Capítulo 2 – La mujer de la calle
La madrugada en la ciudad siempre tenía un frío distinto. Era un frío que se colaba en los huesos, que parecía burlarse de los cuerpos cansados que buscaban un rincón donde dormir. Valeria conocía bien ese frío: lo había soportado noches enteras sobre cartones húmedos, envuelta en un abrigo demasiado delgado para alguien que no tenía un techo.
Aquella noche había escogido refugiarse en una esquina poco transitada, cerca de un farol que chisporroteaba intermitente. Se acurrucaba contra la pared, con una bolsa de tela raída donde guardaba sus pocas pertenencias: un cuaderno viejo con hojas arrancadas, un lápiz gastado, y una foto doblada que ya casi había perdido el color.
Mientras intentaba conciliar el sueño, la llovizna comenzó a caer. Al principio fueron apenas unas gotas dispersas, pero pronto se convirtieron en un tamborileo constante sobre el asfalto. Valeria suspiró resignada. Estaba acostumbrada. Levantó la vista al cielo nublado y se dejó mojar el rostro, como si esa agua helada pudiera lavar, aunque fuera un poco, la pesadez de su vida.
Las personas que pasaban la miraban de reojo, con esa mezcla de lástima y prejuicio que ella ya conocía. Algunos apresuraban el paso, como si su sola presencia fuera contagiosa; otros fingían que no la veían. Valeria, con el tiempo, había aprendido a ignorarlos. No era invisible, pero tampoco era bienvenida en ningún lugar.
A los treinta años, la vida ya la había golpeado más de lo que jamás imaginó. No siempre había sido una mujer de la calle. Hubo un tiempo en que tenía un departamento pequeño, un empleo como asistente en una librería y un futuro por delante. Pero todo se derrumbó el día que su padre enfermó y ella se volcó a cuidarlo.
Las cuentas médicas se acumularon, el trabajo se volvió insostenible, y las pocas amistades que tenía se alejaron cuando comprendieron que ya no podía salir ni divertirse como antes. Su padre falleció en una noche fría de invierno, y con él se fue lo último que la sostenía. Después vino la deuda, el desalojo, y finalmente la calle.
Valeria no se quebró de inmediato. Al principio pensó que sería algo temporal, que encontraría pronto otro trabajo y una habitación en alquiler. Pero la vida no fue tan compasiva. En cada entrevista la miraban de arriba abajo, juzgando su ropa gastada, su cabello descuidado, la falta de dirección estable. Nadie contrataba a alguien que ya tenía la marca de la calle en los ojos.
Con el tiempo, aprendió a sobrevivir. Sabía dónde repartir sopa caliente las iglesias en invierno, dónde dormir sin que la policía la echara, cómo protegerse de otros indigentes que robaban lo poco que uno podía tener. Su fortaleza era su dignidad. Nunca pidió limosna con la mano extendida. Si alguien le ofrecía, aceptaba, pero jamás imploraba.
Esa noche, mientras el frío calaba, Valeria abrió el cuaderno que guardaba como un tesoro. Era su refugio. Allí escribía pensamientos, frases, pequeños fragmentos de historias. Sus letras eran torcidas, pero cada palabra era un intento de no perderse a sí misma. En esas páginas hablaba con la Valeria que alguna vez soñó con ser escritora, con publicar un libro que contara lo que la gente no veía en las calles.
“Nadie imagina cuánta vida cabe en un cuerpo que duerme en la vereda. Todos creen que somos sombras, pero también amamos, reímos y lloramos.”
Escribió esa frase con el lápiz gastado y luego apoyó la frente en las rodillas, cerrando los ojos.
Fue entonces cuando escuchó el rugido de un motor cercano. Abrió los ojos apenas lo suficiente para ver un auto de lujo detenerse en la esquina. Sus faros iluminaron su figura encogida, y durante unos segundos Valeria sintió la incomodidad de estar expuesta. No era raro que conductores adinerados pasaran por esas calles con curiosidad morbosa, como si contemplar la miseria fuera un espectáculo.
El hombre dentro del auto no bajó. Solo la observó. Ella lo sintió: esa mirada que pesa en la piel, que intenta descifrarte. Valeria no movió un músculo. Estaba cansada de las miradas que la juzgaban, de los ojos que la atravesaban como si fuera un objeto extraño. Así que simplemente apartó la vista y se envolvió más en su abrigo.
Al cabo de unos segundos, el auto arrancó y desapareció entre las luces lejanas. Ella respiró aliviada. “Otro curioso más”, pensó, sin darle importancia. Pero lo cierto es que, por alguna razón, aquella mirada no se le borró de la mente tan fácilmente.
Horas después, cuando la lluvia arreció y la calle quedó desierta, Valeria volvió a pensar en aquel hombre. Había algo diferente en la forma en que la miró. No fue compasión, ni desprecio, ni indiferencia. Fue… algo más. Algo que ella no supo definir.
Se estremeció y cerró el cuaderno, guardándolo con cuidado. Se recostó contra la pared, intentando dormir pese al frío, sin saber que aquella mirada, la de un millonario encerrado en su propio vacío, pronto volvería a cruzarse con la suya. Y que ese encuentro, tan improbable, cambiaría el rumbo de su historia para siempre.