El Descenso del Pantera
El rugido grave de los motores se apagó cuando el jet privado de Nikolai Smirnov tocó la pista de tierra roja en el corazón de México. El calor le golpeó de inmediato, sofocante, mezclado con el olor seco del polvo y la vegetación marchita. El aire vibraba con insectos y humo lejano de fogatas, un contraste brutal con el frío cortante de Moscú, donde hasta el invierno parecía obedecer su voluntad.
A Nikolai no le importaba. Había venido por una sola razón: ajustar cuentas.
Le habían robado un cargamento de armas. Un error imperdonable.
Nadie roba al Pantera y vive para contarlo.
Bajo la atenta mirada de sus hombres, Nikolai descendió del avión con paso firme. Sus ciento noventa centímetros de altura lo hacían parecer más un guerrero que un heredero. Su porte impecable, el corte preciso de su traje oscuro y la dureza en sus ojos de acero bastaban para imponer silencio. El sol mexicano arrancaba destellos de sus facciones, pero nada lograba suavizar la expresión fría que se había esculpido con años de disciplina y sangre.
Sus órdenes rara vez eran directas. No necesitaba levantar la voz ni desperdiciar palabras; sus hombres sabían leer entre líneas, y la sola presencia del Pantera bastaba para que el miedo hiciera su trabajo.
Al subir a la camioneta negra blindada que lo esperaba, soltó con voz grave y medida, sin mirar a nadie en particular:
—Quiero mujeres bonitas. Que limpien, laven y cocinen. Y quiero una que me asista siempre, que esté a mi lado en todo momento. Pero quiero escoger. No me traigan un montón de sombras sin rostro.
Un silencio helado siguió a la orden.
A su lado, La Sombra asintió. Era un hombre sin nombre ni apellido, invisible para el mundo, leal hasta la muerte. Había servido a Nikolai desde hacía más de una década, un fantasma eficiente que se movía en las grietas de la ley. En México, donde cada día alguien desaparecía sin dejar rastro, él sabía exactamente dónde buscar. El submundo de las subastas clandestinas le abriría sus puertas. Allí, la belleza era mercancía y la libertad, un lujo inalcanzable.
Mientras el convoy se internaba por un camino polvoriento bordeado de cactus, Nikolai observó en silencio el paisaje. México olía a tierra caliente y a pólvora. Podía sentirlo: un territorio indómito, tan salvaje como él.
—Señor —dijo La Sombra, rompiendo el silencio con voz baja—. Ya he contactado a los organizadores de la próxima subasta. Tendrá lo que busca.
Nikolai no respondió. Se limitó a encender un cigarro y a exhalar lentamente, como si el humo pudiera despejar las imágenes que aún lo perseguían: la humillación de haber sido robado, el eco de su padre diciéndole que el amor era debilidad, el recuerdo de un Moscú en el que había aprendido que la compasión era un lujo que se pagaba con sangre.
No buscaba compañía. Buscaba control. Una mujer que no tuviera pasado ni futuro, que solo respirara cuando él se lo permitiera. Un objeto perfecto, dócil, irrompible. Eso era lo que creía necesitar.
No sabía que, en algún rincón de esa misma ciudad calurosa, la pieza que quebraría su mundo ya estaba escrita en su destino.
Habían pasado seis meses desde que Serafín dejó el orfanato y se aventuró al mundo que la Madre Superiora le había descrito como difícil y cruel.
Su vida era sencilla, marcada por rutinas que le daban paz. Trabajaba como maestra en una pequeña escuela de las afueras. Sus alumnos de tercer grado —pequeños terremotos con risas desbordantes y manos llenas de crayones— eran su refugio. Con ellos reía, se olvidaba del silencio del convento, y en cada mirada inocente hallaba el eco de la bondad que aún creía posible en el mundo.
