Había pasado un mes desde aquella escena en la oficina.
Un mes entero en el que mi cama se convirtió en mi mejor amiga, el refrigerador en mi confidente y las series románticas en mi tortura diaria.
No quería salir, no quería hablar con nadie, y mucho menos quería ver a ningún hombre que respirara el mismo oxígeno que yo.
Pero claro, la vida tiene un sentido del humor muy particular: justo cuando una quiere desaparecer, aparece la cita médica que no se puede posponer.
Así que, con una desgana monumental y el mismo moño deshecho de los últimos días, fui hasta el hospital. Me sentía como un fantasma arrastrando los pies por los pasillos, hasta que llegué al consultorio.
La doctora me sonrió con esa energía que solo tienen las personas que duermen ocho horas diarias y comen ensaladas por placer.
—Todo está en orden, Regina —me dijo mientras observaba el ultrasonido—. El bebé está creciendo bien y está muy saludable.
—Gracias, doctora —respondí con una sonrisa débil pero sincera—. Me alegra mucho oír eso.
Salí del consultorio sosteniendo el papel del ultrasonido como si fuera un trofeo. Sin embargo, apenas crucé el pasillo, alguien chocó conmigo. El susto fue tan grande que casi lanzo una maldición bíblica. El papel se me cayó de las manos, y cuando me agaché a recogerlo, una voz masculina —bastante agradable, por cierto— se me adelantó.
—Disculpe, fue mi culpa —dijo el hombre, entregándome el ultrasonido.
Levanté la vista y me encontré con un par de ojos azules que parecían tener luz propia. El tipo tenía bata blanca, una sonrisa encantadora y una expresión de “acabo de ver un milagro”.
—No se preocupe, doctor… —dije, algo nerviosa.
—Eduardo. Eduardo Fobles —se presentó extendiéndome la mano.
—Regina —respondí, tomando la suya.
Él se quedó viéndome unos segundos más de lo que sería socialmente aceptable. Casi podía escuchar el clic de su cerebro procesando mi cara.
—Fue un gusto conocerla, doctor —dije, intentando romper el silencio.
—El gusto es mío, Regina —contestó con una sonrisa amable—. Y felicidades por su embarazo. Según el ultrasonido… ya tiene tres meses, ¿verdad?
—Sí —respondí sonriendo con algo de ternura—. Estoy feliz de saber que seré madre.
—Si necesita algo, cualquier cosa, puede llamarme —dijo, sacando una tarjeta del bolsillo y entregándomela con un gesto elegante.
—Gracias, doctor Fobles —respondí, guardándola en mi bolso.
Me marché antes de que siguiera hipnotizándome con esos ojos de revista médica. Sin embargo, apenas doblé hacia el siguiente pasillo, sentí cómo el corazón se me cayó al suelo.
Ahí estaban.
Demetri y Verónica.
Él tenía al bebé en las piernas, y ella le daba de comer con una ternura que dolía ver. Era una escena tan perfecta que parecía salida de una película de esas que una ve con un litro de helado y un Kleenex.
Respiré hondo y me dije a mí misma que no podía interponerme en la felicidad del hombre que amaba… aunque también estuviera esperando un hijo suyo.
Intenté pasar desapercibida, pero mi suerte tenía otros planes.
—¡Regina! —exclamó Verónica, con esa voz que parecía salida de un comercial de pañales.
Me detuve y la miré con una sonrisa forzada.
—Tampoco esperaba verlos por aquí. Espero que todo esté bien con Steve.
—Sí, solo vinimos al chequeo con el pediatra —respondió ella, acomodándose el cabello.
—Me alegra oírlo —dije con educación, antes de girarme y salir de ahí como si me persiguiera un enjambre de abejas.
Ya casi llegando al parqueo, escuché una voz que me detuvo en seco.
—Hace dos meses que no te veo.
Me giré. Demetri estaba ahí, con las manos en los bolsillos y esa mirada que siempre me desarmaba.
—Igual yo a ti —respondí, intentando mantener la compostura.
—¿Cómo has estado? —preguntó con tono más suave.
