Capitulo IX

1624 Words
Punto de vista de Giovanni El motor del auto rugió cuando cerré la puerta de un golpe. Marcelo estaba en el asiento del copiloto, observándome de reojo, como quien mide cada respiración antes de hablar. No dijo nada mientras nos alejábamos de la villa. El silencio era denso, cargado de mi propio enojo. —¿Ya lo sabías? —pregunté sin mirarlo. Marcelo soltó el aire lentamente. —Su padre me dijo que había algo importante, pero no mencionó… eso. Apreté el volante con fuerza. —Un matrimonio arreglado —escupí con desprecio. —Como si yo fuera un trato más en sus malditos negocios. El reflejo de las luces pasaba por mi rostro, dividiendo mi expresión entre sombras y rabia. Marcelo me observó unos segundos antes de hablar. —Giovanni, con todo respeto… lo que su padre hace es una jugada política. Pero usted no es el tipo de hombre que se deja usar. Él lo sabe. No respondí. Solo bajé un poco la velocidad y respiré profundo. —¿Qué sabes del cargamento? —pregunté, cambiando de tema, aunque la voz todavía me temblaba de contención. —Tenemos confirmación de que fueron los hombres de Don Varela. Igual que el cargamento de armas. Ellos también atacaron el de drogas. Se llevaron parte de la mercancía y mataron a dos de los nuestros. Mi mandíbula se tensó. —¿Dónde? —En el puerto viejo, justo en la zona donde teníamos el contacto con los de Marsella. Todo indica que alguien filtró información. Giré la cabeza, mirándolo por un instante. —¿Filtró? O vendió. Marcelo asintió, sabiendo exactamente lo que quería decir. —Ya estoy revisando las cámaras y los nombres de los que sabían del movimiento. —Hazlo rápido. Y si encuentras al traidor… —mi voz bajó un tono, tan fría como el acero, — no quiero verlo otra vez. Marcelo asintió sin discutir. Sabía lo que significaba. Después de unos segundos, volvió a hablar. —Giovanni, no deje que lo del matrimonio lo saque de foco. Su padre busca controlarlo, pero usted tiene más poder del que cree. Me quedé en silencio. El control… sí. Eso era lo único que me quedaba. El único modo de no dejar que el pasado me destruyera. Encendí un cigarro, observando cómo el humo se perdía en la oscuridad. —Tienes razón, Marcelo —murmuré al fin. —No pienso dejar que mi padre, ni nadie, mueva mis piezas. El sonido del motor volvió a llenar el auto. La noche olía a pólvora y a guerra. Y yo estaba listo para ambas. Dos días después... La noche había caído sobre la ciudad, pesada y húmeda, como un manto que ocultaba más secretos de los que podía cargar. El humo del cigarro se elevaba frente a mí, dibujando espirales lentas que se perdían en la penumbra del despacho. El ataque a los cargamentos no había sido un golpe aislado. Era un mensaje. Y alguien, en algún lugar, había tenido la osadía de enviarlo directamente a mí. Marcelo estaba frente al mapa extendido sobre la mesa, con las rutas marcadas en rojo. —Los contenedores fueron interceptados en el puerto sur. Los guardias dicen que fue una redada sorpresa, pero no hay registros de que la policía estuviera involucrada. Su voz era firme, pero supe que, como yo, estaba furioso. —No fue la policía —respondí, dejando el cigarro en el cenicero. —Fue alguien con información interna. Alguien que sabía exactamente cuándo y dónde moveríamos la mercancía. Me acerqué al mapa, observando los puntos marcados. —Quiero nombres, Marcelo. Desde los hombres de seguridad hasta los que controlan los muelles. Nadie se libra. Él asintió y tomó nota en su libreta. —Ya tenemos un par de sospechosos. Uno de los supervisores desapareció anoche, y otro transfirió dinero a una cuenta desconocida en Panamá. Sonreí con frialdad. —Traición y cobardía. Una combinación mortal. Dí un paso hacia la ventana, observando las luces de la ciudad a lo lejos. Ese era mi reino. Caótico, peligroso, pero mío. Y ahora alguien pretendía desafiarlo. —Actuaremos esta noche —dije finalmente. —Silenciosos. Precisos. Quiero que limpien todo rastro. Si hay un traidor, quiero verlo de rodillas antes del amanecer. Marcelo me observó un momento, como si intentara medir la magnitud de lo que acababa de ordenar. —¿Y si está detrás alguien más grande? —preguntó. Lo miré, y la sombra de una sonrisa se formó en mis labios. —Entonces encontraremos al que tira de los hilos… y los cortaremos uno por uno. Me puse el abrigo, el mismo que llevaba en cada ajuste de cuentas. Era hora de mover las piezas. La Cosa Nostra no se defendía con palabras. Se imponía con sangre. La noche tenía ese silencio que solo precede al