Punto de vista de Charlotte
Iba corriendo hacia el tribunal, los tacones golpeando el pavimento con un ritmo frenético. Había pasado la noche entera preparando los argumentos para un caso de homicidio complicado, y mi cuerpo me lo recordaba con cada paso las ojeras, el estómago vacío, el cansancio acumulado. Apenas había alcanzado a tomar un café frío antes de salir.
Era, probablemente, la única mujer de mi círculo que todavía usaba el metro. No por austeridad, sino por simple sentido común. Con el tráfico en Nueva York, llegar en auto era una condena segura a la impuntualidad. En el metro, al menos, podía repasar mis notas o repensar la estrategia una última vez.
Cuando finalmente llegué al edificio de la Corte, respiré hondo, enderecé la espalda y crucé las puertas de mármol con la determinación de quien no puede permitirse un error.
Allí estaba el señor Donald, mi cliente, esperándome junto a su esposa. Ambos me miraban con una mezcla de esperanza y miedo.
—Señorita Jefferson —me saludó con una voz temblorosa.—¿Cree que hoy… podremos ganar?
Lo miré directamente a los ojos.
—No vine a perder, señor Donald —respondí con firmeza, aunque por dentro sentía el peso del caso sobre mis hombros
—Hoy, la verdad hablará por sí misma.
Y mientras entrábamos al tribunal, con los flashes de la prensa disparando desde la puerta, sentí esa chispa familiar que siempre me recordaba por qué había elegido esta vida la justicia, era mi fe, mi refugio… y mi guerra.
El murmullo en la sala se apagó cuando el juez tomó asiento. La madera del mazo golpeó con autoridad, y el silencio cayó como una cortina pesada.
Tomé aire. Ese instante justo antes de comenzar era siempre el mismo, el mundo contenía la respiración, y yo sentía cómo todo mi cuerpo se alineaba con un único propósito.
—El Estado contra Donald Fields—, anunció el alguacil.—Causa por homicidio en segundo grado.
Observé a mi cliente, el señor Donald. Su mirada evitaba la mía; las manos le temblaban ligeramente. Sabía que era inocente. Lo había comprobado con horas de análisis, testigos y una cadena de pruebas que apenas sostenía la acusación. Pero la fiscalía no iba a rendirse.
La fiscal Moore se levantó. Alta, de voz cortante y sonrisa ensayada. La conocía bien. Su estilo era directo, agresivo.
—La defensa pretende hacernos creer —dijo, paseándose frente al jurado.
—Que el señor Donald no tuvo intención de matar. Pero las pruebas lo contradicen.
Tomé mis papeles con calma, dejándola disfrutar de su momento. Cada palabra suya era una oportunidad para mí. Cuando terminó, me puse de pie, sentí la atención del jurado y avancé unos pasos.
—Señores del jurado —comencé con voz firme, sin elevarla más de lo necesario.
—Les hablaré del peso de una duda. De cómo una sola duda razonable puede separar la verdad de la tragedia.
Me detuve frente a ellos. —Porque si hay algo que he aprendido en esta profesión, es que la justicia no se trata de castigar rápido… sino de entender profundamente.
Noté cómo algunos inclinaban la cabeza, atentos. La fiscal Moore rodó los ojos. Perfecto. Eso significaba que estaba perdiendo terreno.
A lo largo del interrogatorio, cada palabra se volvió un arma, cada silencio, un golpe. Cuando el testigo principal titubeó, lo aproveché, lo llevé a contradecir su propia declaración. El murmullo volvió a llenar la sala. El juez pidió orden, pero ya sabía que la defensa había ganado la primera batalla.
Cuando regresé a mi asiento, mis manos temblaban apenas, no por nervios, sino por la adrenalina
Había nacido para esto. Había ganado el primer juicio… pero sabía que no sería el último. En esta profesión, la victoria siempre era temporal; la justicia, un campo de batalla que nunca descansaba.
Aun así, mientras salía del tribunal con una sonrisa que no podía disimular, sentí una chispa de orgullo recorrerme el cuerpo. Lo había logrado. Después de semanas sin dormir, horas de trabajo y un mar de dudas, la verdad había prevalecido.
El aire frío de la mañana me golpeó en el rostro cuando crucé las escalinatas del edificio. Frente a la calle, entre el tráfico caótico y los gritos de los periodistas, distinguí un BMW rojo estacionado junto a la acera. La ventanilla del conductor se bajó lentamente y, al verlo, no pude evitar sonreír.
Carl Tump. Mi novio. Mi refugio. Un ingeniero civil brillante, meticuloso y encantador, con la sonrisa tranquila de quien siempre tiene el control.
Desde el asiento del auto, me extendió la mano con mi café favorito , un latte de vainilla con un toque de canela, sabiendo que no había tenido tiempo ni de desayunar.
—La abogada más temida de Nueva York —,bromeó al verme acercar. —¿Qué se siente ganar otra batalla?
Solté una risa ligera mientras tomaba el vaso de cartón caliente.
—Se siente… como sobrevivir —respondí, mirándolo a los ojos.
Carl salió del auto, rodeó el capó y me abrazó con esa mezcla de cariño y calma que siempre me devolvía el equilibrio. Por un instante, el ruido de la ciudad se desvaneció.
Carl y yo fuimos a almorzar en un pequeño café cerca del tribunal. Mientras hojeaba mis notas, él no dejaba de mirarme con esa mezcla de preocupación y cariño que siempre me sacaba una sonrisa.
—Charlotte, tienes que cuidarte un poco más —, me regañó suavemente. —Ni desayunaste, ni dormiste bien anoche. No puedes seguir así.
Lo miré con los ojos entrecerrados y un gesto divertido. Sabía que tenía razón, pero no podía permitirme el lujo de descansar cuando había vidas, juicios y verdades en juego.
—Lo sé —susurré. —Pero alguien tiene que mantener la justicia en pie, ¿no?
Carl sonrió, aunque sus ojos delataban que quería protestar más. Sabía que conmigo era inútil una vez que me fijaba un objetivo, nada ni nadie podía detenerme.
Luego pensé en Scarlet, mi pequeña hermana. Ella también me cuidaba a su manera insistiendo en que comiera, preocupándose por mis horarios y enviándome mensajes constantes durante el juicio.
Mi Scarlet… siempre dulce, siempre preocupada por mí, aunque muchas veces yo fuera la que debía protegerla.
Era curioso cómo, a pesar de mi carácter fuerte y mi vida profesional ajetreada, su cariño me hacía sentir pequeña también, y me recordaba que había cosas por las que luchar más allá de la justicia la familia.
Tomé un sorbo de café y sonreí, pensando en ellas dos Carl y Scarlet, mis pilares, mis refugios. Y sin saberlo, pronto serían también mi motivo de desesperación.