La noche había caído con esa elegancia que solo tienen los aniversarios que prometen ser perfectos. El restaurante estaba lleno, las luces eran cálidas, y mi madre y Antonella conversaban animadas cuando vi entrar a Demetri junto a Fabricio.
Traía en las manos un enorme ramo de flores rojas, de esos que hacen que todo el mundo voltee a mirar… y lo peor, con razón.
—Feliz aniversario, mi cielo —dijo, entregándome las flores con una sonrisa de esas que podrían hacerme olvidar hasta mi propio nombre.
—Muchísimas gracias —le respondí con ternura, dándole un beso corto pero lleno de emoción.
Él tomó el lugar vacío a mi lado, justo junto a mi silla de ruedas, y con su toque habitual de dramatismo sacó una cajita larga de su saco.
—Y todavía tengo otro regalo para ti —anunció, con esa voz suya que mezcla seguridad y picardía.
—No debiste molestarte —dije sonriendo, aunque por dentro ya tenía curiosidad.
—¿Cómo es posible que teniendo dinero no le regale nada a mi esposa? —replicó, provocando la risa de todos en la mesa.
—Eso sí es cierto —dijo Antonella entre risas.
Abrí la cajita y casi se me escapó un suspiro. Dentro había un fino collar con una piedra de diamante que brillaba como si tuviera vida propia. Lo miré conmovida y le di un beso más largo que el primero.
—Te amo más de lo que te imaginas —le susurré.
Demetri me ayudó a ponérmelo y cuando la piedra tocó mi cuello, él sonrió. —Te queda hermoso.
—Gracias —le dije bajito—. Ahora es mi turno de darte tu regalo de aniversario.
Estaba a punto de sacar la pequeña caja que había guardado en mi bolso cuando una voz tan inoportuna como conocida se escuchó detrás de nosotros.
—Lamento interrumpirlos.
El corazón se me detuvo un segundo. Giré la cabeza y ahí estaba ella. Verónica. Perfectamente maquillada, perfectamente fuera de lugar.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Demetri con el ceño fruncido.
—No puedo seguir ocultándolo más —respondió ella con un tono de mártir que me revolvió el estómago.
—¿Seguir ocultando qué? —preguntó él, ya visiblemente molesto.
Entonces, alguien se acercó y le entregó un niño. Un niño de unos dos años y medio, con rizos oscuros y ojos grandes.
—No puedo seguir ocultando que tenemos un hijo —dijo Verónica, mirándolo directo a los ojos.
El silencio fue tan espeso que casi podía cortarse con un cuchillo.
—¿Cómo puede ser eso cierto? —intervino Saiddy, claramente asombrada—. ¡Tú te fuiste y nadie volvió a saber de ti!
—Fue por inmadurez —respondió Verónica, bajando la mirada en un acto perfectamente ensayado.
Demetri se pasó la mano por el rostro. —No puedes volver después de tanto tiempo y decir ahora que tenemos un hijo.
—Lo lamento —dijo ella, con voz temblorosa—. Pero Steve es tu hijo y merece llevar el apellido de su padre.
Me levanté de mi silla, sentí el impulso antes de pensarlo siquiera. —¿Y cómo pueden creerle?
—Estoy dispuesta a hacerme una prueba de ADN —replicó Verónica, erguida como si me estuviera desafiando.
—Por supuesto que se harán las pruebas —respondió Demetri con voz firme—, y si es mi hijo, me haré cargo.
—Te veré mañana a primera hora en el hospital —dijo Verónica antes de marcharse sin mirar atrás.
El silencio volvió a apoderarse de la mesa. Ni los cubiertos se movían.
—Creo que será mejor que Antonella y yo nos vayamos —dijo Saiddy con una sonrisa tensa.
—Yo también me voy con ustedes —dije, sin mirarlo.
Demetri no intentó detenerme. Ni una palabra.
Cuando llegamos a la mansión, subí directo a mi habitación. Apenas cerré la puerta, las lágrimas que había estado conteniendo me ganaron la batalla.
—Estoy destinada a no ser completamente feliz… —murmuré para mí misma—. Siempre aparece algo. O alguien.
