NUEVOS RECUERDOS

1928 Words
Rugí ferozmente. Estaba realmente furiosa y tiré con fuerza, sobre la mesa, aquella carpeta que contenía los papeles. Braden me había mentido en dos cosas importantes y me preguntaba, ¿en qué otras cosas me había engañado? ¿Y por qué lo había hecho? ¿Cuál era la razón para tales mentiras? ¿Qué significaba todo esto? ¿Quién era Braden realmente? Volví a coger la carpeta y releí la información que ahí había. Estaba claro. Ahí decía que había alguien más en el automóvil y yo necesitaba saber quién era esa persona... Ese hombre misterioso. ¿Estaba muerto? ¿Estaba vivo? Y de estarlo, ¿en dónde estaba? ¿Estaba en coma? ¿Había perdido la memoria como yo la había perdido? Necesitaba respuestas y las necesitaba ya. No quería estar ni un segundo más ignorando lo que estaba sucediendo. Volví a lanzar la carpeta contra la mesa y me dispuse a buscar pruebas. Hasta ahora, en lo único que me había basado para creer que Braden realmente era mi esposo, era en su palabra, en el hecho de que estuviera en la habitación del hospital esperando para que yo despertase —si es que realmente fue así— y en el estúpido anillo de matrimonio que llevaba en mi dedo anular y que en ese momento volteé a ver. «Podía ser de cualquiera —pensé—. ¿Quién me aseguraba que, realmente, yo era Leyla Hawthorne?». Busqué por toda la casa, alguna fotografía o cualquier cosa. Si estábamos casados tenía que haber alguna fotografía de los dos juntos..., de nuestra boda. Algún documento; mi identidad, nuestro certificado de matrimonio. Le di vuelta a todo y no encontré absolutamente nada. Salí de la casa. Me importó un p**o el frío. Ya habían pasado horas desde que se había ido y pensaba que no iba a tardar en regresar. Quería encarar a Braden desde el primer segundo en el que pusiera un pie afuera de ese coche. Iba a exigir respuestas y él iba a tener que darme cada una de esas respuestas. Caminé de un lado a otro sobre el terreno que había frente a la casa. Me senté en la banca, me volví a poner en pie y volví a caminar, volví a sentarme y repetí el procedimiento durante horas, porque Braden no llegó para la supuesta hora del almuerzo. De hecho, llegó la tarde y él tampoco apareció. Luego, oscureció y él continuaba sin llegar y mi paciencia y desesperación se fueron por el caño. Tenía mucha hambre y tenía un frío atroz, pero mi mente no me dejaba en paz. Me hacía pensar que Braden me había abandonado a mi suerte en esta remota y abandonada cabaña, que quedaba Dios sabe dónde, o que él me tenía secuestrada aquí. O, peor aún, que había caído por uno de esos despeñaderos que habían en el camino y había muerto, o había quedado en coma, y por eso no había regresado, a pesar de que había prometido hacerlo. Mil ideas retorcidas se me ocurrieron y, aunque no sabía dónde estaba, ni que camino tomar, mi dispuse a salir de ahí cuanto antes. Regresé adentro de la casa y busqué abrigo. Algo que me protegiera de morir congelada allá afuera. No fue mucho lo que encontré, pero de algo iba a servir. Cuando estuve lista, me dispuse a salir. Estaba completamente oscuro, la luna apenas proyectaba algunos reflejos de luz que bañaban los árboles, pero no era suficiente para disipar aquella abrumadora oscuridad que me atemorizaba. Sin embargo, nada me detuvo y comencé a caminar para alejarme de ahí cuanto antes. Como era de suponerse, no conocía los terrenos y me perdí. El camino se desapareció de mi vista y me adentré entre bosques espesos y que me parecieron terroríficos. Quise regresar, pero terminé más perdida de lo que estaba antes y resbalé, cayendo por un pequeño barranco. Las pequeñas piedras desgarraron mi piel mientras caía y mi cabeza golpeó con algo de fuerza al chocar contra el suelo. No quedé del todo inconsciente, pero sí bastante aturdida, tanto que otro pequeño recuerdo apareció en mi mente. Era mi yo de niña. Me veía escuálida, pálida y parecía que tenía el corazón entristecido por una razón que no tardé en descubrir. Estaba de rodillas en el suelo y alguien, una mujer vestida con ropa oscura, como el de una monja, golpeaba mi espalda con una vara gruesa de madera. —Eres una desobediente, Leyla —decía, alzando la voz a modo de reprimenda. A pesar de nada más ser un un simple recuerdo, podía sentir el dolor esparcirse por la piel de mi espalda como si fueran las ráfagas del fuego en un incendio, quemando mi carne. Habían otros niños alrededor, de mi edad, más pequeños y otros más grandes. Todos con rostros asustados y guardando un silencio abrumador. —Por eso ninguna familia te adopta. Por eso ni tu propia familia te quiso... Nadie quiere a un niño que parece criado por el demonio —continuó lanzando ofensivos regaños contra mí y, de cuando en cuando, dándome azotes con aquella vara. En tanto, mi mente divagaba por aquel recuerdo, suaves gemidos de dolor se escapaban por mi boca y movía la cabeza, quejándome. No sé cuánto tiempo pasó, pero sentí unos brazos que me levantaron del suelo y me llevaron a cuesta, avanzando a través de los árboles y la recia llovizna, fría como puntas de iceberg que atraviesan tu carne y se incrustan hasta tus huesos. Mientras era llevada por aquellos brazos y mi cuerpo tiritaba por el inclemente frío, mi mente