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La Adúltera y el Torpe

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Blurb

Lady Helena Thorne es la mujer más odiada de Londres. Acusada injustamente de robarle el marido a otra, su reputación está tan arruinada que la muerte parece una opción más digna. Pero cuando un compromiso por conveniencia la obliga a casarse con el último hombre que desea —Lord Benedict Hawthorne, el torpe heredero que la considera una mujer insoportable— las cosas se complican aún más.

Con su herencia a punto de desvanecerse y una sociedad que busca su perdición, Benedict acepta este matrimonio por obligación, sin saber que su padre tiene motivos secretos mucho más profundos. Lo que comienza como un juego de fingir será mucho más desafiante cuando los dos enemigos jurados se vean forzados a vivir juntos.

Entre bailes desastrosos, malentendidos épicos y situaciones más incómodas de las que podrían imaginar, Helena y Benedict deberán decidir si seguir siendo enemigos... o si, por una vez, el amor y el caos pueden ser más divertidos de lo que esperaban.

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El baile de las apariencias
La mansión de los Lord Whittaker estaba llena de luces doradas, risas altivas y murmullos de la alta sociedad. Los aromas a flores exóticas y perfumes caros se mezclaban con el sonido de los valses, mientras los asistentes desfilaban con atuendos que rozaban lo absurdo en su extravagancia. En el centro de todo, como siempre, se encontraba ella: Lady Helena Thorne, quien, a pesar de los susurros a su alrededor, mantenía su postura de mujer fatal como si el mundo fuera su pasarela personal. Y sin embargo, a pesar de su confianza, Helena tenía una gran preocupación en mente. La amenaza de muerte que colgaba sobre ella debido al escándalo reciente la acechaba más que nunca. Pero nada de eso se notaba, al menos no en su rostro. Porque, como toda dama de alta sociedad, siempre sabía cómo lucir impecable. "¡Ah, qué escándalo!" pensó, mientras veía a su alrededor a todos los presentes intentar evitar mirarla a los ojos. Lady Thorne, la adúltera, la llamaban en voz baja, mientras su estatus se desmoronaba lentamente a causa de una acusación falsa. Una que no tenía forma de limpiar. No podía irse de Londres... pero ¿dónde más podría estar si no en los salones? Fue entonces cuando lo vio. Él. Lord Benedict Hawthorne, el hombre que había transformado su vida en un torbellino de odio, vergüenza y malentendidos hace años. La última vez que se vieron, él había tropezado con ella en una de esas cenas, derramando vino sobre su vestido y creando el escándalo de la noche. Desde entonces, había sido su principal enemigo... y, paradójicamente, su única esperanza ahora. Él no la vio al principio. Estaba demasiado ocupado con su conversación animada con unos amigos, pero cuando su mirada se encontró con la de Helena, algo raro pasó. Una chispa, una tensión palpable. Ambos se quedaron ahí, mirándose, como si el tiempo se hubiera detenido por completo. Y fue entonces cuando, como si todo el universo quisiera divertirse con ellos, el gran momento ocurrió. Helena, al intentar caminar hacia la zona de baile, pisó algo extraño en el suelo. Un pie torpe, un tropezón… y de alguna manera, terminó estrellándose directamente contra el pecho de Lord Benedict, enviándolos a ambos a caer sobre el suelo de mármol. — ¡Por el amor de Dios! —exclamó Benedict, sujetándola de la cintura, aunque no lo hacía para evitar la caída, sino para no caer de lleno sobre ella. Lo que, por supuesto, no ayudó en nada. Helena, sorprendida, intentó zafarse rápidamente, pero lo único que consiguió fue que el trozo de tela de su vestido se enganchara con la capa de Benedict, quedando ambos atados en una situación aún más comprometida. — ¡Por Dios! ¿Qué está sucediendo aquí? —se quejó él, mientras intentaba, inútilmente, liberarse de los lazos de tela. Helena, con el rostro enrojecido por la vergüenza, intentó levantarse. Pero cada intento solo resultaba en más enredo. Los murmullos del resto de los asistentes aumentaban mientras ella, desesperada, trataba de encontrar una salida. Cuando finalmente se levantó con una gracilidad que no correspondía al desastre que acababa de ocurrir, se giró hacia él, levantando la vista con un aire de arrogancia. — Benedict Hawthorne —dijo con una