Pocos minutos después, la puerta se abrió y apareció Demetri.
—Lamento mucho que nuestra celebración se haya arruinado —dijo con voz suave.
—No podemos echar el tiempo atrás —le respondí, limpiándome el rostro.
—No esperaba una revelación como esa —añadió él—, pero mañana saldremos de dudas con la prueba de ADN.
—¿Y qué harás si realmente es tu hijo? —pregunté, con un hilo de voz.
—Si es mi hijo, lo natural es que lleve mi apellido y conviva conmigo —respondió con serenidad.
—Eso quiere decir que tendrás que estar cerca de ella —dije con un tono que no logré disimular.
—Voy a estar con mi hijo en esta mansión —respondió, mirándome a los ojos—, donde tú, mi esposa, también estás.
Tomó mi mano con suavidad. —Todo estará bien, Regina. Nada de esto va a separarnos.
—Eso espero —susurré, intentando creerle.
A la mañana siguiente, antes de las ocho, ya estábamos en el hospital. Verónica nos esperaba en la sala con el niño en brazos.
—Estoy lista —dijo Demetri—. ¿Qué hay que hacer?
—Debe ir con la chica de recepción y firmar el consentimiento —respondió ella con voz tranquila.
Mientras él se alejaba, Verónica se acercó a mí, y en su rostro se dibujó una sonrisa venenosa.
—Siempre estaré atada a Demetri —me dijo—. Soy su sombra, y tú tendrás que acostumbrarte.
—Si crees que vas a destruir mi matrimonio, estás muy equivocada —le contesté, sin apartar la vista.
—Eso está por verse —replicó ella—. Tengo la ventaja de tener un hijo suyo.
—Aún no saben si es hijo de él —le recordé con calma.
—Estoy segura que lo es —dijo ella, acariciando el cabello del niño—, y pronto eso me convertirá en la favorita de la familia.
Me reí despacio. —Eres una tonta, Verónica.
En ese momento, Demetri volvió y dijo con voz seca: —Háganles los análisis a ambos.
Veinte minutos después, todo había terminado. La enfermera nos informó que los resultados estarían listos en dos días.
—Yo mismo los retiraré —dijo Demetri, serio.
Al salir del hospital, en el área del parqueo, Verónica se giró hacia él. —¿No quieres cargar al bebé?
—Prefiero no hacerlo aún —respondió él con frialdad.
—En dos días nos veremos a la misma hora para conocer los resultados —dijo ella, con una sonrisa que me hizo hervir la sangre—. Aunque, sinceramente, yo ya los conozco.
La vi alejarse con su hijo y solté un suspiro. —Parece que realmente está segura de que el bebé es tuyo.
Demetri asintió, mirando hacia el horizonte. —A mí también me asombra su seguridad… pero prefiero salir de dudas antes de creer en fantasmas del pasado.
Dos días después, ahí estábamos de nuevo, en el mismo hospital, con el mismo aire tenso y esa sensación incómoda que te da cuando estás a punto de enterarte de algo que puede cambiarte la vida. Una enfermera salió del laboratorio con un sobre en la mano y se lo entregó directamente a Demetri.
Yo no respiré durante esos segundos. Él rompió el sello del sobre con cierta ansiedad, como si dentro estuviera escondido un boleto a la felicidad… o al desastre.
Lo vi leer en silencio, sus ojos recorriendo cada línea con detenimiento. Mi corazón latía tan fuerte que juraría que hasta Verónica lo escuchaba. Finalmente, él exhaló con fuerza y habló:
—Steve… es mi hijo.
Verónica sonrió con ese aire de superioridad que me daban ganas de empujarla al pasillo. —Te lo dije, Demetri. Siempre supe que eres el padre.
—Soy padre… —repitió él, todavía incrédulo—. No lo puedo creer.
Verónica se inclinó hacia él, poniéndose a su altura mientras sostenía la manita del niño. —Estoy feliz de que nuestro hijo vaya a estar con su padre.
Yo asentí, sin poder evitar que mi voz sonara más fría de lo que pretendía. —Felicidades.
Demetri volteó a verme. En su mirada había algo que no era orgullo ni alegría, sino una culpa suave, una tristeza compartida que ninguno de los dos quiso nombrar.
