Amaia
EL CRISTAL TINTINEA AL DEJAR la bandeja en la superficie más cercana. Agarrando el borde de la mesa, mis manos tiemblan e intento calmar el latido atronador de mi corazón, ignorando el champán que gotea al suelo.
Cierro los ojos con fuerza. Fue como si me estuviera desnudando frente a todos en la sala. Como si estuviera desentrañando cada pensamiento que cruzaba mi mente, cada idea subidita de tono que corría por mi cabeza. La forma en que sus claros ojos verdes me sostuvieron como un alguacil, sin darme opción de apartar la mirada. Y todo hecho con tal descaro que tuve que irme antes de hacer el ridículo por completo.
El alcalde de Savannah es muchísimo más intenso en persona de lo que incluso yo esperaba, y eso que tenía grandes expectativas. Viéndolo dar un discurso en televisión o interactuar en clips de noticias, emana una mezcla loca de poder y sensualidad. Pero ¿Tristan Campbell en persona? Es casi suficiente para hacerte sentir en las nubes.
Tomo una toalla y limpio el champán, intentando recuperar el aliento. Mi cabeza da vueltas, mi sangre late tan salvajemente que siento que podría desmayarme.
Tengo que controlarme.
Enderezando las copas volcadas, mi respiración finalmente se estabiliza.
Sus ojos entornados no estaban oscurecidos por mí. Eran para ganar un voto o un revolcón de quince minutos en la limusina que espera afuera. Sé cómo funcionan estas cosas. Nada de eso fue por mí.
No por mí.
No. Por. Mí.
Una cadera choca contra la mía y levanto la vista para encontrar el rostro animado de Dalia. —¡Te vi!
—¿Me viste qué?
—¡Coqueteando con el alcalde!
—No estaba coqueteando con el alcalde —gimo.
—No estoy ciega, cariño. Pero estoy decepcionada. ¡Estaba esperando el gran momento! Esperaba que cayeras en sus brazos, que tu mano fuera al lado de su rostro… —Cierra los ojos y suspira—. Perdiste una oportunidad.
—Perdí una oportunidad de avergonzarme. Pobrecita de mí. —Pongo los ojos en blanco y tomo otra bandeja, esta vez llena de canapés.
—Para alguien tan divertida, realmente no eres muy divertida cuando cuenta —se queja.
—¿Qué dice el señor Sanders? No estamos aquí para divertirnos —imito—. Tengo trabajo que hacer, Dalia. —Ignoro sus protestas y salgo de la cocina. Apenas pongo un pie en la Sala Savannah, alguien agarra mi codo. Giro a un lado y veo al señor Sanders guiándome hacia un rincón.
Los otros camareros pasan a nuestro lado, mirándome de reojo. No estoy segura de qué hice para ser apartada así.
—¿Puedo ayudarlo con algo? —pregunto, manteniendo la voz calmada.
—¿Has olvidado las reglas por aquí, Amaia?
—No, señor.
Chasquea la lengua y suelta mi codo. —Lo veo y lo escucho todo.
—Señor Sanders, no tengo idea de a qué se refiere, pero tengo una bandeja que debe circular por la sala. Así que, si me disculpa… —Me giro para irme, pero su voz me indica que no ha terminado.
—Te vendría bien recordar el contrato que firmaste. Estás aquí para servir a los invitados, no para entablar conversaciones con ellos. Tú, señorita Gardner, no eres una invitada. No te pagan para entretenerlos. Estás aquí para ofrecer aperitivos, no a ti misma.
Me doy la vuelta para enfrentarlo de frente, con la mandíbula desencajada. —¿Disculpe?
—Esta gente no tiene nada que decirte. Si te pillo haciendo algo más que ofrecer un aperitivo, estarás despedida en el acto. ¿Me entiendes?
Abro la boca para responder, pero siento la boca llena de algodón. Quiero decirle que tome este plato de aperitivos ahumados carísimos y se los meta por donde le quepan, pero no me da la oportunidad.
Antes de que pueda hacer algo, la energía en el espacio cambia. El señor Sanders también lo nota, porque inmediatamente da un paso atrás. Todo en la sala parece desvanecerse, el aire antes lleno de risas y sillas arrastrándose ahora está impregnado con el aroma de una especia cara.
Mis ojos se deslizan a la derecha para ver a Tristan Campbell. Su corbata azul oscuro está un poco suelta, los gemelos han desaparecido, las mangas enrolladas hasta los codos. Luce elegante en su traje hecho a medida. Nunca he visto a un hombre verse tan compuesto y lograrlo como si se hubiera despertado así.
Sonríe y de inmediato me relajo, mi cuerpo responde instintivamente a él. Sostiene mi mirada por un largo segundo, robándome el aliento y dándome oxígeno al mismo tiempo, antes de que una frialdad cubra su rostro mientras se gira hacia mi jefe.
El señor Sanders pone su cara de juego, la que no usa con sus empleados, y extiende una mano. Sus ojos están algo abiertos, como si estuviera tan deslumbrado como el resto de nosotros.
—¡Señor alcalde! Espero que esté disfrutando. Ha sido un honor catering este evento para su campaña.
Tristan le da un firme apretón de manos, y puedo ver los músculos de su antebrazo flexionarse. Es puro espectáculo para los ojos mientras observo las venas resaltando y su piel bronceada tensándose.
—Esta noche ha sido ejemplar, gracias —dice Tristan, dejando caer la mano a su lado—. No pude evitar escuchar una conversación entre usted y la dama a su lado.
La vena en la sien de mi jefe palpita y sé que estoy acabada. Mi estómago se retuerce, un nudo de ácido revuelve, mientras espero a ver a dónde va esta conversación. Considero excusarme, pero creo que eso empeorará las cosas.
En cambio, echo los hombros hacia atrás y me preparo, lista para escuchar a mi jefe y a este hombre guapo discutir alguna falta que cometí sin saberlo y esperar a ser despedida. Mi mente repasa posibles trabajos de reemplazo, una forma de ganar el dinero que actualmente va a un fondo para pagar el resto de mis estudios.
Que Dios me ayude.