continuaba divagando entre amargos recuerdos de mi niñez. Me ví llorando desconsolada por el castigo impuesto por aquella mujer y por las palabras que me había dicho, y luego ví a un niño de piel trigueña y ojos oscuros, tan escuálido y pálido como yo, que se acercó a mí y trató de consolarme con dulces caricias. Sus manos acariciaban mi espalda, tratando de calmar el dolor que los golpes habían dejado sobre mi piel. Uno de sus brazos rodeó mi espalda y apretujó mi cuerpo contra el suyo en un abrazo cálido, reconfortante y lleno de muchos cariño. —No llores, Ley —decía con su voz suave y dulce—. Yo siempre voy a estar contigo. Yo siempre voy a cuidarte y jamás dejaré que alguien te vuelva a lastimar. Me dejé envolver por su abrazo y me sentí segura entre sus brazos. Algo dentro de mí me decía que era verdad; que él siempre me iba a proteger y cuidar, y que a su lado todo iba a estar bien. Su rostro me era muy familiar, su voz mucho más y sus dulces gestos me lo confirmaron. Observé sus ojos oscuros y me perdí en la calidez y dulzura que ellos me transmitían. ¿Quién era? No lo sabía. No lo recordaba. Tal y como no sabía y no recordaba tantas cosas que aún permanecían ocultas bajo la espesa niebla que cubría mis recuerdos. Pero sabía que era alguien importante en mi vida. Alguien que, aunque se hubiera esfumado de mi mente, permanecía intacto en lo más profundo de mi corazón, como una marca imborrable. Escuché un leve gemido de dolor y me di cuenta de que había brotado de mi boca. Un rayo de luz chocaba directo en mis ojos y me obligó a abrirlos de a poco, adaptándome a la cegadora claridad que entraba por las ventanas. Me sentía adolorida, sin fuerzas y muy debilitada. También estaba aturdida y no tenía idea de dónde estaba. Me obligué a abrir los ojos del todo y observé mi alrededor. Estaba en la habitación de la cabaña. Miré al otro lado y encontré a Braden dormido en una silla, al lado de la cama. Parecía que había dormido ahí toda la noche, vigilando mi sueño. Quise levantarme, pero me di cuenta de que no podía hacerlo. Todo me dolía y parecía que tenía mi pie dentro de algo. Con desesperación intenté quitarme las sábanas y miré la venda alrededor de mi pie. Parecía que había algo más dentro de ella. Algo que mantenía inmóvil mi pie. —Te has dado un golpe en el pie —susurraron con voz adormecida, llamando mi atención. Alcé la vista y me di cuenta de que Braden se había despertado y de que era él quién me hablaba. Se sentó derecho y me observó, con mirada especulativa. —¿Q-Qué ha pasado? —murmuré, confundida—. Yo... Yo estaba... ¿Cómo me has encontrado? Me había ido. —Me di cuenta —dijo y sonó como si estuviera decepcionado—. Pero no habías ido muy lejos. De hecho, estabas bastante cerca. —Caminé mucho —lo interrumpí—. Creí haber llegado lejos. —Solamente diste vueltas alrededor del terreno —explicó—. Y caiste en una de las vertientes. «Qué tonta —pensé—. Ni para escapar sirvo». —¿Por qué te fuiste, Leyla? —preguntó, con lo que parecía un dejo de rabia en su voz. Batí las pestañas y lo observé, en silencio, durante algunos segundos. Analicé sus ojos azules, esperando ver algo en ellos, pero nada más lucían tan fríos y vacíos como siempre estaban. Su ceño se arrugó y estuvo a punto de hablar, pero yo lo hice primero. —No regresaste —respondí—. Se hizo de noche y tú no aparecías. La expresión de su rostro se relajo un poco, a pesar de que pareció un poco contrariado y desconcertado. —Tuve un problema —contestó—. El coche tuvo una falla mecánica a mitad de camino y como te has dado cuenta, no hay muchos lugares para pedir ayuda. Tragué saliva y no aparté mi vista de él. Continué mirando aquellos dos témpanos de hielo, esperando ver algún indicio de duda o mentira en ellos, pero nada. Continuaban inexpressivos. Me arrastré por encima de las sábanas y el colchón y logré sentarme, apoyando la espalda en la pared. —Me mentiste —mascullé. Ladeó levemente la cabeza y su ceño se volvió a fruncir. —¿En qué te he mentido? —preguntó, sin titubeo alguno. Parecía un hombre de piedra, o es que realmente no tenía nada de que preocuparse y por eso su rostro no mostraba ninguna reacción. Era tan difícil descifrar sus pensamientos. —Dijiste que no iba nadie más conmigo el día del accidente y ví los papeles del hospital. Ahí... Una de sus cejas se alzó y me interrumpió. —Oh, ya veo —murmuró y cruzó los brazos sobre el pecho, mientras se removía sobre la silla. —¿Y bien? —dije con tono un poco exigente—. ¿Qué tienes que decir con respecto a eso? Era el momento de que me diera respuestas. —Y quiero que hables con la verdad y nada más que la verdad —demandé. Una de las comisuras de sus labios se curvó hacia arriba en una sonrisa un tanto torcida, pero su expresión continuaba sin decirme más nada. —Es verdad —respondió sin más, sin titubeos, sin dudas, y sin parecer tener ni un solo ápice de remordimiento por haberme mentido con tanto descaro. Volvió a removerse sobre la silla y humectó su labio inferior, pasando la punta de su lengua sobre él. —Te he mentido, Leyla —añadió con demasiada tranquilidad. Una tranquilidad que me abrumaba por completo—. No he sido del todo honesto contigo.
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