Luego se volvió hacia Verónica. —Lleva a Steve a la mansión. Estaré todo el día ahí, esperándolos.
—Por supuesto —respondió ella, con una sonrisa triunfal antes de marcharse.
Cuando se alejó con el niño en brazos, el silencio se apoderó del pasillo.
—Felicidades —repetí otra vez, con una sonrisa tan débil que apenas si existía.
Demetri me tomó de la mano y dijo despacio, como si temiera que las palabras se deshicieran en el aire:
—Esto no nos va a separar, Regina. Jamás lo hará.
—Eso espero —respondí, aunque en el fondo no sabía si se lo decía a él… o a mí misma.
Cuando llegamos a la mansión, el ambiente parecía cargado de electricidad. Antonella y Saiddy estaban en la sala, de pie, como si esperaran la llegada de un jurado con un veredicto importante. Apenas nos vieron, sus rostros se llenaron de expectativa.
—¿Y bien? —preguntó Antonella, mordiéndose una uña, que claramente ya había sufrido bastante estrés.
Demetri suspiró y dijo con calma, aunque se le notaba un leve temblor en la voz—: Soy el padre de ese niño… de Steve.
Antonella se quedó en silencio unos segundos, luego dijo—: No sé si felicitarte o darte el pésame.
—Un hijo siempre es una bendición —intervino Saiddy, con su tono sereno de madre sabia—. No importa cómo lleguen, los hijos son motivo de celebración.
Demetri asintió—: En eso tienes razón. No sé por qué, pero saber que soy padre me da… felicidad. —Sonrió apenas, y en ese instante sentí una punzada en el pecho que no supe disimular.
—Los hijos dan felicidad —dije, intentando que mi voz sonara firme, aunque por dentro me temblaba todo.
Sin decir nada más, me di la vuelta y caminé hacia el jardín. Necesitaba aire, espacio y silencio. El cielo estaba nublado, como si compartiera mi estado de ánimo. Me senté en uno de los bancos y respiré profundo, tratando de no pensar demasiado.
Escuché pasos detrás de mí. Era Demetri, claro. No me sorprendió cuando se sentó a mi lado.
—Perdóname por lo que dije ahí dentro —susurró, mirándome con culpa.
—No te preocupes —respondí, con una sonrisa débil—. Después de todo, entiendo que eso te haga feliz.
Él me tomó la mano con suavidad. —Te amo, Regina. Y nada, absolutamente nada, va a separarnos.
Asentí, mirando hacia el jardín, tratando de creerle… aunque en el fondo, algo me decía que esa historia apenas estaba empezando.
La tarde cayó con un aire distinto, de esos que anuncian caos disfrazado de alegría. Yo lo sentí apenas escuché el chillido de los frenos de un auto en la entrada.
No tuve ni que asomarme para saber que la tormenta tenía nombre: Verónica. Y no venía sola. Venía con un bebé.
—¡Ay, por fin llegaron! —gritó Saiddy corriendo hacia la puerta como si la esperara desde hacía siglos.
Antonella, que rara vez se emocionaba por algo que no fuera el último chisme de la revista social, salió detrás de ella dando saltitos de entusiasmo.
—¡Un bebé en la mansión! ¡Por fin alguien que ponga esto patas arriba! —exclamó Saiddy, y casi se le cae la bandeja de galletas que llevaba.
—Sí, ya hacía falta un poquito de caos en esta casa —agregó Antonella sonriendo de oreja a oreja—. ¡Ay, pero míralo! ¡Qué cosita tan linda!
Me acerqué con la sonrisa educada que siempre me ponía cuando no sabía cómo sentirme. Y ahí estaba él, el pequeño Steve, con unos cachetitos redondos y una mirada curiosa. Era adorable, no podía negarlo.
—Es muy bonito —dije, y fue lo único que se me ocurrió.
Verónica me miró con esa sonrisa triunfante que solo las ex con confianza en sí mismas saben usar.
—Se parece a su padre —dijo sin parpadear.
Y justo entonces, como si el destino tuviera un sentido del humor retorcido, Demetri apareció desde el fondo del pasillo, avanzando en su silla de ruedas con esa calma que solo él tenía.