Cada tarde, regresaba a su modesto edificio, aferrando su bolso de tela como si en él llevara su vida entera. Dentro, siempre protegido, estaba su tesoro: un cuaderno desgastado de tapas suaves, en el que garabateaba dibujos y escribía cada detalle de sus días. Ese diario era su confidente, su prueba de existencia. Su manera de decirle al mundo: Estoy aquí. No soy una sombra.
A veces, desde el teléfono público de la esquina, llamaba a la Madre Superiora. Eran conversaciones breves, con silencios más largos que las palabras. Pero en esas pausas, Serafín sentía la seguridad de que aún pertenecía a alguien.
Su cuerpo aún llevaba fresco el recuerdo de la tinta sobre su piel. En la costilla, bajo la blusa sencilla, el nombre Serafín brillaba en tinta negra. Había sido su primer acto de libertad, una marca de rebeldía y miedo. Soy Serafín. No me olviden.
Esa tarde, el sol se hundía tras los edificios, tiñendo las paredes con tonos anaranjados y violetas. El calor se mezclaba con el polvo y el olor a comida callejera. Serafín caminaba por la acera agrietada, perdida en pensamientos, cuando el chirrido de unos frenos la hizo detenerse.
Una furgoneta blanca se detuvo a su lado. La conductora, una mujer de rostro amable, asomó con un mapa en la mano. En el asiento delantero, un niño lloraba desconsolado.
—Hola —dijo la mujer con una sonrisa cálida—. Estoy perdida. ¿Puedes decirme dónde estoy? Mi hijo no para de llorar.
Las palabras de la Madre Superiora retumbaron en su mente, como un eco que no quería escuchar:
No te acerques a extraños. El mundo no es tan misericordioso como tu corazón, Serafín.
Ella apretó su bolso contra el pecho.
—Tampoco soy de aquí —contestó, con voz suave y una sonrisa tímida, mientras aceleraba el paso—. Lo siento, no puedo ayudarla.
Entonces lo escuchó. Una voz grave desde el interior de la furgoneta, baja, pero cargada de intención.
—Síguela —ordenó un hombre con tono áspero—. Al Pantera seguro le gustará.
El corazón de Serafín se detuvo. El aire le quemó los pulmones. Dio dos pasos más, intentando aparentar calma, como si el peligro pudiera disiparse si fingía que no lo escuchaba.
—Oye, espera —insistió la mujer, bajando del vehículo con el mapa extendido—. Solo dime el nombre de esta calle.
Serafín vaciló. Su instinto gritaba que corriera, pero su bondad la ancló. Se giró para buscar una señal, algún letrero. No había ninguno.
Ese segundo de duda fue todo lo que necesitaron.
La puerta trasera se abrió de golpe. Dos hombres salieron como sombras. La sujetaron con brutalidad, arrastrándola hacia dentro. Una capucha áspera cayó sobre su cabeza, y el mundo se convirtió en oscuridad.
El aire se le cortó. El olor a sudor, gasolina y cuero la envolvió como un muro. Forcejeó, pero sus brazos quedaron inmovilizados contra el metal helado del asiento.
Estoy perdida… pensó, con el pánico clavándole las uñas al pecho. El mundo cruel me encontró.
—¡Cállate! —rugió uno de los hombres cuando comenzó a rezar en un susurro tembloroso.
Pero Serafín no se detuvo. Sus labios siguieron murmurando la oración que había repetido desde niña, como si cada palabra fuera un escudo invisible.
Un golpe seco en el rostro la hizo estremecerse. Sintió el ardor de la cinta adhesiva al cubrirle la boca, robándole el aire. El niño seguía llorando, su llanto confundido con el rugido del motor que aceleraba.
Sus ojos, ocultos bajo la capucha, se humedecieron. Podían callar su voz, vendar sus ojos y atar sus manos.
Pero no podían apagar la oración que ardía en su pecho como el último fuego de su libertad.
Y mientras la furgoneta desaparecía entre las calles oscuras de México, al otro lado de la ciudad, Nikolai Smirnov encendía otro cigarro, sin saber que la presa más peligrosa de su vida ya iba camino a él.