caos. Desde el auto, observé cómo la niebla se arrastraba sobre el muelle, ocultando las sombras de mis hombres que esperaban la orden. Todo estaba en su lugar cada paso medido, cada mirada alineada con la mía. Nadie debía hablar; la traición se caza con sigilo, no con ruido. El reloj marcaba las 23:47. Tenía el corazón tranquilo, pero la sangre helada. No por miedo. Por rabia. Apreté los guantes de cuero y repasé el plan en mi mente una vez más. —Entramos por el este —dije, bajando la voz. El murmullo del mar cubría mis palabras. —Nadie dispara. Quiero respuestas, no cadáveres. El convoy avanzó sin luces, como una manada de lobos. Cada paso sobre el concreto parecía retumbar más fuerte en mi cabeza. La humedad, el salitre, el olor del hierro oxidado... todo mezclado con el peso del recuerdo de cada lealtad rota. Cuando llegamos al almacén, vi una luz filtrarse por una rendija. Me detuve. Sentí cómo el aire se espesaba; el instinto nunca me fallaba. Hice una seña con dos dedos. Los hombres rodearon el perímetro. Un golpe. La puerta cedió. Entré primero... El sonido del metal resonó cuando mi arma rozó el marco. Y allí estaba él. Luca. Con las manos sobre unos papeles, la cara tensa, los ojos llenos de miedo. No me dijo nada al principio, pero su silencio lo confesó todo. —Giovanni... no entiendes... —balbuceó. Me acerqué despacio, sin apartar la mirada de los documentos. En uno de ellos, el sello. Lo reconocí de inmediato. La familia Varela. Un frío me recorrió el pecho. No era solo traición. Era un mensaje. Respiré hondo.—Dime, Luca... —, murmuré mientras dejaba que el arma descansara sobre la mesa. —¿Desde cuándo compartimos secretos con nuestros enemigos? Al preguntar eso Marcelo lo inmoviliza, dándole un golpe con la cacha de su arma, para luego colocar un saco n***o en la cabeza. Llegamos a una de nuestras bodegas cerca de los muelles fuera de la ciudad. El eco del golpe resonó en las paredes de concreto. La silla cayó hacia un lado, y Luca, atado y con la respiración entrecortada, trató de recuperar el equilibrio. La luz del foco sobre su cabeza temblaba, lanzando sombras que parecían moverse con vida propia. Yo no sentía ira. No todavía. Lo que me recorría era algo más frío, más metódico. Una mezcla de decepción y curiosidad. Quería entender por qué. —¿Sabes lo que más detesto, Luca? —pregunté, encendiendo un cigarro y dejando que el humo llenara el aire. —No es la traición. Es la cobardía. El hombre levantó la vista, los ojos rojos por el cansancio. —Giovanni... yo no quería… Ellos me buscaron, me presionaron. Si no lo hacía, iban a ir por mi familia. Aspire lentamente. —Todos tenemos familia, Luca. Pero no todos vendemos la sangre de otros para salvar la nuestra. Dejé el cigarro en el borde de la mesa y me incliné hacia él. Mi voz bajó, se volvió un susurro. —Dime un nombre. Solo uno. Silencio. Solo el sonido de las cadenas cuando intentó mover las manos. Volví a hablar, esta vez más despacio, cada palabra medida. —Sé que no actuaste solo. Nadie cruza a los Varela sin una sombra detrás. Si me das ese nombre, quizás salgas caminando de aquí. Luca tembló. Su respiración se volvió irregular. Sabía que el miedo podía quebrar incluso al más leal. —No puedo... —murmuró. —Puedes —respondí. —Y lo harás. Di una seña. Uno de mis hombres colocó una carpeta sobre la mesa; fotos, transacciones, mensajes interceptados. La evidencia era clara. Pero yo no quería pruebas. Quería la verdad. Pasaron minutos , o tal vez horas, hasta que finalmente bajó la cabeza. —No era solo los Varela… —susurró. —Hay alguien más. Alguien dentro de nuestra propia gente. Sentí que el aire se volvía pesado. —¿Dentro? ¿Quién? —pregunté, cada palabra cortando el silencio. Luca levantó la mirada, los ojos vidriosos. —El contacto... lo llaman “Il Dottore”. Nadie sabe su nombre. Pero él da las órdenes. Los Varela solo ejecutan. “Il Dottore.” El nombre me golpeó como una piedra en el pecho. Había escuchado ese apodo una vez, en un susurro, muchos años atrás. Apagué el cigarro con calma, dejando que el sonido del humo muriendo llenara la habitación. —Entonces, Luca… —dije mientras me ponía de pie. —No eras más que el peón. Y el rey sigue ahí fuera—. Giré hacia mis hombres. —Encárguense de que hable más. Yo tengo que hacer una llamada. Mientras salía del almacén, el aire frío me devolvió la claridad. Si “Il Dottore” estaba involucrado, esto ya no era una traición común. Era una declaración de guerra...
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