—Así que por fin llegaste con el bebé —dijo con una sonrisa tenue.
Verónica se acercó y, sin pensarlo mucho, le colocó al pequeño Steve en las piernas.
—Aquí lo tienes —dijo, y yo juro que escuché cómo el aire se volvía más denso en la habitación.
Demetri miró al bebé como si acabara de descubrir el sentido de la vida.
—Es un niño muy hermoso —murmuró, y el silencio que siguió me dolió un poquito más de lo que quería admitir.
—A Steve le encanta estar al aire libre —añadió Verónica, rompiendo la tensión con un tono casual—. Podríamos llevarlo al jardín, ¿te parece?
—Claro, vamos —respondió Demetri sin pensarlo.
Y allá fueron todos: Saiddy corriendo como si fuera una niñera emocionada, Antonella grabando videos, Verónica cargando al bebé y Demetri riendo. Yo los seguí unos pasos atrás, solo para confirmar lo que ya sospechaba: parecían una familia perfecta.
Demetri jugaba con el niño, le hacía caritas, y Verónica reía con esa risa contagiosa que antes a mí me encantaba y ahora me sonaba como una alarma.
Los miré, y por primera vez sentí que tal vez el universo estaba tratando de decirme algo. Quizás ellos sí debieron estar juntos desde el principio.
Antonella se me acercó por detrás y, con ese tono de sinceridad brutal que la caracterizaba, me susurró:
—Lamento mucho que tengas que ver esto, Regina, pero… no podemos ocultar la felicidad de ellos.
Tragué saliva, fingiendo serenidad.
—Lo entiendo, no te preocupes —dije sonriendo, aunque sentí que la sonrisa me pesaba como una piedra.
—Eres muy comprensiva —agregó Antonella, casi como si quisiera consolarme.
—Quizás debería irme —le dije, más para mí que para ella—. Tal vez lo mejor sea apartarme de la vida de Demetri… dejar que sea feliz con Verónica. Aunque no quiera reconocerlo, se ven bien juntos. Y felices… con el bebé.
No esperé su respuesta. Simplemente me giré, respiré hondo y caminé hacia mi habitación, mientras las risas en el jardín se quedaban flotando detrás de mí como un eco que no me quería soltar.
Esa noche no hubo luna, ni música, ni ganas de fingir. Entré a mi habitación y lo primero que hice fue mirar la maleta en el rincón. Esa pobre maleta que había jurado no volver a usar, ahí estaba, esperándome como si supiera que mi dignidad tenía horario de salida.
La abrí con una determinación que dolía. Fui guardando algunas cosas sin orden ni lógica: un par de vestidos, mi cepillo favorito, los papeles del matrimonio (irónico, lo sé) y una foto nuestra que al final volví a sacar, porque una cosa es ser valiente y otra torturarse sola.
En el escritorio dejé una nota. La escribí con mi mejor letra, como si eso hiciera menos triste el contenido:
“Demetri, es mejor que nos separemos. No por falta de amor, sino porque hay situaciones que el amor no puede resolver. Cuida de tu hijo. Él te necesita más que yo.”
Doblé el papel, lo dejé sobre la almohada y respiré hondo. No quería mirar atrás, pero lo hice igual. La mansión estaba silenciosa, como si incluso las paredes supieran que me iba. Bajé las escaleras despacio, intentando no hacer ruido. Ni Saiddy, ni Antonella, ni nadie. Perfecto. Cerré la puerta con cuidado y me marché sin decirle nada a nadie.
Volver a mi antiguo departamento fue como viajar en el tiempo, pero a una versión más pobre y con menos esperanza. Todo seguía igual: el sofá cojo, la planta medio muerta, el olor a humedad. Dejé la maleta en el suelo y me senté frente a la ventana.
—Es lo mejor —murmuré, intentando convencerme—. Un hijo debe estar con sus padres… aunque esos padres no sean tú.
Y justo cuando el drama ya estaba a punto de alcanzar nivel telenovela venezolana, sonó mi móvil. Lo miré. Demetri.
No contesté.