—Bien —dije, sonriendo sin mirarlo directamente—. Pero si me disculpas, tengo que irme.
No esperé su respuesta. Simplemente seguí caminando, dejando atrás al hombre que amaba… y al padre del hijo que crecía dentro de mí.
Dos días después, decidí hacer algo que ni yo misma creí capaz de hacer: volver a la empresa de Demetri. No por nostalgia, ni por m********o (aunque podría debatirse), sino porque ya tenía los papeles del divorcio listos y quería cerrar ese capítulo de mi vida de una vez por todas.
Al llegar, lo primero que vi fue una escena que parecía salida de una telenovela con presupuesto alto: Demetri saliendo de la oficina con Verónica y el bebé. Él llevaba a Steve en brazos, mientras Verónica sonreía como si el universo entero girara a su favor. Y yo, por supuesto, con el instinto maternal a flor de piel y el corazón en huelga.
Demetri me vio y se mostró tan sorprendido que por un segundo pensé que había visto un fantasma.
—Regina —dijo, con ese tono que usaba cuando no sabía si abrazarme o correr.
—Disculpa por interrumpirte —le dije, acercándome con una sonrisa diplomática—, pero necesito hablar contigo a solas.
Él asintió sin pensarlo mucho. —Claro. Vamos a mi oficina.
Mientras caminaba hacia la puerta, escuché que le decía a Verónica:
—Espérame un momento, no tardo.
Entró detrás de mí y cerró la puerta con ese silencio incómodo que anticipa una conversación importante.
—¿Qué pasa, Regina? —preguntó, cruzándose de brazos.
Saqué los documentos de mi bolso y los puse sobre su escritorio.
—Ya tengo los papeles del divorcio listos. Solo falta tu firma.
Lo vi quedarse helado por unos segundos, como si no procesara lo que acababa de oír.
—No esperaba esto —dijo finalmente.
—Es lo mejor para ambos —respondí, con la voz lo más firme que pude.
Demetri tomó los documentos y empezó a leerlos con el ceño fruncido.
—Nada de lo que está aquí es justo —dijo al cabo de un momento—. No estás pidiendo nada, y como mi esposa, te corresponde una parte.
—No quiero nada de ti —contesté sin titubear—. Solo quiero que firmes y pueda olvidarme de ti.
Él me miró con una mezcla de molestia y preocupación.
—Insisto en darte lo que te corresponde. Es lo justo.
—¡Lo único que debería interesarte es que serás un hombre libre! —repliqué, perdiendo la paciencia.
Demetri suspiró, visiblemente frustrado.
—Estamos separados por tu insistencia en irte de mi lado.
—El problema —le respondí, conteniendo las ganas de lanzar el bolso por la ventana— es que tú no ves lo que yo veo.
—¿Y qué se supone que es eso que yo no veo? —preguntó, arqueando una ceja.
—Que tú amas a Verónica —le solté sin rodeos—. Y eso no puedes negarlo.
Demetri se rió con sarcasmo.
—Estás actuando como una inmadura, Regina.
—No es cierto. Pero si estoy equivocada, dímelo. Dime que me amas a mí y no a ella.
Él me miró fijamente, sin decir una sola palabra.
—No pienso discutir eso contigo —respondió finalmente.
—Claro que no —dije con una sonrisa amarga—, porque sabes que tengo razón.
Demetri cerró los documentos y los dejó sobre el escritorio.
—Me quedaré con ellos para revisarlos más a fondo. Luego te los enviaré a tu departamento.
No dije nada más. Simplemente tomé aire, giré sobre mis talones y salí de la oficina.
Apenas crucé la puerta, choqué de frente con Verónica.
—¡Ten más cuidado! —me dijo, fingiendo sorpresa.
—La única que debería tener más cuidado eres tú —le respondí con calma, aunque por dentro me hervía la sangre.
—Por favor —replicó con una sonrisa arrogante—, solo estás celosa porque Demetri me ha preferido a mí antes que a ti.
—Lo que digas, Verónica. Créeme, lo que tú opines me tiene sin cuidado.
—¿Ah sí? —dijo, inclinándose un poco hacia mí—. Pues yo solo veo a una mujer sufriendo muchísimo por el amor de un hombre que me pertenece.
