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4836 Words
Apenas Verónica desapareció de nuestra vista, sentí que mis hombros volvían a su lugar. —Necesito aire —le dije a Demetri, y él asintió, dirigiendo su silla hacia el despacho. Una vez allí, cerré la puerta con suavidad, me dejé caer en el sofá y exhalé como si acabara de correr un maratón. —Siento un alivio enorme al saber que todo no pasó a mayores —dije llevándome una mano al pecho—. Por un momento pensé que me tocaría criar al hijo de Verónica por culpa. Demetri sonrió apenas. —No te preocupes, ya todo está bien —dijo con esa calma que solo él tiene después del caos. Lo miré y sentí una mezcla de ternura y culpa. —Gracias por defenderme… en todo momento. De verdad. Él me sostuvo la mirada, y su voz se volvió más firme. —Eres mi mujer, Regina. Siempre voy a defenderte de quien sea. No sé si fue el tono o la manera en que lo dijo, pero mi corazón hizo un doble salto mortal. Me acerqué lentamente, me senté sobre sus piernas y, sin pensarlo demasiado, lo besé. Un beso suave, corto, pero lleno de esa conexión que solo aparece cuando el mundo afuera está en llamas y uno decide quedarse en el incendio. Demetri sonrió contra mis labios. —Por cierto —dijo, con esa voz suya que mezcla ternura con negocios—, esta noche debo ir a una cena de trabajo en casa de Kennia. Rodé los ojos al instante. —Ay, no me gusta la actitud de esa mujer. Tiene cara de que si pudiera, me haría vudú con mis propias extensiones. Él soltó una carcajada. —No te preocupes, después de lo que ella me hizo, no tengo intenciones de hacer negocios con ella. La cena es con su padre, no con ella. Así que no tienes de qué preocuparte. —Bueno, eso ya suena mejor —le dije, aliviada. Luego me levanté y le alisé el cuello de la camisa—. Yo aprovecharé para visitar a mis padres, así que te veo en la noche. Demetri asintió, me tomó la mano y la llevó hasta su boca, dejando un beso suave. —Cuídate —susurró, antes de acariciar mi vientre con ternura. Y por un segundo, olvidé todas las alergias, los gritos y las Verónicas del mundo. Solo quedamos él, yo… y la promesa silenciosa de lo que venía. Punto de vista de Demetri. Cuando cayó la noche, llegué a la mansión de los Wilson. Kennia fue quien me abrió la puerta, con esa sonrisa que parece venir con manual de instrucciones incluido. —Buenas noches —le dije, con toda la educación posible—. Estoy aquí porque tengo una reunión con su padre. —Claro, sígueme —respondió ella, con un tono tan meloso que casi me dio diabetes. Deslicé mi silla de ruedas tras ella, por ese pasillo exageradamente largo, como si quisieran presumir cada cuadro caro que colgaba de las paredes. Finalmente, llegamos al despacho. El señor Wilson, un hombre de aspecto serio, se levantó de inmediato para saludarme. —Demetri, qué gusto verte —dijo, extendiéndome la mano. —El gusto es mío —respondí, estrechándola. —Les traeré algo de tomar —anunció Kennia, y salió con paso lento y sonrisa medida. Mientras tanto, su padre y yo comenzamos a hablar de negocios: contratos, porcentajes, futuras inversiones, todo marchando con esa precisión aburrida pero necesaria. Después de un buen rato, la puerta se abrió y Kennia entró con una bandeja en las manos. —Aquí tienen —dijo con su sonrisa diplomática—. Algo para acompañar la conversación. Nos entregó las copas y se marchó sin decir más. Continuamos hablando por casi una hora, hasta que cerramos el trato con un apretón de manos. —Fue un placer, Demetri —me dijo el señor Wilson. —El placer fue mío —respondí, listo para irme y volver a casa. Pero claro, el universo no iba a dejarme ir tan fácil. Justo cuando estaba por cruzar