Porque si lo hacía, sabía que me derretiría como mantequilla al sol.
La mañana siguiente me despertó un golpe seco en la puerta. Pensé que era el cartero, o peor, Saiddy con un tupper de comida y reproches. Pero no.
Abrí la puerta y ahí estaba Demetri, con el ceño fruncido y los ojos más encendidos que una alarma de incendio.
Entró deslizando su silla de ruedas sin siquiera pedir permiso.
—¿Qué te ha pasado, Regina? —me preguntó con una mezcla de preocupación y enojo.
—Decidí divorciarme de ti —le solté, sin anestesia.
—¿Qué? ¡Eso es una locura! —replicó, elevando la voz.
—No lo es —respondí con una serenidad que ni yo me creía.
—Solo estás haciendo esto porque estás celosa —dijo, mirándome fijamente—. Y no tienes por qué estarlo.
—No estoy celosa, Demetri —dije cruzándome de brazos—. Solo pienso que es mejor para el bebé si sus padres están juntos.
—Jamás volvería con Verónica —replicó sin dudar.
—Dame unos días —le contesté—. En unos días cambiarás de opinión.
—No lo haré —dijo firme—. Porque yo sé lo que quiero.
—No lo sabrás hasta que te des cuenta de que no quieres estar separado de tu hijo —le dije, sintiendo cómo la voz se me quebraba un poquito.
Demetri me miró con esos ojos que siempre lograban confundirme.
—Quiero estar con mi hijo, sí —dijo con voz grave—. Pero no poniéndola a ella por encima de ti.
—Eso que dices es muy lindo —repliqué con una sonrisa cansada—. Pero ya tomé mi decisión. No volveré contigo. Puedes irte y reconciliarte con la madre de tu hijo.
Sus ojos se nublaron de rabia.
—Eres tan irracional, Regina —dijo al fin, apretando las manos en los reposabrazos.
No esperó respuesta. Giró su silla con un movimiento seco y se marchó, dejando tras de sí el eco de las ruedas y un silencio que pesaba más que cualquier adiós.
Apenas escuché el ruido de la puerta al cerrarse detrás de Demetri, me derrumbé en el sofá. No lloré de inmediato; me quedé con la vista perdida, como si estuviera viendo una película en pausa. Y cuando por fin reaccioné, fue como si se me abriera una represa en el pecho.
Lloré con ganas. No de esas lágrimas discretas de novela, no… de las feas, de las que salen con mocos y sollozos que parecen rugidos.
Me doblé hacia adelante, me cubrí el rostro y dejé que todo saliera: la rabia, la tristeza, la impotencia… y el amor, maldita sea.
Entre suspiros y sollozos, puse una mano sobre mi vientre.
—La sorpresa que iba a darte por nuestro aniversario, Demetri… —murmuré entre lágrimas— era que estoy esperando un bebé.
Lo dije en voz alta, y fue como si se me encogiera el alma. No sé si por tristeza, por miedo o por lo absurdo de todo. Tenía que contárselo, pero ahora ya no había nada que contar.
Apenas unos minutos después, tocaron la puerta. Me limpié la cara con la manga y me levanté del sofá arrastrando los pies. Cuando abrí, vi a Martina, jadeando como si hubiera corrido un maratón.
—¡Regina! —exclamó—. Leí tu mensaje y vine lo más rápido que pude, ¿qué está pasando?
No pude contenerme; me lancé a sus brazos.
—Martina… —dije entre sollozos—. Siento que salgo sobrando ahora mismo. Demetri tiene un hijo con su ex prometida.
Ella me sostuvo por los hombros y me miró con esa calma suya que siempre parece venir con una taza de café invisible.
—Eso no tiene nada que ver con la relación de ustedes, Regina —dijo firme.
Negué con la cabeza, respirando entrecortado.
—Han habido demasiados malos entendidos entre nosotros. Y me he dado cuenta de que nunca seremos felices. Lo que comenzó mal… mal acaba.
Martina suspiró, resignada.
—Entiendo lo que dices —respondió—, pero no por eso vas a dejar a tu esposo.