No respondí. No valía la pena. Simplemente seguí mi camino, con la dignidad tambaleando pero aún de pie.
Cuando llegué al parqueo, ya no pude contenerme más. Las lágrimas me salieron sin pedir permiso, y la decepción me cayó encima como una ola.
Fue entonces cuando apareció Fabricio.
—¿Regina? —dijo, acercándose con evidente preocupación—. ¿Cómo estás?
Me limpié las lágrimas con la mano más rápido de lo que pude.
—Bien… estoy bien.
—No parece —respondió, mirándome con esa expresión de quien ya sabe la verdad.
—He tenido días mejores —dije, intentando sonreír.
—Si hay algo en lo que pueda ayudarte, solo tienes que decírmelo.
—Gracias, Fabricio —le respondí con voz temblorosa—, pero nadie puede ayudarme.
No sé si era el destino o una mala jugada del universo, pero justo cuando pensé que podría tomar un respiro, la vida volvió a hacerme un giro de telenovela.
Había decidido irme del país por unos días. Nada drástico —solo despejar la mente, reorganizar ideas, fingir que no tenía un corazón partido en dos. Llegué a mi departamento, tomé una pequeña maleta y empecé a guardar lo esencial: ropa cómoda, pasaporte, y la poca dignidad que me quedaba.
Antes de salir, le mandé un mensaje a Martina:
“Me voy unos días fuera del país, necesito pensar.”
No pasó ni un minuto cuando llegó su respuesta:
“¡No hagas eso! No puedes irte, Regina.”
Sonreí con resignación. Si algo tenía Martina era un máster en no estar de acuerdo conmigo.
“Es lo mejor”, le escribí.
Y como era de esperarse, volvió a responder:
“No, no lo es.”
Esta vez no contesté. Porque sabía que, aunque la quería con el alma, no me dejaría tranquila hasta verme encadenada a la mansión otra vez.
A la mañana siguiente estaba en el aeropuerto, sentada con mis audífonos puestos, mirando el tablero de vuelos como si en alguna de esas ciudades me esperara la paz mental. Mi vuelo salía en menos de una hora. Ya casi podía saborear la libertad cuando lo vi.
Una silueta conocida, una silla de ruedas, y un rostro que —aunque quisiera— no podía borrar de mi memoria.
—¿Demetri? —pregunté levantándome de golpe, como si hubiera visto un fantasma—. ¿Qué haces aquí?
Él se acercó con esa calma que solo él podía tener incluso en medio del caos.
—Martina me dijo que te irías unos días fuera del país.
—Ah, claro… —crucé los brazos—. Supuse que venías a entregarme los papeles del divorcio firmados.
Él negó despacio, con esa sonrisa que siempre me desarma.
—No. Vine a acabar con todo lo que nos separa.
—¿Y eso qué significa? —pregunté arqueando una ceja, aunque el corazón me latía como si corriera una maratón.
—Que si te di tu espacio fue porque creí que lo necesitabas, pero ya veo que las cosas se están yendo demasiado lejos —dijo, mirándome con una mezcla de reproche y ternura.
—No, Demetri —le respondí—. Solo está pasando lo que debió pasar.
—No —repitió, negando con firmeza—. No puedo dejar que te vayas. No puedo estar un día más sin ti.
Me reí con incredulidad. —Eso no es cierto.
—Sí lo es. Te amo, Regina. Desde mucho antes de todo esto. No estoy con Verónica, y lo único que me une a ella es Steve.
—Pero siempre va a estar en medio —dije, tratando de mantener la compostura.
Demetri tomó mi mano, y sentí que mi corazón se rendía.
—Te estoy diciendo la verdad. No pondría ni siquiera a mi hijo por encima de ti… y mucho menos a Verónica.
—Yo vi cómo disfrutabas estar con ella —le dije, bajando la mirada.
—Disfruto estar con mi hijo, no con ella —me respondió con firmeza—. Es hora de dejar atrás todo eso que nos separa.
Me senté, sintiendo que las piernas no me sostenían, y lo miré fijamente.