la puerta principal, Kennia apareció de la nada, como si hubiera estado esperándome agazapada detrás de una columna. —Demetri, espera, necesito hablar contigo —dijo. —No tenemos nada de qué hablar —contesté, ya cansado de su voz empalagosa. —Sí tenemos —insistió—. Quiero disculparme por cómo me comporté con Regina. No debí pedirle que se fuera aquella vez. —Tienes razón —dije con firmeza—. Te portaste muy mal con mi esposa. —Lo sé —dijo bajando la mirada, y por un momento pensé que hablaba en serio. Pero justo cuando iba a responderle, una sensación extraña me recorrió el cuerpo. Me sentí mareado, con la vista nublada. —¿Qué… qué me pasa? —pregunté, llevándome una mano a la frente—. Me siento un poco… mareado. —Tranquilo —dijo ella, poniéndose detrás de mi silla—. Te llevaré a una habitación para que descanses un momento. —No —intenté decirle—. Quiero irme a mi casa… Pero ella no me escuchó, o más bien, no quiso escucharme. Sentí cómo empujaba mi silla con determinación, guiándome por el pasillo hasta una habitación de visitas. Apenas podía mantener los ojos abiertos, y antes de darme cuenta, me había pasado de la silla a la cama. —¿Qué… haces? —logré preguntar, sintiendo cómo el cansancio me pesaba más que el cuerpo. —Shh… tranquila, solo te estoy ayudando —susurró ella, inclinándose sobre mí mientras desabrochaba mi camisa con una calma escalofriante—. Para dejar de sentirte así, necesitas relajarte… y nada relaja más que estar con una mujer. La miré con los ojos entrecerrados, incrédulo, sin saber si reír, gritar o rezar. Perfecto, pensé. Justo lo que me faltaba: terminar mi noche de negocios convertido en el protagonista involuntario de un intento de telenovela barata. Desperté con la cabeza dándome vueltas y la boca más seca que desierto sin cactus. No sabía ni dónde estaba hasta que vi aquel espantoso cuadro de una mujer desnuda con un lirio en la cabeza colgado frente a mí. Fue ahí cuando recordé… Kennia. Y lo peor: estábamos en su habitación. —¿Qué… qué pasó? —pregunté con la voz más ronca de mi historial. Ella se giró despacio, envuelta en la sábana, con esa sonrisa suya de “te lo advertí” que daba ganas de mudarse a otro continente. —Lo único que pasó fue lo que siempre pasa entre un hombre y una mujer —respondió con descaro. Sentí que la sangre me bajaba al estómago y no precisamente de la forma romántica. —¿Qué te hice? —alcancé a decir, todavía en shock. —No me hiciste nada —replicó con tranquilidad irritante—. Ambos lo deseábamos. Solté una carcajada vacía, de esas que salen cuando uno está a punto de colapsar. —Eso no es cierto. Yo no te deseo a ti, Kennia. Ella se sentó de golpe, dramatizando como si estuviera en una telenovela de las malas. —Entonces, ¿qué haces aquí? ¡Lárgate de mi casa si solo sabes ofenderme! Yo no dije nada. Solo respiré hondo, giré las piernas con cuidado y pasé a mi silla de ruedas. La conocía tan bien que podía vestirme con una mano y cerrar la camisa con la otra sin verla siquiera. Cada movimiento era automático, sin emoción. Cuando terminé, me encaminé hacia la puerta, sin mirar atrás. Salí de esa mansión con el corazón hecho trizas y la mente hecha puré. Subí al auto adaptado, cerré la puerta con un golpe seco y descargué mi frustración en el volante. —¡Idiota! —grité, dándole otro golpe más fuerte—. ¡Te odio! ¡Te odio por lo que hiciste! Respiré profundo. Otra vez. Y otra. Pero la rabia no bajaba. Encendí el motor y conduje de regreso a la mansión. Las luces de la ciudad se mezclaban con los recuerdos que ya quería arrancarme del cerebro. Cuando por fin llegué, el silencio me dio la bienvenida como un castigo. Entré al ascensor, subí hasta mi