—Si lo hubieses visto con su hijo y con Verónica jugando… —le interrumpí, sintiendo que el nudo en la garganta volvía a apretarme—. Te habrías dado cuenta también. Él aún la quiere. Se reían juntos, se miraban… y yo estaba ahí, viendo todo eso, como una extra.
Martina me miró con ternura.
—Puede que estés equivocada, Regina.
—No lo estoy —contesté con firmeza, aunque por dentro me temblaban las palabras.
Ella me abrazó fuerte, como una hermana.
—Voy a apoyarte en tus buenas decisiones —me susurró—, pero no lo haré cuando crea que estás haciendo mal.
La miré a los ojos, con lágrimas contenidas.
—Martina… estoy embarazada.
Se quedó muda. Abrió los ojos como platos, y por primera vez la vi sin palabras.
—¿Qué? ¿Regina, estás segura?
Asentí despacio.
—Con mayor razón deberías estar con Demetri —dijo finalmente, sujetándome las manos—. No puedes dejarlo ahora.
Sonreí débilmente, aunque por dentro me partía.
—Quiero que seas tú quien se lo diga —le pedí—. Dile que tendremos un bebé… pero que cada uno debe seguir su vida, tal como lo planeamos en un principio.
Martina me miró con un gesto que mezclaba tristeza y reproche. Pero no dijo nada.
Y yo, por primera vez, me sentí completamente vacía.
Esa noche no podía dormir. Me revolvía en la cama, con la cabeza llena de pensamientos que no me dejaban en paz. Finalmente, me levanté, me puse una chaqueta ligera y tomé las llaves del auto. No sabía exactamente por qué lo hacía, pero mis pies me llevaron directo a la mansión.
El camino fue silencioso, como si hasta la carretera supiera que estaba cometiendo una locura. Cuando crucé el portón principal y entré al vestíbulo, todo estaba demasiado callado. No se oía ni una risa, ni un paso, ni el ladrido de un perro.
—¿Dónde están todos? —le pregunté a una de las empleadas que salió al verme con cara de susto, como si hubiera visto un fantasma.
—En el jardín, señora —me respondió con voz temblorosa—. Están cenando allá.
Asentí con una sonrisa forzada y caminé hacia el jardín. Desde lejos, las luces cálidas de la terraza iluminaban la escena perfecta: Antonella y Saiddy reían, Verónica servía vino, Demetri tenía al pequeño Steve en brazos. Era… una postal de familia feliz.
Sentí que algo se me apretaba en el pecho. No era celos. Bueno, tal vez sí, un poquito. Pero sobre todo era tristeza, de esa que no se llora, solo se traga. Me di media vuelta, decidida a irme antes de que alguien me viera.
Cuando llegué al auto y estaba por abrir la puerta, escuché una voz a mis espaldas:
—Sabía que eras tú —dijo alguien con tono dulce, pero venenoso.
Me giré, y claro, tenía que ser ella: Verónica, con esa sonrisita de “vengo a arruinarte la noche”.
—¿Qué quieres? —pregunté sin rodeos, cruzándome de brazos.
Ella dio unos pasos hacia mí, despacio, disfrutando del momento como si fuera una escena ensayada.
—Solo quiero que te des cuenta de algo, Regina. —Hizo una pausa teatral—. Demetri jamás dejó de amarme. Y ahora que sabe que tiene un hijo, lo único que desea es formar una familia conmigo.
Solté una risa seca.
—Para creer eso, tendría que escucharlo de los propios labios de Demetri —le respondí—. No de los tuyos.
Verónica sonrió como si yo fuera un chiste.
—Allá tú si no me quieres creer —replicó, con un aire de superioridad que me daban ganas de lanzarle el bolso.
—Yo soy su esposa —le dije, acercándome un poco más—. Y eso significa que llevo las de ganar, así que deja de hacerte ideas tontas en la cabeza.
—En eso tienes razón —contestó, encogiéndose de hombros—. Eres su esposa… pero solo fuiste mi reemplazo mientras no estuve. Ahora que he vuelto, ni siquiera ser la esposa te sirve.
Me reí. No porque me hiciera gracia, sino porque su descaro era de Oscar.
—Ya veremos, Verónica —dije con una sonrisa helada—. Ya veremos cuál de las dos tiene la razón.
