Correr simplemente se había convertido en una especie de escape de la realidad en la que vivía. Mi padre, el que animaba fiestas infantiles para pagarnos la escuela a mi hermano menor ya mí, era sin lugar a dudas un encanto de persona; todo lo contrario a mi madre, o Maléfica como solía llamarla a sus espaldas. Ella se encargaba de decidir todo por mí, mi ropa, mis pasatiempos, mis amigos e incluso mi novio.
Discutía a diario con ella por mi amistad con Amy y Billy, los únicos amigos que yo había elegido.
Por lo que, no había un sólo día en que no saliera al parque a correr. Mientras más dolor sentía en las piernas con cada paso que daba, más libre me sentía.
—¿Saldrás Abby? Ha llovido mucho expresado Mike, mi hermano preadolescente de 13 años, después de salir de la cocina una taza de chocolate humeante.
—Hace 30 minutos dejó de llover, sólo iré al parque —le contesté antes de abrir la puerta y echarme a correr.
Me puse los audífonos y subí el volumen a la música. Un clásico de Belinda era lo que escuchaba cuando corría sola.
No había terminado de dar la segunda vuelta cuando resbalé y caí.
—¡Estúpida! —Me grité. Mi trasero palpitaba del dolor, mientras yo continuaba lanzando palabrotas al aire.
—¿Estás bien? —Me congelé al escuchar a un chico hablarme.
Miré hacia arriba, el chico de los lentes oscuros estaba de pie detrás de mí, sosteniendo la correa del perro que ahora lamía mi hombro. No pude decirle nada, pues mi cerebro sólo podía repetir las palabras de Amy, en realidad está bien bueno.