—No quiero sufrir, Demetri. No quiero que un día te des cuenta que no me amas y termines dejándome.
Él se acercó en su silla, alzó una mano y acarició mi rostro con una suavidad que me desarmó.
—Mi cielo… yo no te dejaré. No lo haré, jamás lo haré. Y de hecho… no pensaba firmar el divorcio.
—¿Estás bromeando? —pregunté entre asombro y risa nerviosa.
—No bromearía con algo tan delicado —dijo, tan serio, que supe que hablaba en serio.
No aguanté más. Lo abracé con fuerza, escondiendo el rostro en su hombro.
—Yo también te amo, muchísimo.
—Eres mi vida, Regina —susurró—. No puedo estar lejos de ti. Quiero que regreses conmigo, a la mansión.
—También quiero estar contigo —le respondí, y esta vez no hubo duda ni miedo, solo una certeza.
Él sonrió. —Entonces vámonos, olvida ese viaje.
Me levanté, tomé su mano y, sin mirar atrás, nos marchamos del aeropuerto juntos.
Después de casi una hora de camino, finalmente llegamos a la mansión. Apenas cruzamos la puerta principal, todos en la sala se quedaron mirándonos como si hubiesen visto un fantasma. Literalmente, hasta el perro se detuvo en seco y me miró con cara de “¿tú otra vez aquí?”.
—Qué gusto verla, señora Regina —dijo Saiddy con una sonrisa tan grande que hasta me dio ternura—. Espero que sea para quedarse esta vez.
—Eso mismo espero yo —respondí sonriendo.
Antonella fue la primera en abalanzarse hacia mí, casi me deja sin aire con ese abrazo.
—¡Te extrañé muchísimo! —exclamó.
—Yo también las extrañé —dije acariciándole el cabello—. Y tranquila, esta vez regresé para no irme.
Demetri sonrió con ese aire de suficiencia que tanto le gusta.
—Finalmente, mi esposa entró en razón.
—Tarde, pero seguro —le respondí con un guiño.
—Vamos arriba, mi amor. Así dejas tu maleta —dijo mientras señalaba el ascensor.
Subimos juntos. Él manejaba su silla con esa elegancia que lo caracteriza, y yo iba a su lado sosteniendo mi maleta, sintiendo una mezcla de nostalgia y alivio. Cuando llegamos a la habitación, Demetri me miró con dulzura.
—El lugar de tus cosas aún te estaba esperando.
—Entonces no las haré esperar más —le dije riendo mientras empezaba a guardar todo.
Pero antes, decidí cambiarme de ropa. Me quité la blusa sin pensar demasiado, cuando de pronto sentí su mirada fija sobre mí. Me giré y vi cómo se acercaba lentamente en su silla. Su rostro cambió de expresión, como si acabara de descubrir un secreto.
—¿Regina… eso es un embarazo? —preguntó, tocando con suavidad mi vientre.
—Sí —le respondí con una sonrisa temblorosa—. Tengo tres meses. Ese era el regalo que tenía para darte en nuestro aniversario… pero pasó tanto que nunca lo hice.
Por un momento, él se quedó en silencio. Después, sus ojos se llenaron de brillo y su voz se quebró ligeramente.
—El pasado no importa, mi cielo. Saber que estás embarazada me hace el hombre más feliz de la tierra.
Me senté en sus piernas, rodeándolo con mis brazos.
—Y yo soy la mujer más feliz, porque ahora sé que me amas de verdad.
—Te amo, Regina —susurró antes de besarme con ternura.
—Y yo a ti —le respondí con el corazón latiendo a mil por hora.
Al caer la noche, todos estábamos reunidos en el comedor disfrutando de la cena, cuando la puerta principal se abrió de golpe. Verónica apareció con Steve en brazos. Genial. Justo lo que faltaba para ponerle drama al postre.
—¿Le pasa algo a Steve? —preguntó Demetri preocupado.
—No, no pasa nada —respondió ella con voz dulce, casi fingida—. Solo vine porque él debe despedirse de ti. Nos iremos fuera del país.
Yo levanté una ceja.
