Capítulo 2 – El día que conoció a todos

1047 Words
El sol de marzo entraba a ráfagas por la ventana del comedor. Celeste había estado cocinando desde temprano, y la casa olía a pan casero, berenjenas al escabeche y algo dulce que todavía estaba en el horno. Era uno de esos domingos en los que la familia Zotta Braga se reunía completa: risas, sillas extras y el caos dulce de las voces superpuestas. Antonella: —Va a salir bien. No te pongas tenso. Sebastián: —¿Y si a tu abuelo no le caigo bien? Antonella: —Lito ama a todo el que le lleve una botella de vino y se ría de sus chistes. Sebastián: —¿Y si tu primo Mauricio me mira como si fuera un enemigo público? Antonella: —Mauricio le gruñó al novio de una moza una vez porque le pareció que la miraba mucho. Lo suyo es un deporte, no lo tomes personal. Sebastián se rió, nervioso. Llevaban casi un año y medio juntos, y aunque algunos familiares de Antonella ya sabían de él por fotos o anécdotas de w******p, esa era la primera vez que se presentaba oficialmente ante todos. No solo sus padres, sino también su hermano Martín, sus tíos Sergio, Mercedes y Victoria, su abuela Aida, sus primos —Mauricio, Ignacio, las mellizas Jazmín y Constanza— y las parejas respectivas que se sumaban como parte del combo familiar. El timbre sonó. Celeste lo atendió con su típica sonrisa amplia. Celeste: —¡Pasen, pasen! Justo estaba por sacar las empanadas del horno. Antonella entró tomada del brazo de Sebastián. Él saludó con una mano, tímido, y enseguida se encontró con la mirada de Federico, su suegro. Alto, de voz grave y pocas palabras. Federico: —¿Vos sos el famoso Sebastián? Sebastián: —Así parece… Es un gusto, señor. Federico: —Federico. Nada de “señor”. Antonella se adelantó para abrazar a su papá. Antonella: —Pa, no seas tan serio. Nos pone más nerviosos. Federico: —Yo no estoy nervioso. Él es el que debería estarlo. Risas sueltas. Sebastián se acercó a estrecharle la mano, y Federico se la estrechó con fuerza, pero sin agresividad. Había una tensión amable en el aire. Sebastián entendía que no se trataba de intimidarlo, sino de establecer presencia. Celeste, mientras tanto, lo salvó como buena anfitriona. Celeste: —Bueno, bueno, pasen al living que ya llegan los demás. Martín, el hermano menor de Antonella, apareció desde el fondo con su consola portátil. Martín: —¿Vos sos el que toca la guitarra? Sebastián: —Sí, ¿te gusta la música? Martín: —Sí, pero más los videojuegos. Aunque mi profe de música me dijo que tengo buen oído. Sebastián: —Si querés, te enseño un par de acordes cuando quieras. Martín asintió, haciéndose el desinteresado, pero sonriendo apenas. En el fondo, le había caído bien. Uno a uno, fueron llegando todos: Sergio, el tío favorito de Antonella, con su voz fuerte y sus anécdotas de juventud; Mercedes, siempre con una bandeja de cosas ricas; Victoria, la tía menor, con su pareja Julia, una mujer tranquila que saludaba con dulzura. Luego aparecieron Mauricio con Elea, Ignacio, y más tarde las mellizas Jazmín y Constanza, que no tardaron en preguntar si Sebastián tenía hermanos lindos. Jazmín: —¿Y tenés algún hermano como vos? Porque mi amiga Lola está soltera… Sebastián: —Tengo una hermana, Nayla. Pero no creo que le interesen las amigas de secundaria. Constanza: —Igual mostranos su i********:, por las dudas. Todos rieron, y Sebastián se relajó un poco más. Después del almuerzo, cuando la sobremesa se llenó de café, anécdotas y juegos de cartas, Aida, la abuela de Antonella, se acercó a él con paso lento pero firme. Aida: —¿Vos sos el que hace feliz a mi nieta? Sebastián: —Lo intento todos los días. Aida: —Entonces cuidala. Porque esa chica tiene el corazón más noble que conocí. Sebastián: —Lo sé. Por eso estoy acá. Aida lo miró un rato, lo evaluó con esos ojos de abuela que saben más de lo que dicen, y luego asintió. Después le sirvió una segunda porción de postre. Era la manera más clara de decir “bienvenido”. Más tarde, mientras algunos jugaban al truco y otros se peleaban por quién lavaba los platos, Sebastián fue quedando más integrado. En un momento, Federico se sentó a su lado con una cerveza en la mano. Federico: —¿Y vos te ves con Antonella a largo plazo? Sebastián: —Sí. No tengo dudas. Federico: —Ella es terca, sensible y a veces se encierra en sí misma. No es fácil estar a su lado. Sebastián: —Lo sé. Pero no la elijo porque sea fácil. La elijo porque es ella. Federico lo miró un segundo. Luego asintió, como si estuviera firmando un contrato silencioso. Y Sebastián, por primera vez en toda la tarde, sintió que ya no era un invitado. Era parte. Antonella lo observó desde lejos, hablando con Mauricio y Sergio, riéndose con Martín, ayudando a Celeste a levantar la mesa. Verlo moverse entre los suyos con esa naturalidad le generó algo en el pecho. No era solo orgullo. Era paz. Maia apareció más tarde, como siempre, con una bolsa de medialunas y su entrada estelar. Maia: —¡Perdón la demora, se me pinchó una rueda! ¿Me perdonás, Celeste? Celeste: —¡Siempre! Pero solo porque trajiste medialunas. Maia abrazó a Antonella como si no la hubiera visto hace años, saludó a todos con la soltura de quien ya era parte de la familia, y se sentó al lado de Sebastián. Maia: —¿Y? ¿Sobreviviste? Sebastián: —Con algunas cicatrices, pero sí. Maia: —Quedate tranquilo. Si pasaste este filtro, podés con todo. Antonella: —Me da miedo cómo suena eso. Maia: —Con razón. Porque ahora ya no hay vuelta atrás. Rieron los tres. Y el resto de la tarde se les fue entre partidas de juegos de mesa, fotos familiares y esa sensación inexplicable de estar exactamente donde uno tiene que estar.
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