habitación y, al abrir la puerta, ahí estaba ella: Regina. Dormía tranquila, envuelta en las sábanas, con el rostro sereno y esa paz que yo acababa de perder. Me acerqué despacio, sin hacer ruido, y susurré lo único que me salió del alma: —¿Cómo podría decirte que te acabo de engañar? A la mañana siguiente me levanté con la cabeza dándome vueltas, la conciencia gritándome en Dolby Surround y el cuerpo recordándome que no solo había cometido un error, sino el error. Me arreglé como pude, evitando mirarme al espejo demasiado tiempo, porque sinceramente no quería hacer contacto visual con el idiota que me devolvía la mirada. Bajé al comedor fingiendo normalidad. Regina estaba ahí, radiante, con ese brillo en los ojos que solo tienen las mujeres embarazadas… y las que confían ciegamente en su marido. Y ahí estaba yo, sonriéndole como si no acabara de hacer una estupidez monumental. —Buenos días, amor —me dijo, toda dulce, mientras me daba un beso. —Buenos días, mi cielo —respondí, intentando sonar relajado, aunque tenía el estómago revuelto—. Se me pegaron un poco las sábanas hoy. —Por eso no te desperté —dijo ella con ternura—. Te veías tan tranquilo… y eso en ti ya es casi un milagro. Solté una risa floja, porque no sabía qué más hacer. Ni siquiera toqué el café, porque me conocía, y si lo tomaba probablemente iba a escupir la culpa junto con la cafeína. —No voy a desayunar, tengo que irme —dije de golpe, buscando la excusa perfecta para escapar de esa mirada que me hacía sentir como el peor ser humano de la historia. Le di un beso rápido, bajé la mirada y me marché. Me deslicé en la silla tan rápido que creo que dejé una estela de humo detrás de mí. Treinta minutos después ya estaba en la oficina. Bueno, en la oficina de Fabricio, porque no podía ni pensar en entrar a la mía. Toqué la puerta con el alma… pero el cuerpo decidió no hacerlo. Entré sin avisar. —Necesito hablar contigo —le solté, sin respiración. Fabricio levantó la vista del escritorio, alarmado. —¿Qué pasa? Tienes una cara de funeral… Me deslicé hasta la ventana, necesitando aire, aunque estuviera cerrada. —Anoche… —tragué saliva— me acosté con Kennia. Silencio. El tipo parpadeó dos veces, como si hubiera procesado mal las palabras. —¿Qué hiciste qué? —Lo que escuchaste —dije con un nudo en el estómago—. Pero estoy seguro de que me puso algo en la bebida. Lo sé, suena a excusa barata, pero juro que esa mujer tenía algo en los ojos… algo que brillaba como “pócima casera con efecto inmediato”. Fabricio se pasó la mano por la cara. —Demetri, estás en un tremendo problema. —No necesito que me lo recuerdes, gracias —le respondí, con la voz cargada de culpa. —¿Y Regina? —preguntó con ese tono que mezclaba preocupación y chisme—. —No puede saberlo. Está embarazada… ya tiene demasiadas cosas encima. Si se entera, la destruyo. Fabricio suspiró. —Entonces no digas nada. Por el bien de ella, y del bebé. Guárdalo y haz lo correcto de ahora en adelante. Me quedé callado, mirando por la ventana. Él tenía razón. Era lo más lógico, lo más sensato… lo más cobarde también. —Sí —dije finalmente—, tienes razón. Pero por dentro solo podía pensar una cosa: ¿cómo se supone que voy a mirarla a los ojos ahora sin que vea en mí al imbécil que la traicionó? Puño de vista de Regina. Llevábamos ya cinco meses de embarazo, y la cena familiar estaba en pleno apogeo: Martina y Fabricio se sentaban cerca, riendo de cosas que solo ellos entendían, y yo apenas podía moverme sin sentir que mi barriga se convertía en protagonista absoluta de la noche. Demetri estaba a mi lado, sonriente, deslizándose suavemente en su silla de ruedas, y me susurró: —Me encanta ver