—¿Cómo que irse? —preguntó Demetri.
—El departamento donde vivía fue vendido, y sin trabajo no puedo costear uno nuevo. Prefiero irme y empezar de cero —dijo con cara de víctima profesional.
—No quiero alejarme de mi hijo —respondió Demetri.
—Eso pasaría solo si no me dejas quedarme con Steve aquí, en la mansión, hasta estabilizarme —respondió ella con una mirada de “a ver si picas”.
Demetri respiró hondo.
—Te compraré un departamento para que estés cerca, no necesitas quedarte aquí.
Verónica fingió sorpresa.
—Te lo agradezco, pero llevar y traer al bebé me sale costoso. Es mejor irme y cuando puedas, vienes a visitarlo.
Yo, que ya me veía venir la manipulación, decidí intervenir.
—Amor, déjala quedarse un tiempo. Sé que quieres estar cerca de tu hijo —dije intentando sonar razonable, aunque por dentro quería lanzarle el puré de papas.
Verónica me miró con su mejor sonrisa hipócrita.
—Gracias, Regina. Solo serán unos meses hasta que me recupere.
—No tienes nada que agradecer —le respondí con una sonrisa igual de falsa—. Lo hago por el bebé, pero espero que te mantengas lejos de mí y de mi esposo.
Ella soltó una risita nerviosa.
—Así será.
Demetri asintió.
—Organizaré una habitación para que te quedes con Steve.
—Gracias, Demetri —dijo ella con esa voz que me saca urticaria.
Una hora después, justo cuando ya estaba en pijama, alguien tocó la puerta. Fui yo quien abrió, y allí estaba Verónica, con cara de preocupación.
—¿Qué quieres? —le pregunté sin moverme del umbral.
—Steve está llamando a su padre como loco y no se duerme. Solo quería ver si puede ir a calmarlo.
Desde adentro, escuché la voz de Demetri.
—Voy enseguida.
Verónica asintió y se marchó.
—Regreso en unos minutos, mi amor —me dijo él mientras salía de la habitación.
Apenas Demetri salió de la habitación, cerré la puerta y me recosté en la cama, mirando al techo con una ceja levantada. No sé por qué, pero tenía la sospecha —bueno, no, la certeza— de que Verónica había inventado todo ese drama del “Steve no se duerme” solo para tener a Demetri cerca. Esa mujer era capaz de fingir una pesadilla del bebé con tal de verlo aparecer en pijama.
Suspiré, rodé los ojos y murmuré para mí misma:
—Claro, la estrategia de “mi hijo te necesita”. Qué creativa.
Pasaron unos veinte minutos y, justo cuando ya pensaba que Steve debía estar escribiendo una novela con tanto desvelo, la puerta se abrió.
—Ya se quedó dormido —dijo Demetri con una sonrisa cansada pero dulce.
Le sonreí.
—Eres un buen padre —le dije sinceramente.
Él se pasó de su silla de ruedas a la cama con la habilidad que solo él tenía, y se acomodó a mi lado, suspirando como quien por fin encuentra paz.
—Ser padre me ha llenado de felicidad —dijo mirándome con ternura.
—Lo he notado —respondí, apoyando mi cabeza en su hombro.
—Pero ahora soy más feliz —añadió él en voz baja—. Saber que tendré un bebé contigo me completa por dentro.
Su mano se deslizó con cuidado hasta mi vientre, y luego sentí sus labios rozar mi piel con un beso suave, cálido, lleno de amor.
En ese instante, mientras él acariciaba mi vientre con tanto cuidado, supe que no importaba lo que Verónica intentara —ni sus lágrimas fingidas ni sus excusas de madre mártir—, porque al final del día, Demetri y yo ya estábamos en el mismo lugar… y en el mismo corazón.
Desayunar en el jardín siempre tenía un encanto especial, sobre todo cuando el sol apenas comenzaba a acariciar las hojas y el aire traía ese aroma fresco de la mañana. Demetri y yo llegamos y, como siempre, tomamos asiento juntos. Él acomodó mi silla de ruedas a su lado, y yo sonreí al sentir cómo me rodeaba esa sensación de tranquilidad que solo él sabía darme.
