La noche es tan oscura, que apenas deja ver los árboles que hay a los lados del camino, como sombras tenebrosas que se alzan imponentes sobre nosotros.
La carretera es tan solitaria, que lo único que se escucha es el ronroneo suave del motor y el sonido del viento chocando contra el parabrisas.
La neblina vuelve el ambiente casi mágico, fantasmagórico, y más pesado.
Sin embargo, nada de eso me perturba. En absoluto, pues sé que él está junto a mí.
Giro mi cabeza y lo observo, sentado a mi lado. Extiendo mi brazo izquierdo y las yemas de mis dedos rozan los gruesos vellos de sus brazos.
Él también me mira y le sonrío, con una felicidad que reboza desde lo más profundo de mi pecho.
Por un segundo, regresa la vista al frente y gira en una curva. Luego, regresa la vista a mí y sus ojos, oscuros, intensos y penetrantes, se fijan en los míos, robándome el aliento.
Contemplo su belleza; una belleza que me enloquece: piel dorada, rostro de facciones marcadas, una mandíbula prominente y varonil, marcada por una barba perfecta y bien definida. Sus labios gruesos y carnosos, sus cejas pobladas y masculinas...
—Te amo —susurro y me inclino, para depositar un dulce beso en su mejilla.
No responde, solo sonríe, elevando sus labios con algo de petulancia, y regresa la vista al camino.
Otra curva.
—Te amo —vuelvo a repetir, esperando que responda lo mismo.
Su mirada regresa a mí y solamente basta un segundo... Un solo segundo y las luces altas de otro carro aparecen frente a nosotros en la peligrosa curva que nos sorprende en el camino.
La luz nos enceguece y él pierde el control del coche. El automóvil comienza a girar sobre la carretera, y nuestros cuerpos se sacuden hasta que este choca contra la baranda que divide la carretera del abismo. Esta se rompe y caemos... Nada nos detiene, durante varios metros.
Grito lo más fuerte que puedo, hasta que mi garganta se desgarra. Extiendo mis manos hacia el frente, como si eso va a poder evitar lo que viene.
El capó del coche choca contra el suelo —suelo duro, áspero y pedregoso— y se hace pedazos, reduciéndose a un armasijo de metal. El parabrisas se vuelve mil añicos que se incrustan en mi piel, y mi cabeza golpea con un fuerte impacto el tablero, mientras lo único que escucho es el intenso sonido que producen los vidrios quebrándose y el metal retorciéndose.
Cierro los ojos y un segundo después no hay nada. Absolutamente nada.
Es como si mi cabeza se hubiera quedado en blanco o como si hubiera entrado en el espacio sideral, donde solo hay silencio, soledad y oscuridad.
«¿He muerto?», me pregunto. Pero no hay ninguna respuesta.
El tiempo corre o se detiene, no tengo idea, pues nada de lo que ocurre en el mundo lo puedo percibir.
No hasta que un pitido, muy lejano, comienza a perturbarme. Entonces, la luz comienza a aparecer frente a mí o a mi lado. No lo sé realmente. Lo que sí sé, es que esa luz me molesta y tengo que volver a cerrar los ojos.
De a poco, voy siendo consciente de todo...
La cabeza me duele terriblemente, como si estuvieran abriendo en ella un hoyo con un taladro. Hay algo en mi nariz y sobre mi boca, que me impide respirar por mí misma, o hablar. Intento quitarme esa cosa, pero no puedo mover mis brazos, mis manos o cualquier otra parte de mi cuerpo.
Nada reacciona o es que no recuerdo cómo es que se mueven.
Comienzo a hacer memoria, pero no hay nada. Absolutamente nada, lo que me mortifica por completo.
Aquel maldito pitido se hace más fuerte y de repente siento unas manos que me sujetan, impidiendo que pueda moverme o arrancarme esa cosa que me estorba.
Abro los ojos y dos rostros desconocidos aparecen frente a mí: una mujer y un hombre. Él viste con una bata blanca y algo plateado le cuelga del cuello, ella viste de azul.
—Señora, ¡Cálmese! —me piden—. ¡Tranquilícese, por favor!
Comienzo a hiperventilar, a entrar en un estado de pánico y desesperación que no puedo controlar, porque simplemente no sé cómo hacerlo.
No lo recuerdo.
Mis ojos giran desorbitados, viendo alrededor, tratando de entender, ¿qué es todo esto? ¿Dónde estoy? Y, ¿quiénes son todas estas personas que hay a mi alrededor?
Hay otro hombre y otra mujer, vestidos de azul, que han llegado corriendo a ayudar a los dos primeros.
