La vigilia del Pantera

1460 Words
Nikolai cerró la puerta de la habitación con un golpe seco. Nadie entraría allí sin su permiso. Afuera, la Sombra daba las órdenes de siempre, pero él se quedó en silencio, arrastrando la silla hasta la orilla de la cama donde Serafín yacía con el pie vendado. El color había huido de su rostro. Sus pestañas descansaban sobre la piel pálida, y sus labios, que tantas veces había saboreado con hambre, ahora parecían frágiles, apenas rozando el borde de la vida. Nikolai se inclinó y con el dorso de la mano apartó un rizo húmedo de su frente. Estaba ardiendo. —Aguanta, ángel —murmuró, su voz más baja de lo que jamás habría permitido que alguien escuchara. No tocó su whisky, no contestó llamadas, no aceptó la comida que le trajeron. Se quedó allí, fumando en silencio, vigilando cada movimiento de su pecho, cada exhalación. La Sombra entró en un momento con un informe, pero Nikolai solo lo miró de reojo. —Fuera. No quiero a nadie aquí. Pasaron las horas. Cuando el sueño intentó derribarlo, se obligó a permanecer despierto. Se quitó la chaqueta y se sentó a un lado de la cama, con un ojo en el arma sobre el buró y el otro en la mujer que, contra toda lógica, se había vuelto más peligrosa que sus enemigos. A veces le hablaba sin esperar respuesta. —No tienes idea de la guerra que traes a mi pecho. Ni de lo que hice hoy por ti. Ni de lo que haré si alguien más intenta tocarte. Al segundo día, sus ojos rojos delataban el cansancio. No había probado bocado. Solo agua y cigarrillos. Cuando el médico volvió a revisarla, Nikolai no lo dejó más de dos minutos dentro. La fiebre bajaba despacio, pero él no lo admitiría. Una madrugada, mientras el silencio reinaba y el viento golpeaba las cortinas, Serafín gimió débilmente. Nikolai se inclinó de inmediato. Su mano atrapó la de ella, grande, dura, cálida. Sus ojos se entreabrieron, nublados, buscando algo en medio del dolor. —Mi señor… —susurró, apenas audible. Nikolai cerró los ojos un segundo, como si esa voz lo hubiera atravesado con un puñal. —Aquí estoy, ángel. —Se inclinó, rozando su frente con la suya. —No me vas a dejar. Ella intentó moverse, pero él la detuvo con suavidad, algo impensable en el Pantera. —Shhh… No gastes fuerzas. Solo mírame. Por primera vez en mucho tiempo, Nikolai se sintió débil. Y lo odiaba. Los ojos de Serafín, aún velados por la fiebre, recorrieron el rostro de Nikolai. Nunca lo había visto así. Había ojeras bajo sus ojos, su barba crecida y el cabello rebelde le daban un aire salvaje, pero lo que la estremeció fue la intensidad de su mirada: no era la del verdugo, sino la de un hombre que había peleado contra el sueño y el hambre por velar sus sueños. —Tú… no has dormido —susurró ella con voz quebrada. Él arqueó una ceja y apretó suavemente su mano. —Eso no importa. Lo que importa es que tú respires. Ella quiso apartar la mirada, pero no pudo. Había algo en él que la ataba más que cualquier cadena. —No entiendo… por qué hace esto. —Su voz temblaba, tanto de debilidad como de miedo. —Porque eres mía —respondió él, simple, rotundo. —¿Mía? —repitió ella, como si la palabra pesara demasiado. Él inclinó su rostro, acercándose tanto que pudo sentir su aliento mezclarse con el suyo. —Sí, ángel. Mía. Ni el río, ni las serpientes, ni la muerte misma podrán arrebatarte de mí. Las lágrimas rodaron silenciosas por el rostro de Serafín. Quiso decir que no era justo, que no tenía elección, pero la fuerza le falló. Entonces Nikolai, contra toda expectativa, pasó el pulgar por su mejilla y secó una de sus lágrimas. —Deja de llorar. No voy a dejar que te pase nada —dijo con una calma oscura, como quien promete no con palabras sino con sangre. Ella, apenas un hilo de voz, preguntó: —¿Y si un día no puede protegerme? Él sostuvo su mirada, frío y ardiente al mismo tiempo. —Entonces te enseñaré a protegerte. —Su tono no admitía réplica. Serafín parpadeó, sorprendida. —¿A mí? ¿Usted… enseñarme? Una media sonrisa, peligrosa y encantadora, se dibujó en los labios del Pantera. —No