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Una Batalla de Amor

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Cuando Charlotte Warde se negó a contraer matrimonio con el marqués de Darincourt, éste pensó vengarse de ella, utilizando para ello a la joven prima de Charlotte. Serla, que se hallaba en serios problemas, aceptó intervenir en la farsa y en colaboración con la abuela del aristócrata, ganaron la batalla a Charlotte. En el transcurso de aquella trama, el marqués y Serla encontrarían el amor, pero tendrían que luchar contra la amarga y terrible venganza que Charlotte iba a planear contra ellos.

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Capítulo 1 1819-1
Capítulo 1 1819EL Marqués de Darincourt dirigió su faetón hacia las afueras de Londres. Todos los transeúntes se detenían al verlo pasar. Los dos caballos que adquiriera en fecha reciente en las salas de ventas de Tattersall’s eran magníficos y formaban una pareja perfecta. El faetón, que él mismo había diseñado era amarillo con ruedas negras y, sin duda, el más elegante de toda la Calle St. James. El propio Marqués merecía, igualmente, la admiración de los demás. Era muy apuesto y, tanto por su apariencia como por su comportamiento, hacía honor a su sobrenombre de Darin el Atrevido. Se lo había ganado cuando era el Capitán Clive Darin y servía en el Ejército. Aceptaba realizar cualquier misión, por difícil y peligrosa que ésta fuera y logró sobrevivir. El Marqués se dirigía aquel día a lo que, para él, era una nueva misión muy diferente a todas las que anteriormente llevara a cabo. Había decidido casarse. No le pasaba por alto que, con el tiempo, desde que terminara la guerra y se convirtiera en uno de los más perseguidos solteros de la Alta Sociedad, habría de tomar esposa. El Marqués era hijo único y se había percatado de que a su padre, antes de fallecer, y, como a él, a todos sus familiares, les aterra la idea de que muriera en el campo de batalla. Sin duda alguna, era imprescindible que se casara. Sería como una hecatombe el que el apellido Darincourt, que había desempeñado un gran papel histórico a través de los siglos, llegara a su fin. El Marquesado, que se les concediera apenas cien años antes, se trataba de un legado más y también era algo que no podía perderse. El Marqués era consciente de la importancia de su posición, de su enorme fortuna y de su atrayente apariencia física. Ello significaba que no había debutante que no intentara atraer su atención, ni ninguna madre ambiciosa que no rezara porque se convirtiera en su yerno. Eso no lo había vuelto vanidoso, sino sólo un tanto cínico. Sentía en su interior que le gustaría casarse por lo que valía por sí mismo, y no por sus otros créditos. Sus amigos se habrían reído de él por ser tan sentimental. Por otra parte, se trataba de un ávido lector por lo que, con frecuencia pensaba que le gustaría buscar el verdadero amor como se hacía en el pasado. Le habían impresionado mucho los poemas de Lord Byron, a quien personalmente conocía, ya que ambos pertenecían al mismo club, el White’s. A su regreso de la guerra, pasó mucha parte de su tiempo con mujeres casadas, muy sofisticadas y atractivas. Se mostraban éstas más que dispuestas a recibirlo en secreto en ausencia de sus esposos. Naturalmente, pertenecían a la Alta Sociedad. Sin embargo, el Marqués descubrió que se comportaban en forma muy semejante a las cortesanas francesas que conociera en París. Lo que ocurrió mientras se encontraba en Francia con el Ejército de Ocupación. Ahora, su abuela y demás familiares le rogaban, casi de rodillas, que tornara esposa. Había buscado entre las debutantes y le pareció descubrir entre ellas una perla perfecta. Lady Charlotte Warde, hija del Conde de Langwarde, era, sin duda, la más bella de su generación que había debutado en sociedad el año anterior, recibiendo, le contaron al Marqués, docenas de proposiciones matrimoniales. Casi todos los solteros de la flor y nata londinense le pusieron el corazón a sus pies. Pero ella los rechazó. Lo cual significaba, supuso el Marqués, que esperaba enamorarse. La conoció en una fiesta. Cuando bailó con ella, pensó que su belleza era aún mayor de lo que le contaran. Tenía