a toda la familia reunida. —Yo pienso exactamente lo mismo —dijo Saiddy, dándome una sonrisa cómplice que me hizo sentir que sí, que todo estaba en su lugar. Y entonces, como si el universo decidiera añadir drama a nuestra perfecta velada, irrumpió Kennia. —Lamento interrumpir la cena familiar —dijo con esa voz que podía ser dulce o un puñetazo en la cara, según el ángulo. Demetri se giró hacia ella y luego me miró, buscando algún tipo de señal de calma, mientras Fabricio fruncía el ceño, claramente listo para intervenir. Me levanté de mi silla, tratando de aparentar autoridad y serenidad, aunque el instinto me gritaba “prepárate para pelear”. —¿Qué quiere? —pregunté, con el tono más cortante que pude reunir. —Quiero hablar con Demetri —contestó Kennia, firme. —No tiene nada que hablar con mi esposo —solté, cruzándome de brazos y sintiendo que mi paciencia estaba empezando a hervir. —Creo que sí tenemos mucho de qué hablar —replicó ella, con esa calma irritante que solo Kennia maneja tan bien. Fabricio se acercó, poniendo una mano en su hombro y otra en el mío, como si quisiera mediar entre la diplomacia y la guerra. —Si va a hablar de negocios, hágalo conmigo —le dijo a Kennia—. Demetri está con su familia y no puede atenderla ahora. Pero Kennia no se movió. Se acercó a la mesa y, con esa teatralidad que tanto la caracteriza, dijo: —Tengo algo que decirles a todos, porque a todos les compete lo que tengo que hablar con Demetri. Antonella la miró como si hubiera perdido la cabeza. —¿De qué rayos está hablando? —preguntó, incrédula. —Demetri sabe algo al respecto —dijo Kennia, inclinándose un poco hacia él—, aunque no sabe todo. Mi paciencia se evaporó. —Si va a decir algo, ¡dígalo ya! —exclamé, sin poder disimular mi enojo. Kennia respiró profundo, puso las manos sobre la mesa y soltó la bomba: —Estoy embarazada. Me quedé helada. Parpadeé un par de veces, intentando procesar el impacto. —¿Y por qué debería importarle a Demetri esa noticia? —pregunté, incapaz de disimular el sarcasmo que se me escapaba. —Debe importarle porque… él es el padre —dijo ella, como si eso lo resolviera todo. Me eché a reír, no por diversión, sino por lo absurdo de la situación. —Eso no es cierto —dije entre dientes, negando con la cabeza. Kennia no se inmutó. Dio un paso adelante, colocándose justo frente a Demetri mientras él permanecía sentado, en silencio, en su silla de ruedas, sin decir una sola palabra. —Parece que tendré un tercer hijo —anunció, con esa sonrisa que podía matar o hipnotizar—. Y eso es maravilloso. Me acerqué a Demetri, agachándome a su altura para que me escuchara bien, con el ceño fruncido y la paciencia a punto de explotar. —Demetri —dije, apretando los dientes—. Haz que esa mujer salga de la mansión. Kennia, con su sonrisa insoportable, cruzó los brazos y me respondió: —Pero ahora yo pertenezco a la familia, así que tengo que ser parte. Verónica, que estaba cerca, soltó un bufido y me lanzó una mirada que decía “aunque me cueste, tienes razón”. —Eso no puede ser cierto —dijo—. Debes reconocer que Demetri ama a Regina. No dudé ni un segundo. Tomé a Kennia del brazo con firmeza y le dije: —Ahora mismo te vas, y no levantes falsos. Ella se rió como si le acabara de contar el chiste más divertido del mundo. —Déjame en paz —dijo—. Mejor dile a Demetri por qué insiste en que mi hijo es suyo. Me giré hacia él, buscando alguna señal de defensa, y le pregunté: —¿Por qué no dices nada? Kennia aprovechó para soltar su bomba: —Si no dice nada es porque hace dos meses tuvimos una noche de pasión, después de la reunión con mi padre. Sentí que el mundo se me caía encima. —¡Eso es mentira! —grité, sin