quiero una muñeca de porcelana que se rompa al primer golpe. Quiero que, si el mundo me arranca de tu lado, aún pueda escucharte rugir. El corazón de Serafín latió con fuerza. Nunca nadie le había dicho algo así. Y aunque aún estaba débil, sintió que por primera vez desde que lo conocía… no quería huir. Nikolai bajó la voz, tan grave que la envolvió como un secreto. —Pero primero… vas a vivir. —Le acomodó el cabello en la frente y añadió con dureza mezclada con ternura—. Porque no pienso enterrar a mi ángel. Él se recostó en la silla junto a la cama, pero sin soltar su mano. Y mientras ella volvía a cerrar los ojos, rendida por el cansancio, Nikolai se permitió, por un instante, apoyar la frente contra el dorso de su mano, respirando en silencio como un hombre que acababa de salvar lo único que le importaba en el mundo. Los días siguientes fueron un vaivén de silencios y cuidados. Serafín, débil pero consciente, descubrió que el Pantera no se apartaba de ella más de lo necesario. Apenas salía a dar órdenes rápidas, y siempre regresaba antes de que ella abriera los ojos, como si temiera que desapareciera en su ausencia. El médico acudía cada mañana y cada tarde, revisando las heridas de su pierna. Pero lo hacía bajo la atenta mirada de Nikolai, que se mantenía de pie a su lado, los brazos cruzados y la expresión dura. —Sea rápido —ordenaba siempre, y cuando el médico intentaba explicar algún procedimiento, Nikolai lo interrumpía—: No necesito discursos. Solo haz tu trabajo y vete. Serafín, aunque sufría con cada apretón o cambio de vendas, sentía que el verdadero peso estaba en la mirada de su guardián. Él apenas le permitía gemir, pero cuando lo hacía, su ceño se fruncía como si cada dolor de ella atravesara su propia piel. Una tarde, cuando el sol teñía el cielo de naranja y púrpura, Nikolai entró con una bandeja improvisada. Había ordenado al cocinero preparar algo liviano, aunque fue él mismo quien se aseguró de llevarlo. —No quiero excusas —dijo, colocándola frente a ella—. Vas a comer. Serafín lo miró con cierta timidez. —No tengo hambre. Él se inclinó, sus ojos fríos atrapando los suyos. —No me importa. —Su voz fue suave, pero tajante—. Vas a vivir, y para eso vas a comer. Ella obedeció, despacio, mientras él la observaba con una paciencia feroz. Y cuando terminó, para su sorpresa, él encendió el televisor. El canal mostraba, Mi Bella Genio. Serafín se incorporó un poco, con los ojos abiertos de asombro. —¿Cómo…? —su voz apenas fue un susurro—. Nikolai, sin apartar la vista de la pantalla, habló con calma: —Te observé sonreír más de una vez cuando lo veías sola. Sé que te gusta. El corazón de Serafín dio un vuelco. Él, aquel hombre frío y temido por todos, había reparado en un detalle tan pequeño de ella, algo que ni siquiera había compartido con nadie más. —Pensé que no se había dado cuenta… —murmuró, con una mezcla de vergüenza y ternura. Nikolai giró el rostro hacia ella, con una leve sonrisa apenas perceptible. —Yo siempre me doy cuenta. Ella bajó la mirada, nerviosa, pero con una calidez que nunca antes había sentido. El ambiente estaba distinto: había paz. Por primera vez desde que estaba con él, Serafín sintió que el peligro se había disipado, aunque fuera solo por unas horas. Cuando el capítulo terminó, ella cabeceó, luchando contra el sueño. Nikolai se acercó y le acomodó una manta sobre los hombros. Podía haberse marchado, pero no lo hizo. Se sentó a su lado en la cama, apoyando el brazo en el respaldo y observándola en silencio. Mientras la respiración de Serafín se volvía lenta y profunda, Nikolai se permitió un pensamiento que jamás confesaría en voz alta: "Tal vez no necesite encerrarla más. Tal vez baste con tenerla cerca, donde pueda verla, donde pueda tocarla." No dijo nada. No iba a quebrar su propio juramento de hierro. Pero esa noche, mientras la tenue luz del televisor aún parpadeaba, Nikolai cerró los ojos y, durmió sin pesadillas, con el calor de su ángel a su lado.
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