en la cabeza, lo hacía, aunque tuviera que arrastrarse con tal de lograrlo.
Yo, por mi parte, disfrutaba de ser madre. Nunca creí que cambiar pañales a las tres de la mañana o cantar canciones inventadas al azar me hiciera tan feliz.
Hasta que, un día, el destino decidió recordarnos que la paz no es eterna.
Era una mañana tranquila en la mansión. Brenda dormía, Tomasa preparaba el desayuno, y yo revisaba unos correos cuando escuché la voz de Antonella desde el pasillo:
—Regina… no te alarmes, pero… Kennia está aquí.
Sentí cómo se me revolvía el estómago.
—¿Qué? ¿Qué hace esa mujer aquí?
Antonella se encogió de hombros.
—Dice que necesita hablar con Demetri. Urgente.
Yo juré que si en ese momento tenía una sartén a mano, la usaba.
Me quedé en el pasillo, escuchando desde lejos. Kennia había entrado con su pancita enorme y una cara de mártir que parecía salida de una telenovela mala.
—Demetri —dijo ella, casi llorando—, no es justo que me hayas dejado sola en este proceso. Estoy a punto de dar a luz y tú ni siquiera te has preocupado por mí. Lo único que haces es esquivarme.
Demetri respiró profundo.
—Kennia, ya te lo he dicho. No tengo la certeza de que ese niño sea mío. Cuando nazca, haremos una prueba de ADN.
Kennia abrió los ojos como platos, ofendida.
—¿Prueba de ADN? ¿En serio, Demetri? Eso es injusto. Yo sé perfectamente quién es el padre de mi hijo.
—¿De verdad? —dijo él con sarcasmo—. Porque, si mal no recuerdo, tú misma confesaste que me drogaste. Así que disculpa si no me da por confiar en ti.
—¡Eso fue un error! —gritó ella.
—Sí —replicó él con voz firme—, y uno que casi destruye mi matrimonio. Así que si esperas que confíe otra vez en ti, olvídalo. No lo haré jamás.
Yo, desde el pasillo, casi aplaudo. Si no fuera porque Verónica me había dicho que mantuviera la compostura, probablemente habría entrado con un aplauso lento y sarcástico.
Kennia, viendo que no ganaba nada, cambió el tono.
—Solo quiero que estés presente cuando nazca. No por mí, sino por el bebé.
—Cuando nazca —repitió Demetri—, estaré ahí. Pero no esperes nada más.
Ella lo miró unos segundos más, con esa mezcla de furia y derrota, y luego se marchó sin decir palabra.
Cuando la puerta se cerró, entré en la sala.
—¿Y? —le dije, cruzándome de brazos— ¿Se fue tu fan número uno?
Demetri soltó una pequeña risa.
—Sí, y espero que no vuelva más.
—No lo creo —repliqué—. Esa mujer es como el herpes emocional: aparece justo cuando uno empieza a sentirse bien.
Él soltó una carcajada.
—Eres terrible, Regina.
—Y tú me amas así —le dije, dándole un beso rápido.
Nos quedamos un rato en silencio, mirando por la ventana hacia el jardín donde Brenda dormía bajo una sombrilla. Todo estaba en calma otra vez.
Demetri tomó mi mano.
—¿Sabes? A veces pienso en todo lo que pasamos… y me parece increíble que sigamos aquí.
—Yo también —le dije sonriendo—. Pero quizás ese era el punto: sobrevivir a todo, incluso a Kennia.
Él me miró con ternura.
—Y lo hicimos.
Lo abracé fuerte, sintiendo su respiración cerca de mi cuello. Y mientras lo hacía, comprendí algo: no existía fórmula mágica ni final perfecto. Solo dos personas que, pese a los golpes, los celos y los errores, habían decidido quedarse juntas.
Y esa noche, mientras la luna brillaba otra vez sobre la mansión y Brenda balbuceaba su propio idioma, entendí que el amor no siempre es un cuento de hadas.
Un mes había pasado desde aquel día en que todo volvió a tener sentido. La casa se había llenado de risas, de pañales, de olor a talco y de gritos míos cuando intentaba cambiar a Brenda sin que se me escapara el pañal por tercera vez consecutiva.
Brenda, mi bebé preciosa, era una mezcla perfecta entre Demetri y yo —aunque yo juraba que había heredado mis pestañas y su terquedad—. Todos en la mansión estaban encantados con ella. Lauro no dejaba de repetir que era la nieta más linda del mundo, y Tomasa ya la consentía como si fuera una muñeca viviente.
Pero aquel día, algo se sentía distinto. El ambiente estaba… tenso. Desde temprano, Demetri había salido en su silla de ruedas con un semblante serio. No me dijo a dónde iba, solo me dio un beso en la frente y me pidió que no me preocupara.
Y claro, ¿qué fue lo primero que hice?
Exacto: preocuparme.
—No me gusta cuando pone esa cara de hombre misterioso con pasado turbio —le dije a Antonella mientras alimentaba a Brenda.
—Debe ser algo importante —me respondió sin despegar la mirada del biberón—. Pero si no te lo dijo, debe ser porque no quiere alterarte.
—¡Alterarme yo! —dije en tono ofendido, aunque tenía el corazón en la garganta—. Si solo me altero cuando él hace cosas sin contarme, o cuando Kennia aparece, o cuando el café se me enfría, o cuando… ok, sí, me altero con facilidad.
Fue entonces cuando sonó el teléfono de la casa. Tomasa corrió a contestar, y unos segundos después entró al salón con los ojos bien abiertos.
—Doña Regina… —me dijo en voz baja—. Es el hospital. Dicen que don Demetri está allá.
Sentí un escalofrío recorrerme el cuerpo.
No esperé explicaciones. Dejé a Brenda con Antonella, tomé las llaves del auto (porque ahora sí, después del susto del choque, manejo con responsabilidad y sin dramas… bueno, casi) y salí disparada hacia el hospital.
El camino fue eterno. Todo el trayecto tuve las manos sudando sobre el volante, y mi mente solo repetía una cosa: que no sea nada malo, que no sea nada malo.
Cuando llegué al hospital y vi a uno de los guardias abrirme la puerta con una sonrisa tranquila, me calmé un poco.
—¿El señor Demetri Tovar? —pregunté sin aliento.
—Está en el tercer piso, sala de maternidad —me respondió.
—¿Maternidad? —repetí confundida.
El guardia solo asintió.
Ahí supe que algo se venía.
Subí corriendo, y cuando llegué frente a la sala, lo vi: Demetri, en su silla de ruedas, frente a una ventana de vidrio, observando a través del cristal a un pequeño bebé envuelto en una manta azul.
Me quedé quieta. No sabía si gritar, llorar o lanzarle una chancla simbólica.
Me acerqué despacio.
—¿Qué haces aquí, Demetri? —pregunté en voz baja, aunque ya intuía la respuesta.
Él no apartó la mirada del bebé.
—Kennia… —dijo con voz neutra—. Dio a luz.
Sentí una punzada en el pecho, no de celos, sino de impotencia.
—¿Y… es tuyo? —pregunté con un hilo de voz.
Él respiró hondo y finalmente me miró.
—Eso vine a averiguar —respondió.
Justo en ese momento, la puerta del pasillo se abrió y apareció