No pasó mucho tiempo antes de que Verónica apareciera, y en un movimiento casi teatral, me lanzó a Steve directo a los brazos de Demetri. Yo no pude evitar soltar un “¡ay, Dios!” entre risas y un poco de horror, mientras Demetri, con su paciencia infinita, lo atrapaba sin problema.
—A propósito de tener a mi hijo en brazos —dijo él con esa sonrisa que derrite hasta a los de piedra—, quiero anunciarles algo: Regina está embarazada. ¡Ya tiene tres meses!
Mi corazón se aceleró, pero no pude evitar sonreír ante la reacción de todos. Antonella tomó mi mano sin siquiera levantarse de su silla y me dijo:
—¡Muchísimas felicidades!
Saiddy, por su parte, no pudo ocultar su alegría y agregó con emoción:
—¡Voy a ser abuela feliz!
—Ese bebé será apoyado por todos —dijo Antonella, apretando mi mano con cariño—.
Incluso Verónica, con su típica sonrisa diplomática, comentó:
—Felicidades. Después de todo, los hijos son siempre una bendición.
Yo sonreí ampliamente y respondí:
—Muchas gracias a todos por sus buenos deseos, de verdad los aprecio mucho.
Saiddy aprovechó para decirnos que ella y Antonella nos dejarían unos días porque tenían un viaje pautado desde hace mucho tiempo.
—Así es —confirmó Antonella—, no podemos posponerlo.
Demetri, siempre atento, intervino:
—Cualquier cosa que necesiten, solo háganmelo saber.
Antonella negó con la cabeza:
—No necesitamos nada. El chofer nos llevará al aeropuerto.
Yo suspiré y les dije con sinceridad:
—Las voy a extrañar, pero espero que tengan un buen viaje y lo disfruten al máximo.
Las horas pasaron rápido y, en un abrir y cerrar de ojos, Demetri se marchó a la oficina, dejándonos a Verónica y a mí en la mansión. Yo trataba a toda costa de evadirla; cada vez que ella aparecía en un pasillo, yo giraba con una excusa rápida, como si esquivarla fuera un deporte olímpico.
Pero de repente, me interceptó con una sonrisa inocente y me preguntó:
—¿Puedes quedarte un momento con Steve? Tengo que salir.
Asentí sin problemas, disimulando la sorpresa y la incomodidad:
—Claro, no hay problema.
Me entregó a Steve y, mientras ella se marchaba, sentí la extraña mezcla de responsabilidad y ternura que me daba sostener a ese pequeño ser en mis brazos.
—Es la primera vez que te cargo, pequeño —susurré—. Realmente te pareces mucho a tu padre.
Steve se acomodó en mi regazo y comenzó a jugar con sus carritos, concentrado en su mundo diminuto. En eso, una de las empleadas se acercó y me ofreció un puñado de nueces. Tomé un poco, y con cuidado le di algunas a Steve, como si fueran un tesoro.
Pero unos minutos después, noté que su piel se tornaba rojiza y que le costaba respirar. Mi corazón dio un vuelco. Sin pensarlo, lo tomé rápidamente en mis brazos y grité al chofer:
—¡Enciende el auto, rápido! ¡Al hospital, ya!
Llegamos al hospital en cuestión de diez minutos, y todo fue un torbellino: médicos corriendo, enfermeras ajustando monitores, y yo con Steve en brazos, desesperada. No podía dejar de mirarlo, cada respiración era un recordatorio de lo frágil que era.
—¿Qué pasó? —la voz de Demetri me llegó al instante, y casi me hice un nudo en la garganta al girarme hacia él—.
—Le di un poco de nueces —dije, tartamudeando— y… y empezó a ponerse rojo y casi no podía respirar.
Demetri abrió la boca para responder, pero justo en ese momento apareció Verónica, con su rostro pálido y los ojos llenos de alarma:
—¡Es alérgico a las nueces!
Mi corazón se hundió aún más.
—¡No sabía nada! —exclamé, sacudiendo la cabeza—. No tenía idea de que fuera alérgico.