También hay otro hombre, uno que viste con ropa normal, que me observa, desde una esquina. Luce inquieto, algo nervioso, pero a la vez lejano, frío y parece que una chispa de rabia resplandece en su mirar. Su mirada es azulada y tan fría, que me hiela la sangre y me reseca la garganta.
Parece que me odia mucho y quiere matarme.
Quiero hablarle, preguntarle quién es, pero un piquete en mi brazo se roba mi atención por completo y luego, otra vez me voy sumergiendo de a poco en la oscuridad, hasta que ya nada vuelve a importar, porque únicamente hay calma y silencio a mi alrededor.
—Señora, ¿puede ver la luz? —me pregunta la voz de un hombre, cuando vuelvo a abrir los ojos.
Una luz se mueve de un lado a otro y mis ojos la siguen.
Ahora, todo es distinto. Puedo respirar por mí misma, comienzo a mover los dedos de mis pies y de mis manos, y ya no siento aquella desesperación que me perturbaba.
Quiero hablar para responderle al hombre, pero no tengo voz, así que solamente asiento moviendo la cabeza.
La luz se apaga y mis ojos se detienen, para fijarse en el rostro del hombre. Es el mismo que estaba encima de mí antes, vistiendo de blanco, con la única diferencia de que esa extraña cosa plateada ya no cuelga de su cuello.
Guarda esa cosa, como un bolígrafo plateado, que emitía la luz, y asiente, antes de coger un tablero y un bolígrafo y apuntar algo en un tablero.
—¿Puede mover su mano derecha? —indagó.
Supe cuál era la mano derecha, porque la tocó con su dedo índice.
Apenas moví la extremidad que me había indicado.
—Muy bien —dijo y volvió a escribir algo, antes de regresar su atención a mí—. Ahora, mueva su pie derecho, por favor.
Suponiendo que el pie derecho era el que estaba en el mismo lado que la mano que había movido antes, moví ese.
Otro «bien» salió de la boca del hombre, volvió a escribir y me pidió que continuara moviendo partes de mi cuerpo por unos minutos, hasta que la pregunta del millón llegó.
—¿Sabe quién es? —cuestionó.
Mi mente comenzó a trabajar, como si dentro de mi cabeza hubiera un hámster haciendo girar una bola de ejercicio.
Me mareé por el esfuerzo y no me llegó ninguna respuesta. Así que moví la cabeza de un lado a otro y negué.
—Su nombre es Leyla —indicó y aquel nombre no me dijo nada. No lo recordaba en absoluto—. Leyla Hawthorne. ¿Lo recuerda?
Negué con más intensidad y otra vez comencé a sentirme frustrada.
—No... —Encontré mi voz al fin.
Salió ronca, pero pude hablar—. No lo recuerdo. No recuerdo nada.
Mi voz se quebró y comencé a llorar.
—No sé quién soy —farfullé entre lloriqueos amargos—. No lo sé. No lo sé.
—Leyla, trate de tranquilizarse —pidió—. No queremos que se altere. Necesita estar tranquila.
No me calmé, sino que me alteré más y tuvieron que volver a sedarme, para que no entrara en una crisis.
Cuando volví a despertar, me hicieron una vez más las mismas preguntas sin respuesta, me hicieron varios exámenes, pruebas y terapias, hasta que llegaron a una conclusión.
—Usted, ha sufrido una pérdida completa de la memoria —explicó el doctor que llevaba mi caso—. Durante el accidente que tuvo, sufrió una fuerte lesión craneal...
El doctor sigue hablando y ofreciéndome una explicación sobre mi caso, pero yo dejo de escucharlo, ya que en medio de todo aquel caos, hay una sola cosa que hace eco en mi cabeza. Un solo recuerdo atrapado en ese hueco vacío que ahora hay en mi cabeza.
—¿Dónde está él? —lo interrumpí, queriendo saber de ese hombre, al que tampoco recuerdo quién es, pero es el único recuerdo que se ha quedado grabado en mi cabeza.
—¿Quién? —cuestionó el doctor—. ¿Su esposo?
—¿Esposo? —repetí, sin entender muy bien, pero asentí. Quizá era la misma persona de la que hablábamos—. Sí, él.
—Está afuera —respondió, mientras revisaba mis ojos con aquella luz que había usado antes—. Está esperando que termine de revisarla para poder entrar a verla.
Fruncí el ceño, pues no entendía cómo era que él estaba bien, mientras yo estaba en esa cama de hospital.
«¿Acaso yo me había llevado la peor parte del accidente?», me pregunté.
—¿Hace cuánto...?
No terminé la pregunta, pero el doctor la entendió perfectamente.