sonrisa irónica—, siempre tan torpe, incluso después de todos estos años. Él, aún enredado en su capa, se levantó torpemente, su rostro rojo como un tomate, pero tratando de mantener su compostura. Miró a Helena con esos ojos tan azules que la habían atormentado por años. — No te pongas tan fresca, Lady Thorne. —respondió con un tono mordaz, aunque su tono estaba más que marcado por la incomodidad—. Lo siento si te arruiné la entrada, pero no es mi culpa que tu vestido no se haya quedado donde debía. Helena levantó una ceja y cruzó los brazos. — Oh, no te preocupes, Lord Hawthorne, nadie notará que has vuelto a arruinarlo todo. ¿Cómo está tu ego? ¿Lo sigues manteniendo intacto bajo toda esa torpeza? A lo lejos, los ojos de los asistentes no se apartaban de ellos, como si la escena fuera un espectáculo que valía la pena seguir. Entre las risas suaves y los murmullos, Helena pudo ver cómo las cosas se complicaban aún más. Esta noche no sería fácil, especialmente con la tensión que había entre ellos, pero el compromiso que ahora pesaba sobre sus hombros parecía ser aún más incómodo. Benedict miró a su alrededor, notando las miradas que caían sobre ellos. No podían continuar en esta ridícula situación, pero tampoco podían dejar que se desmoronara su fachada. De alguna forma, sabían que ambos tendrían que jugar a la perfección para sobrevivir a lo que les aguardaba. — Quizás deberíamos... eh, hacer una entrada adecuada —dijo Benedict, con una media sonrisa incómoda—. Por el bien de nuestras reputaciones. Helena, con un leve gesto de aceptación, le dio la espalda para caminar hacia el centro del salón, mientras él trataba de disimular sus ropas aún arrugadas. Si había algo peor que ser la mujer más odiada de Londres, era estar obligada a bailar con el hombre más torpe de la ciudad. Helena aún sentía los ecos de las miradas y los murmullos tras su gran entrada en el salón de baile. Era un milagro que no hubiera rodado por las escaleras después de su accidente con Lord Hawthorne. Pero ahora, lo que debía enfrentar era mucho peor: la primera prueba pública de su compromiso con Benedict. —Dime que esto es una broma —murmuró Helena entre dientes mientras él la guiaba torpemente hacia el centro del salón. —Créeme, si pudiera evitarlo, lo haría —respondió Benedict con su característica falta de entusiasmo—. Pero parece que estamos destinados a hacer el ridículo juntos. El maestro de ceremonias anunció el inicio del vals. Helena suspiró. No era la primera vez que bailaba con un incompetente, pero esta vez su reputación estaba en juego. Benedict colocó su mano en su cintura, y ella le miró con advertencia. —Si me pisas, te juro que lo lamentarás. —Qué alarde de confianza en mis habilidades —respondió él con sarcasmo, pero su sonrisa se desvaneció rápidamente cuando, a los pocos segundos, efectivamente, le pisó el vestido. Helena cerró los ojos con resignación. —¡Por el amor de Dios, Benedict! —Fue sin querer —susurró él, pero cuando intentó corregir su postura, su manga se enredó con la falda de Helena y, de alguna manera, terminaron enredados como un par de patos torpes en plena pista de baile. El público contuvo la respiración. Helena sintió que el calor de la humillación subía por su cuello. Lo último que necesitaba era darle más material de burla a la sociedad londinense. —Por favor, dime que no estamos enredados de nuevo —susurró ella. —Bueno… no quiero alarmarte, pero… —Él miró su manga atrapada en los pliegues de la falda—. Quizás un poco. Helena resistió la tentación de gritar. —Muévete lentamente y… ¡No! ¿Qué haces? —Intento… desenredarnos. —¡Pues hazlo sin tocarme tanto! —¿Cómo se supone que haga eso si estás hecha de capas y más capas de tela? Helena cerró los ojos, inhaló profundo y, en un intento desesperado de salvar lo poco que quedaba de su dignidad, logró desenredarse con un hábil movimiento, no sin antes empujar suavemente a Benedict en el proceso. Por supuesto, en su infinita torpeza, Benedict perdió el equilibrio y terminó cayendo de espaldas con un sonido sordo. El salón enmudeció. Helena apretó los labios, aguantando la risa que amenazaba con escaparse. —Si vas a hacer un espectáculo, al menos hazlo con gracia —susurró, inclinándose levemente sobre él. Benedict, aún en el suelo, la miró con los ojos entrecerrados. —Te odio.

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