Verónica frunció el ceño, con un tono que quemaba:
—¡Solo te pedí que lo cuidaras un momento y casi matas a mi hijo!
—¡Basta! —interrumpió Demetri con firmeza, acercándose a mí y colocando una mano sobre mi hombro—. Regina no tiene la culpa de nada. Ni yo mismo sabía que Steve era alérgico.
Verónica me lanzó una mirada cortante:
—Está más que claro que no sabrás ser una buena madre, ni sabes cuidar a un niño.
—¡Basta! —Demetri se volvió hacia ella, con un tono que no admitía discusión—. Deja de insultar a tu esposa. No tiene la culpa de nada, y además, no estaba obligada a cuidar de Steve; solo le estaba haciendo un favor.
Suspiré, tratando de recuperar el aire que me faltaba, y le dije a Demetri:
—Jamás le haría daño a un bebé, y mucho menos al hijo de mi esposo. Si le di esas nueces, fue por completo desconocimiento.
Demetri me miró con esos ojos que me conocían mejor que nadie, y suavemente dijo:
—No tienes que dar explicaciones, Regina. Yo te conozco más que nadie. Mejor vayamos a tomar asiento mientras esperamos noticias de nuestro hijo.
Una hora después, el doctor finalmente salió de la sala con esa expresión de “todo está bajo control” que uno solo ve en las películas. Yo me levanté tan rápido que casi derribo la silla, y Demetri me tomó del brazo para evitar que me lanzara encima del pobre hombre.
—El niño está bien —anunció con voz calmada—. Su alergia está controlada. Pero por favor, no lo olviden: deben mantenerlo alejado de las nueces a toda costa.
Yo solté un suspiro tan fuerte que casi me mareo. Sentí las piernas temblarme del alivio, aunque Verónica, claro, no podía dejar pasar la oportunidad de dar su “toque maternal”.
—No se preocupe, doctor —dijo con una sonrisa que podría cortar vidrio—, sé muy bien de quién tengo que alejar a mi hijo.
Tragué saliva. Por un instante pensé en responderle con mi mejor sonrisa de “señora elegante que no se rebaja a discutir”, pero Demetri me apretó la mano, y preferí mantener la compostura… aunque en mi cabeza la estaba ahorcando con una bolsa de nueces.
El doctor, ajeno al drama, simplemente asintió y agregó:
—Pueden llevarse a Steve a casa. Está fuera de peligro.
Y ahí fue cuando sentí que podía respirar otra vez. Aunque, siendo sincera, después de aquel susto, juré solemnemente que nunca más tocaría una nuez. Ni siquiera en un helado.
El camino de regreso a la mansión fue tan silencioso que hasta el chofer parecía contener la respiración. Nadie dijo ni una palabra; solo se escuchaba el sonido del motor y los pensamientos asesinos que, probablemente, Verónica tenía hacia mí.
Apenas cruzamos la puerta, ella giró hacia mí con esa mirada suya que podía derretir acero.
—Quiero que estés lejos de mi hijo —soltó sin rodeos, como si yo fuera un virus mortal con tacones.
Yo ni siquiera tuve tiempo de quitarme el abrigo.
—Nunca me he acercado a tu hijo, Verónica —respondí, cruzándome de brazos—. Y si lo hice hoy fue porque tú misma me pediste que lo cuidara.
Ella arqueó una ceja, como si mi lógica no le interesara en lo absoluto.
—No me importa, no quiero que lo vuelvas a tocar.
Demetri, que hasta ese momento había intentado mantener la calma, dio un paso adelante en su silla.
—Ya basta, Verónica. Deja de estar reclamándole a Regina, porque ella no tuvo la culpa de nada.
—¿Y desde cuándo la defiendes tanto? —le replicó ella con un tono venenoso—. Se supone que eres su esposo, no su defensor.
Demetri la miró con una tranquilidad que solo él podía tener cuando estaba a punto de soltar algo demoledor.
—Soy más que su esposo —dijo con voz firme—. Soy su defensor ante quien sea.
Y ahí sí… no pude evitar sonreír. Porque por primera vez en todo el día, alguien había puesto a Verónica en su lugar.