poder controlar el temblor en mi voz. —Tengo casi dos meses de embarazo —replicó ella, sin pestañear—. Y solo estuve con él. Mire a Demetri, buscando la verdad en sus ojos. —¿Es cierto? —pregunté, con la voz rota. —Sí —dijo él, con la calma que me enfureció aún más. No pude contenerme. Le di una bofetada que resonó en todo el jardín. —¡Lo último que esperaba era que me hubieras engañado! —Todo tiene una explicación —intentó decir él, con esa voz que usualmente derrite mi corazón. —No quiero escuchar ninguna explicación —lo interrumpí, la rabia consumiéndome. Demetri respiró hondo y, con firmeza, dijo: —Kennia, vete. Y a todos los demás, aléjense de esto. No se metan en mis asuntos ni en los de mi esposa. Uno por uno, la familia se fue del jardín, dejando un silencio pesado solo entre los dos. Lo miré, la decepción marcada en mi rostro. —No esperaba esto de ti —dije, con un hilo de voz. —No sabía lo que hacía… no podía saberlo realmente —respondió él, con sinceridad, aunque esa sinceridad no aliviaba nada. —Ahora sí —dije, dándole la espalda—, me voy a divorciar de ti. Y con eso, me marché del jardín, dejándolo solo con su culpa y sus silencios. Con las manos temblando, me subí al auto como quien sube a una montaña rusa sin cinturón —porque ya no había vuelta atrás— y arranqué con más fuerza que sentido. Las lágrimas me nublaban la vista; repetía en voz baja, a modo de mantra y entre sollozos, que no podía ser, que todo era un horrible y grotesco malentendido que una bofetada no arreglaba, que mi barriga, mi bebé, mi vida… se estaban desmoronando en pedazos pequeños y grises. Conducía como quien va siguiendo un mapa dibujado por alguien borracho: perdía el carril, recuperaba el control, miraba el espejo y veía a la mujer que había sido prometida y esposa y ahora solo era un manojo de dudas. De repente, una curva traicionera apareció como una broma de mal gusto: frené, giré el volante más de la cuenta, y el coche decidió que era buen momento para conversar con un árbol. El golpe fue seco, y en un segundo la radio dejó de contar chistes y todo quedó en un silencio que pesaba toneladas. Quedé atascada entre el volante y la realidad. El aire olía a goma quemada y a orgullo hecho trizas. Intenté abrir la puerta, pero estaba pegada; intenté gritar, pero la garganta se me había hecho un nudo de espaguetis. Mi voz salió rasposa al fin: “¡Ayuda! ¡Por favor, ayuda!”. No sé si fue suerte o desgracia, pero en cuestión de minutos alguien apareció entre la maleza —un señor con cara de vecino héroe de novela— y me habló con calma como si yo fuera la protagonista de una película de los domingos. Me sacaron del coche con delicadeza y con más comandos que ternura; me cubrieron con una manta que olía a hospital y a desinfectante, mientras yo solo tenía una preocupación clavada en la garganta como una espina: el bebé. Grité con todas las fuerzas que me quedaban: “¡Salven a mi bebé! ¡Por favor, salven a mi bebé!”. Recuerdo luces rojas y azules, voces que se volvían ecos, manos que me sujetaban, y una camilla que parecía una balsa en medio de un mar de pánico. En la ambulancia todo fue un torbellino: preguntas, máscaras, promesas murmuradas de “lo atenderemos”, y yo agarrada a la idea de que mi pequeño, esa pequeña sorpresa que llevaba adentro, tenía que seguir ahí conmigo. Y luego, como si mi cuerpo no pudiera más con la rabia, la vergüenza y el miedo juntos, dejé de sentir las manos que me sujetaban, dejé de oír las órdenes y la sirena —y el mundo se fue a n***o mientras mi último pensamiento afilado fue una súplica: “No me dejen sola… no dejen a mi bebé…” Abrí los ojos con un dolor que parecía reclamarme por