Prólogo.

470 Words
27 de diciembre de 1.811. Haus des Meyer. Freiburg im Brisgau. El último de sus suspiros se escapó de sus labios a las 2:48 de la madrugada. Hacía frío afuera, pues un vendaval venido desde el mismísimo de los infiernos se azotaba contra la crujiente madera de los establos a unos metros de la gran casa. Emma habría estado encantada de estar de pie en el borde de la ventana, con su batola blanca de encaje meciéndose por las ráfagas que llegasen hasta ella mientras el cielo parecía querer caerse a pedazos. Emma adoraba las noches de tormenta porque agitaban cada rincón de su cansado corazón, un recuerdo constante de que el mundo seguía ahí afuera luego de horas encerrada entre las cuatro paredes de una habitación solitaria. Las adoraba porque eran, al final, lo que ella nunca podría ser: impetuosas, inevitables y poderosas. Incluso la más suave de las lloviznas lo era y Emma, a sus diecisiete años, lo sabía.  Esa noche no se detuvo en el alfeizar de la ventana, en cambio, Emma exhaló los pocos rastros de vida que quedaban de ella para que se escapasen con el viento infernal que amenazó con echar abajo todo a su paso. Su mano se enfrío entre las de su madre, los sollozos de sus hermanas fueron ahogados contra los costosos pañuelos de seda que su padre les regaló años atrás tras un viaje a las tierras de la India. “Lo mejor para mis princesas”, había dicho su padre con aire solemne. Emma se había enamorado del suyo, un trozo de tela azul claro en cuyo borde estaba bordado su nombre en hilillos dorados y una perfecta letra cursiva: Emma Meyer. Lo había sostenido contra su pecho por largos minutos, complacida del precioso tesoro que su padre había traído para ella de tierras tan lejanas. En ese momento, por el contrario, el lujoso pañuelo permaneció abandonado y sin gracia sobre la almohada, junto a sus rizos rubios desperdigados sobre la cama. Ella lucía tan magnifica en la muerte como lo fue en vida. Largos cabellos rubios enmarcando su pálido rostro de líneas filosas y salpicado aún de un leve rubor sobre sus mejillas pronunciadas. Su cuerpo estaba acomodado entre los pronunciados almohadones de la cama de dosel y cubierto por las pesadas mantas blancas de encaje dorado que ella tanto adoró. Sobresalía sólo su rostro y sus manos ya inertes la dibujaban como una preciosa muñeca de porcelana en el centro de la habitación. Y sus ojos… Nadie a su alrededor se preocupó en cerrar sus ojos, dos esmeraldas a las que nunca alcanzó a llegar un brillo distinto al del anhelo. Emma murió a las 2:48 a.m. de un invierno demasiado frío, tres días antes de su anhelado cumpleaños y de haber, siquiera, vivido algo. 
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