Sin esperar su respuesta, abrí la puerta del auto, me subí y encendí el motor. Mientras me alejaba, la vi por el retrovisor: parada en medio del camino, sonriendo como si ya hubiera ganado la guerra.
Pero claro, aún no sabía que conmigo las batallas apenas estaban comenzando.
Al día siguiente, me levanté con una mezcla de determinación y cansancio. Ya no sabía si era el orgullo, el amor o la costumbre lo que me llevaba a buscar a Demetri, pero algo dentro de mí me decía que debía hacerlo.
Cuando llegué a la empresa, lo primero que vi fue a Martina saliendo del ascensor con un café en la mano. En cuanto me vio, abrió los ojos como platos.
—¿Viniste a hablar con Demetri? —me preguntó con esa curiosidad que solo las amigas saben disimular mal.
Le sonreí sin decir mucho.
—Sí, vine a hablar con él —respondí con calma.
—Déjalo todo atrás y reconcíliate con tu esposo, Regina —me dijo con tono de súplica, como si la paz mundial dependiera de eso.
Le devolví la sonrisa, esta vez con una pizca de ironía.
—Ya veremos, Martina —contesté antes de seguir caminando.
Llegué a la oficina de Demetri sin tocar la puerta. Total, ya había perdido el derecho a los formalismos. Apenas entré, escuché su voz decir algo que me heló la sangre:
—…anoche Verónica se quedó en la mansión a dormir con el bebé.
Por un segundo sentí que el corazón se me iba al suelo.
—Entonces ya tomaste la decisión de volver con Verónica —dije, interrumpiendo la conversación.
Fabricio, que estaba con él, se removió incómodo en su asiento.
—Bueno, yo mejor me voy a mi oficina —dijo, y salió casi corriendo, dejando un silencio incómodo que podía cortarse con tijeras.
Demetri giró su silla de ruedas y se acercó lentamente hacia mí. Tomó mi mano, pero yo apenas pude sostenerle la mirada.
—No malinterpretes lo que dijiste, Regina —me dijo con ese tono suave que usaba cuando quería calmarme.
—¿Y cómo quieres que lo interprete? —le solté, tratando de no quebrarme—. ¿Qué Verónica se quedó a dormir en la mansión por cortesía?
—Simplemente se le hizo tarde —explicó—. Steve se durmió y le dije que podía quedarse. No era prudente que saliera tan de noche con el bebé.
—¿Y si yo hubiera estado en la mansión? ¿También le habrías dicho que se quedara? —pregunté, cruzándome de brazos.
Demetri se encogió de hombros.
—Probablemente sí, pero lo habría hecho por mi hijo.
Reí con incredulidad.
—Por tu hijo… claro. Ya deja de colgarte de él y sé sincero contigo mismo, Demetri.
—¿A qué te refieres con eso? —preguntó, frunciendo el ceño.
Lo miré fijo, sin temblar.
—A que digas la verdad. A que reconozcas que todavía quieres a Verónica, y que ahora que tienen un hijo, desearías volver con ella.
Su rostro cambió en un instante. La paciencia se le acabó.
—Estoy cansado de lo mismo, Regina —dijo alzando la voz—. De repetirte una y otra vez que eso no es así. Pero si eso es lo que quieres escuchar, entonces escúchalo: quiero volver con Verónica y con mi hijo. Punto.
Sentí que el aire se me iba del cuerpo, pero sonreí, porque aunque doliera, ya lo había sospechado.
—Lo sabía —le dije con voz quebrada—. Las acciones hablan más que las palabras. Nos divorciaremos, Demetri. No pienso seguir casada solo para troncharte el camino.
—Muy bien —respondió sin mirarme—. Esperaré el divorcio y lo firmaré inmediatamente.
Asentí, tratando de mantener la compostura, aunque sentía que las lágrimas estaban a punto de traicionarme. Me giré y salí de la oficina.
Apenas crucé la puerta, las lágrimas comenzaron a caer sin permiso. Caminé por el pasillo fingiendo que todo estaba bien, pero por dentro sentía que una parte de mí se quedaba atrás, rota, junto a él.