cada movimiento que hacía. La luz del hospital me golpeaba suavemente, pero yo solo podía concentrarme en la sensación de que cada músculo de mi cuerpo había decidido declararse en huelga. Parpadeé varias veces y vi rostros conocidos: mi madre Tomasa con esa mirada que mezcla preocupación y desaprobación, mi padre Lauro con su ceño fruncido típico, y Martina que me miraba como si yo fuera una bomba a punto de estallar. —¿Cómo estás, hija? —preguntó mi madre con voz temblorosa pero firme. —Me siento… adolorida —logré decir entre suspiros—. Pero lo que de verdad quiero saber es cómo está mi bebé. Tomasa me tomó la mano con fuerza y me miró con ojos cargados de miedo. —Está en riesgo, hija. Podríamos perderlo… pero con los tratamientos adecuados, hay esperanza de salvarlo. Sentí que el mundo se me venía encima y, entre lágrimas y culpa, no pude evitar culparme a mí misma. —Si muere… será culpa mía. Porque no dejé que saliéramos de la mansión, porque dejé que mi cabeza pensara más en… en otras cosas que en este embarazo. Martina me apretó la mano con suavidad y me dijo: —No te eches la culpa, Regina. Después de lo que pasó, entiendo cómo actuaste. Antes de que pudiera responder, la puerta se abrió y ahí estaba él: Demetri, deslizándose en su silla de ruedas como si el mundo dependiera de que él estuviera ahí. —No quiero verlo —logré decir con voz débil pero firme—. Él me miró con ojos llenos de preocupación y dijo: —Estaba muy preocupado por ti… y por nuestro bebé. Mi pecho se contrajo de ira y miedo a la vez: —Gracias a ti, el bebé puede estar en peligro de morir… y no quiero verte. —Debemos hablar y aclarar todo —insistió él con paciencia. Mi padre, Lauro, se interpuso, con la voz firme y corta: —Es mejor que te marches, Demetri. Solo le estás haciendo daño a mi hija. —Solo quiero explicarle a mi esposa lo que está pasando —respondió él con suavidad, como intentando no romperse frente a nosotros. Lauro no dijo nada, solo abrió la puerta y con una última mirada severa le pidió que se marchara. Con un suspiro pesado y resignado, Demetri giró su silla y salió, dejándome con el corazón latiendo a mil y el cuerpo adolorido, mientras trataba de calmar las emociones que me querían devorar. No pude evitar que las lágrimas rodaran por mis mejillas mientras me recostaba en la almohada del hospital. Martina, siempre tan práctica y directa, me tomó de la mano y me dijo con firmeza: —Regina, tienes que calmarte… por el bien del bebé. —No entiendo… —susurré entre sollozos—. ¿Por qué Demetri me engañó? Siempre me ha demostrado que me ama… Lauro me dio una mirada que mezclaba tristeza y autoridad: —Es mejor que descanses, hija. Asentí lentamente, dejando que el cansancio y la culpa me envolvieran, pensando solo en mi bebé. Respiré profundo y me prometí calmarme, por lo menos por él. Pasaron unos días y finalmente me dieron de alta. Mi madre insistió: —Debes irte con nosotros, Regina. Como tus padres, vamos a cuidarte bien. —No lo haré —dije firme, aunque con el corazón temblando—. Me iré sola, a mi antiguo departamento. Lauro me miró con una mezcla de resignación y comprensión: —Mejor no insistas en discutirlo, hija. Sabemos que no te irás y que estás mejor en tu espacio. —Gracias, papá, por entenderme —le respondí, sintiendo un pequeño alivio. Después de una hora, me dejaron en mi departamento y cerré la puerta detrás de mí, quedándome sola por primera vez en días, con el silencio abrazándome como una manta. Pasaron otros días, y las llamadas de Demetri seguían sin respuesta de mi parte. Cuando finalmente se presentó en el departamento, ni siquiera lo recibí. Así transcurrieron dos meses. Ahora, con siete