facciones semejantes a las clásicas. Su piel era blanca, como el mármol, y tan suave como el pétalo de una rosa. Se mostraba muy segura de sí misma y, por lo tanto, era bastante divertida. No era tímida y, en ocasiones, incluso se atrevía a decir algo en doble sentido, o daba respuestas un tanto provocativas a alguna pregunta tendenciosa. Cuando el Marqués la vio, por tercera vez, decidió que haría un excelente papel a la cabecera de su mesa en Darincourt. También sería, sin duda, la aristócrata más hermosa durante la apertura del Parlamento. Bailó de nuevo con ella en otras fiestas. Se atrevieron incluso a sentarse en el jardín de la Casa Devonshire, bajo los árboles adornados con linternas casi mágicas. Cuando el Marqués besó a Lady Charlotte, ésta no se resistió y el Marqués descubrió que sus anhelantes labios lo excitaban. «¿Qué estoy esperando?», se preguntó aquella noche antes de acostarse. Al día siguiente, su abuela le rogó de nuevo que recordara que se necesitaba un heredero para Darincourt. El Marqués sabía que tenía razón. Era poco probable que encontrara otra mujer más bella que Lady Charlotte. Estaba seguro de que, cuando madurase lo que era de esperar, sería una anfitriona muy inteligente y capaz. Eso era importante para llevar a buen puerto las fiestas que soñaba ofrecer tanto en el campo como en Londres. Después de tomar su decisión, envió una nota a Lady Charlotte. Le decía que la visitaría al siguiente miércoles, a las tres de la tarde. Pensó que así dispondría de tiempo para tomar un almuerzo ligero en Londres. Luego se dirigiría a la casa de campo del Conde, donde llegaría a la hora mencionada. Decidió que con el objeto de ahorrar tiempo y desagradables discusiones, compraría el anillo de compromiso y lo llevaría con él. Eligió uno que le pareció particularmente atractivo. Consistía en una enorme perla convexa, rodeada de brillantes, que el joyero le dijo era uno de los ejemplos más perfectos que había visto nunca. El Marqués le explicaría a Lady Charlotte por qué le ofrecía una perla en lugar del tradicional solitario de diamantes. El anillo estaba ahora en el bolsillo de su chaleco. El pensar en Lady Charlotte lo hizo conducir con más rapidez. Mientras lo hacía, proyectaba cuándo se realizaría la boda. También pensaba a dónde llevar a su esposa durante la luna de miel. Por su parte, había estado en el extranjero mucho tiempo. Sería más agradable, pensó, quedarse en algún lugar romántico y tranquilo de Inglaterra. Aun cuando Lady Charlotte tenía diecinueve años, el Marqués había intuido que sabía muy poco del amor. De una cosa estaba completamente seguro – el Conde de Langwarde lo aceptaría de todo corazón. Era tan conocido por todos su tremendo tradicionalismo que la gente se reía de él a sus espaldas. E, indudablemente, también se sabía porque se habían rechazado a todos los pretendientes de Lady Charlotte. No eran lo bastante importantes como para integrarse en la familia del Conde. Nadie, y eso lo sabía el Marqués, podría decir lo mismo de él. Estaba seguro de que el Conde propondría que la boda fuera grandiosa. El Príncipe Regente estaría presente y, cuando menos, la mitad de la nobleza. El Marqués siguió avanzando. No era un trayecto muy largo el existente hasta la casa del Conde. Grande e impresionante, se había reconstruido ésta durante el reinado de la Reina Ana. Se erigía en un terreno de aproximadamente mil acres. El Marqués sabía que la caza en otoño era muy buena en aquella zona. Pero no podía rivalizar con la que él ofrecía a sus amigos en Darincourt. El Marqués cruzó los dos enormes portones de hierro con puntas doradas. Pensó que la vereda misma era muy pintoresca y la casa, al fondo, ciertamente notable. Sin embargo, no eclipsaba, ni siquiera se igualaba, a Darincourt, reconocida ésta como una de las mansiones ancestrales más famosas y bellas de todo el país. Dos sirvientes lo esperaban al pie de la escalinata al objeto de hacerse cargo de sus caballos. El Marqués, a diferencia de la mayoría de los jóvenes londinenses, prefería viajar solo. Le resultaba molesto llevar al palafrenero con él. Por supuesto, era esencial en los viajes largos, cuando era preciso detenerse en alguna posada. Cruzó la puerta