—¿Hace cuánto fue el accidente y usted estuvo inconsciente? —Asentí—. Bueno, pues han pasado casi tres meses desde entonces.
—¿Tres meses? —musité.
Aún no recordaba si eso era mucho tiempo o poco, pero a mí me pareció mucho.
—No se preocupe —me tranquilizó—. Es muy probable que poco a poco vaya recuperando su memoria.
—¿Tardará mucho? —pregunté.
—No podría decirle con certeza —respondió—. El cerebro humano es el órgano más complejo que existe y las lesiones cerebrales son únicas y jamás se parece una con otra. Hay personas que olvidan todo, hasta algo tan insignificante como las vocales, otras que únicamente olvidan cierta parte de su vida, a lo que le llaman pérdida de la memoria selectiva, otras no recuerdan ese momento del accidente; algunos tardan horas en recuperar esa memoria, otros días, otros meses, otros años y, en los casos más terribles, ha ocurrido que no la recuperan nunca.
Contuve el aliento y tragué saliva.
—¿Cree que puede ocurrirme algo así? —le pregunté, angustiada—. ¿Que jamás vuelva a recuperar mis recuerdos?
—Eso, solamente el tiempo podrá responderlo —contestó, guardando sus cosas y ajustándose la chaqueta—. Tenga paciencia y espere. Si no ve resultados, le haremos más estudios y daremos un pronóstico más certero.
Sonrió y le devolví la sonrisa.
—De acuerdo —dije.
—Bien, ahora le diré a su esposo que pase, para que hable con él —indicó.
Asentí y tomé aire a profundidad.
Estaba ansiando tenerlo frente a frente y preguntarle qué había pasado ese día y por qué no lo había visto en todo este tiempo. Me preguntaba si había salido bien, si tenía su memoria intacta o si únicamente tendría algunos golpes en su rostro y cuerpo, como los que yo tenía.
Seguramente, él tenía su memoria intacta. Si estaba aquí, esperando por mí y me recordaba, era porque así era.
Moví mis piernas por la desesperación, mientras esperaba y me mordí los labios. Durante esos segundos de espera, intenté recordar algo más, pero nada vino a mi mente. Estaba tan vacía como el cascarón de un cacahuate.
La puerta comenzó a abrirse y mi corazón se aceleró. Las palmas de las manos me sudaron y mi respiración se agitó, alcé mis ojos hacia la puerta esperando ver por fin a aquel hombre de ojos oscuros, piel oliva y al que en mi recuerdo le decís que me amaba, pero mi confusión fue grande cuando me encontré con unos ojos azules y fríos, que me observaban cautelosos. Los mismos ojos que ví cuando me desperté la primera vez; ojos que me miraban con odio y ganas de matarme.
—¿Quién eres tú? —le pregunté.
Frunció el ceño y achicó la mirada, y cerró la puerta tras sí.
—¿De verdad, no me recuerdas? —cuestionó con voz pausada y reservada, pero profunda, varonil y tan fría como su mirada.
—No —respondí, un poco temerosa y reacia.
—Soy Braden —dijo, dando dos pasos para acercarse a mí—. Braden Hawthorne, tu esposo.
—¿Mi esposo? —murmuré y traté con gran esfuerzo poder recordarlo, pero lo único que recordaba de él, era cómo me miraba cuando desperté—. No. Tú no eres mi esposo —negué, un poco alterada—. ¿Dónde está el otro hombre? ¿El que iba conmigo en el coche, cuando tuve el accidente?
—Leyla, cálmate —me pidió, extendiendo sus manos en un acto conciliador—. No había nadie más contigo en ese coche. No existe ningún otro hombre —dijo y pareció furioso—. Todo es un producto de tu imaginación.
—¡Mientes! ¡Mientes! —grité, entrando en un estado de histeria—. ¡Tú no eres mi esposo! ¡Yo no te conozco! ¡No sé quién eres y no estás en mis recuerdos!
Intenté ponerme en pie, pero él me sujetó con fuerza y me lo impidió. Traté de luchar y soltarme, pero me fue imposible y únicamente conseguí alterarme más. Él me sujetaba con mucha fuerza, como si no quisiera que yo me fuera.
—Entiéndelo de una vez —gruñó en mi oído, antes de que el doctor y las enfermeras volvieran a entrar—. Tú eres mi esposa y no vas a ir a ningún lado que no sea conmigo.
Comencé a gritar y el doctor llegó, para ponerme un calmante. Comencé a desvanecerme y otra vez entré en aquel estado de letargo y vacío, en el que no había más nada que aquel recuerdo que me mostraba el rostro de aquel hombre al que le decía que lo amaba, pero nunca me respondió, porque aquel accidente lo impidió.