meses de embarazo, decidí que era hora de enfrentar la situación. Fui a la oficina de Demetri, y al cruzarme con Martina, ella me sonrió y dijo: —Me alegra que hayas salido de casa. —Quiero ver a Demetri —respondí sin titubear. —Él está ocupado —me dijo, pero yo no escuché excusas. Ignorando sus advertencias, me dirigí directamente a la oficina. Entré sin tocar la puerta y allí estaba él: deslizándose en su silla de ruedas, sonriéndome con esa mezcla de sorpresa y alivio. —No esperaba verte —dijo—, pero me alegra que por fin me hayas buscado. Tomé aire, endureciendo mi voz y mi expresión: —Para lo único que te busqué es para que firmes el divorcio… porque ya no quiero estar contigo. Respiré hondo, tratando de contener la rabia y la frustración que me quemaban por dentro, y le dije con firmeza: —No quiero estar contigo, Demetri. —Mi voz temblaba un poco, pero mis ojos estaban fijos en él. Él me miró, y por un instante sentí que podía derretirme, pero su siguiente frase me congeló: —No puedes firmar el divorcio, Regina… vamos a tener un hijo. Le solté un bufido que casi se escuchó por toda la oficina. —¿Un hijo? ¡También tú tendrás un hijo con Kennia! —dije, levantando las manos con desesperación—. No estoy dispuesta a perdonar tu engaño, Demetri. Me miró con esa mezcla de culpa y ternura que tanto me desesperaba, y dijo: —Perdóname… yo no hice nada estando en mis cinco sentidos. Me eché a reír, sin poder evitarlo, y fue un poco sarcástica: —¡Qué estupidez dices! —Te estoy diciendo la verdad —insistió él, acercándose un poco más, aunque yo mantuve la distancia. —Es mejor que nos separemos —dije firme—. Nunca debimos ser una pareja real, ni casarnos. La culpa es tuya por llegar a la boda y no hacerme caso cuando te dije que no podía confiar en ti… y ahora resulta que eso se cumplió: me engañaste y tendrás un hijo con otra. Sus ojos se llenaron de tristeza, pero dijo con voz baja y firme: —Mi cielo, yo te amo más de lo que imaginas… daría mi vida por ti. —Eso debiste pensarlo antes de engañarme —le respondí, apretando los puños—. —No estoy dispuesto a firmar el divorcio —me replicó, con esa determinación que tanto me irritaba. —Si me amas tanto como dices, entonces deberías hacerlo —le lancé, con toda la indignación y la decepción que hervía dentro de mí. —¿Ves? —me dijo Demetri, con esa mirada intensa que me hacía querer tirarle algo—. Por eso no te dejo ir… porque te amo. Lo miré, y por primera vez en meses, sentí que podía explotar de frustración. —Si realmente me hubieses amado, no me habrías lastimado como lo hiciste —le dije, clavándole la mirada con toda la fuerza de mi indignación. —Nos amamos, Regina… —respondió, y mi estómago se revolvió a pesar de todo—. No podemos separarnos. Te pediré perdón todos los días por aquel error, y te lo demostraré a garrasfar. —¡Ya no quiero oírlo más! —dije, girándome para irme, decidida a poner fin a la conversación y a la tortura emocional. Justo cuando mi mano tocó la manecilla de la puerta, esta se abrió de golpe y Kennia entró, con esa emoción exagerada que siempre la caracterizaba. —¡Demetri, tendremos un varón! —gritó, con los ojos brillando. Al verme, se detuvo en seco, sorprendida: —No sabía que estabas en la oficina… Demetri frunció el ceño y le dijo con firmeza: —Vete, Kennia… déjame con Regina. Yo respiré hondo, tratando de mantener la calma, y le respondí con voz firme: —La única que debe irse soy yo. Tú y ella deben celebrar que tendrán un varón. Sin esperar respuesta, me giré y salí de la oficina, sintiendo que cada paso me devolvía un poco de la dignidad que pensaba había perdido.
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