principal. El Mayordomo le hizo una cortés reverencia. –Buenas tardes, my Lord– dijo–. La Señorita lo espera en el salón. El Marqués entregó a un criado su sombrero y sus guantes, se alisó el cabello y siguió al mayordomo. Ya había visitado Langwarde con anterioridad. Sabía que el salón era único, porque cada pieza de mobiliario correspondía a la época en que se construyera la casa. Era también, con sus cortinas de color rosa, un marco perfecto para Charlotte. El mayordomo anunció: –El muy noble Marqués de Darincourt, my Lady. Charlotte se volvió de frente a la ventana, donde se hallaba de pie, y se apresuró hacia él. Le extendió la mano. El Marqués la besó antes de decir: –Estás muy bella, Charlotte, y creo que sabes por qué he venido esta tarde. Pensó que tal vez se precipitaba, pero no venía al caso andarse con rodeos, en lugar de ir directamente al asunto. Para su sorpresa, Charlotte retiró su mano. Giró sobre sí misma y avanzó hacia la chimenea. El Marqués observó la perfección de su silueta como la gracia de sus movimientos y la siguió. Al llegar junto a la chimenea, Charlotte se volvió hacia él. El Marqués consideró muy extraño aquel comportamiento, por lo que dijo: –¿Qué sucede? No pareces tan complacida como yo esperaba. –Tengo algo que decirte– indicó Lady Charlotte. El Marqués hizo un gesto vago y preguntó: –¿Qué es? –Me temo que te va a molestar, pero prometí casarme con el Duque de Cumberland. El Marqués la miró como si no pudiera creer lo que oía. –¿El Duque de Cumberland?– repitió. Sabía que el Duque, que había heredado el título el año anterior, apenas tenía más de veinte años. Lo había visto varias veces en el club White’s desde que regresara a Londres. Le pareció un jovencito bastante aburrido y maleducado, aunque, sin duda, mejoraría con la edad. Pero ni por un instante lo habría considerado como un rival. Ahora recordó haberlo visto bailar alguna vez con Charlotte y que estaba sentado a su lado en el almuerzo que el padre de ella ofreciera la semana anterior en su casa de Londres. Pero el que Lady Charlotte prefiriera por esposo al Duque o cualquier otro que no fuera él lo dejó por un momento casi sin habla. Parecía que había recibido un cañonazo. –Lo lamento, Clive, si eso te hace daño– decía Charlotte–. Tal vez debí evitar que vinieras esta tarde, pero deseaba darte la noticia yo misma. El Marqués apretó los labios antes de preguntar: –¿Cuándo decidiste casarte con Cumberland en vez de conmigo? La pregunta pareció resonar entre ambos. Era casi como si el Marqués la obligara a contestarle de inmediato. Entonces, con voz débil, Charlotte dijo: –Me lo... propuso... hace... dos días. –Y decidiste, o más bien tu padre decidió por ti, que era más importante que fueras Duquesa que Marquesa. Las palabras del Conde restallaron como un látigo. Charlotte volvió la cabeza. –No hay razón para discutirlo– dijo–. Mi intención es casarme con Derek, y sólo lamento que te molestes. El Marqués pensó que sería indigno pronunciar una palabra más y sobre todo, decir lo que estaba pensando. Giró sobre sí mismo, se dirigió hacia la puerta y le dijo: ––Te deseo lo mejor, Charlotte, y, por supuesto, espero que seas feliz. La forma en que se expresó dejó bien en claro que su frase se trataba de un sarcasmo. Salió al vestíbulo. Recogió su sombrero y los guantes, y bajó con rapidez la escalinata hacia su faetón. Arrojó una moneda a los sirvientes que sostenían a los caballos; acto seguido, los hizo dar la vuelta y se alejó por la vereda. Estaba tan indignado, que ni a sí mismo podía expresar sus sentimientos. No era porque le importara demasiado perder a Charlotte pero el que lo hubiera engañado con tal habilidad que le hiciera creer que estaba enamorada de él, lo consideraba intolerable. Cuando le hablaba, lo hacía con un tono de voz quebrado, que parecía indicar cuánto lo amaba. Se mostraba excitada cuando le besaba la mano y cuando la besó en los labios, respondió en una forma que no hubiese esperado en una jovencita. Lo había invitado una docena de veces a la casa de su padre en la Avenida del Parque. Cuando llegaba, Charlotte, corría hacia él con una ansiedad que no se molestaba en ocultar.

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