Lo que para Serafín fueron solo unos segundos, en realidad fue un viaje interminable a ciegas. La furgoneta avanzaba con un traqueteo seco que le sacudía cada hueso. El aire estaba cargado de gasolina y sudor. Al principio creyó que estaba sola, pero pronto lo sintió: los cuerpos junto al suyo, temblorosos, rozando sus brazos. El roce de piel contra piel, los suspiros entrecortados y el tenue olor del miedo le confirmaron que no era la única. Había otras, y todas compartían el mismo destino.
El vaivén del vehículo la lanzaba contra ellas una y otra vez. Ninguna hablaba; los únicos sonidos eran el roce de cadenas y las respiraciones agitadas. El silencio era más aterrador que los gritos.
La oscuridad de la capucha parecía hacerse más densa con cada minuto. Su respiración rebotaba en la tela, calándole de humedad. El corazón le latía tan fuerte que temía que todos pudieran escucharlo.
De repente, el auto se detuvo. El chirrido de las llantas en la grava le heló la sangre. El golpe de una puerta abriéndose anunció el inicio de algo peor.
—Bájenlas.
Unas manos ásperas la sujetaron con violencia, arrastrándola fuera. El aire exterior estaba impregnado de humo y tierra húmeda. Apenas logró dar un paso cuando un chorro de agua helada la golpeó de lleno. La fuerza la hizo tambalear, arrancándole un jadeo sofocado por la cinta en su boca. Una manguera a presión recorría cada parte de su cuerpo, lavándola con brutalidad. El agua le calaba los huesos, dejándola temblando.
—¡Más fuerte! —ordenó alguien.
El chorro se volvió más cruel. Sintió la tela de su ropa pegarse a la piel hasta que, sin contemplaciones, manos desconocidas se la arrancaron. Cada tirón era una nueva herida en su dignidad. Sus dedos intentaban cubrirse, pero era inútil.
Un instinto feroz se encendió en ella. Su pierna se alzó y lanzó una patada contra el bulto más cercano. El impacto fue certero; escuchó un gruñido de dolor. Por un instante, sintió una chispa de triunfo.
—¡Perra! —rugió el hombre. Su puño descendió con furia, directo a su estómago.
El golpe la dobló, arrancándole un gemido ahogado. El aire se escapó de sus pulmones, y un dolor agudo le recorrió el vientre.
—Mujer… peor que un mojado, sin saber de dónde vienes —escupió el hombre con un marcado acento mexicano, burlándose de su aspecto extraño, de su origen desconocido. Sus palabras eran dagas, y aunque él no lo sabía, tocaban la herida más profunda de Serafín: no tener un lugar al cual pertenecer.
Antes de que pudiera reaccionar, otra voz resonó en el lugar, tan fría y cortante que heló la sangre de todos.
—¡Ya déjala! —tronó, autoritaria—. El Pantera llegó. ¡Vístanlas y llévenlas ya!
El silencio cayó como un manto. Nadie se atrevió a replicar.
La capucha fue arrancada de su cabeza, y la luz la cegó. Parpadeó varias veces, hasta que la visión borrosa se aclaró. Estaba en una especie de sala improvisada, húmeda y sin ventanas. Frente a ella, un vestido sencillo descansaba sobre una silla. En el suelo, zapatillas baratas, peines y un neceser de maquillaje usado.
Con manos temblorosas, ella y las demás fueron obligadas a arreglarse. Una mujer robusta, con expresión pétrea, les indicó cada paso. Los peines tiraban de su cabello húmedo y enredado, arrancándole mechones; el maquillaje barato ardía en sus ojos. Cuando por fin pudo mirarse en un espejo sucio, apenas reconoció a la muchacha reflejada. Ya no era Serafín, la joven con un diario escondido en su bolso de tela. Era una muñeca de porcelana, sin alma, preparada para ser mostrada como una mercancía.
A empujones, las llevaron a través de un pasillo hasta un salón que parecía pertenecer a otro mundo. El contraste la dejó sin aliento. El hedor y la mugre quedaron atrás. Aquí, el aire olía a perfumes caros y tabaco. Las paredes estaban adornadas con cuadros dorados, las cortinas eran de terciopelo pesado y los muebles de caoba brillaban bajo la luz cálida de las lámparas.
Más de veinte mujeres fueron alineadas como ganado frente a un grupo de hombres de traje impecable. Algunos reían con copas de whisky en la mano; otros fumaban con aire aburrido, como si estuvieran en un espectáculo corriente. Sus miradas eran cuchillas, recorriéndolas de pies a cabeza, evaluando cada curva, cada gesto, cada rasgo como si fueran simples objetos.
Serafín sentía el estómago arder aún por el golpe, pero se obligó a mantenerse erguida. A su alrededor, algunas mujeres lloraban en silencio; otras temblaban sin poder sostener la mirada. Todas compartían el mismo brillo de pánico en los ojos.
Entonces lo vio.
Él.
Nikolai Smirnov.
El Pantera.
Estaba sentado en un sillón de cuero, ligeramente apartado del resto, como un rey que no necesitaba mezclarse con la plebe para dominar. Su porte era impecable, su traje oscuro resaltaba la palidez de su piel. Sus ojos claros, helados y atentos, recorrían a cada mujer como si las desnudara con la mirada, sin un ápice de emoción.
Pero cuando llegaron a ella, se detuvieron.
El tiempo pareció detenerse.
Su cabellera de fuego caía en rizos pesados sobre los hombros, brillando bajo la luz como si fueran hilos de cobre encendido. Su piel clara, inusual en ese lugar, resaltaba aún más contra el vestido sencillo. Pero no fue su belleza lo que lo hizo inclinarse hacia delante. Fue la chispa en sus ojos. Un destello indomable, apenas perceptible, pero suficiente para distinguirla entre todas.
Ella bajó la mirada de inmediato, pero él ya la había visto.
Nikolai no sonrió. No cambió su expresión pétrea. Solo alzó dos dedos, indicando a La Sombra que tomara nota.
La subasta comenzó. Las voces llenaron el salón con cifras que subían rápidamente.
—Cinco mil.
—Seis mil.
—Ocho mil.
Nikolai levantó la mano.
—Diez mil.
Un murmullo recorrió la sala.
Otro hombre, un mafioso local con un anillo de oro grueso en el dedo, fijó su mirada en Serafín y sonrió con descaro.
—Quince mil —dijo, desafiando.
Todos giraron hacia Nikolai. Esperaban un espectáculo.
Él no parpadeó.
—Veinte.
El mafioso se inclinó hacia atrás, riendo entre dientes.
—Treinta.
La tensión creció. El aire se volvió más espeso. Serafín podía sentir los ojos clavados en ella, como si fuera la pieza central de un tablero de ajedrez.
Nikolai encendió un cigarro con calma. Dio una calada lenta, exhaló el humo y, sin apartar la vista del mafioso, habló con voz grave y cortante:
—Cincuenta.
Silencio.
El otro hombre apretó los labios, entendiendo el mensaje oculto: no era una subasta. Era un territorio marcado. Una advertencia.
El martillo golpeó la mesa con un estruendo seco.
—¡Vendida!
El destino de Serafín quedó sellado.
Los hombres aplaudieron suavemente, el whisky se agitó en las copas, y la vida de la muchacha se quebró en un instante.
Ya no era alguien. Era algo.
Una posesión.
Un trofeo.
El Pantera se la había llevado.
Y aunque ella aún no lo sabía, había encendido en él un fuego que ni todo el hielo de su corazón sería capaz de apagar.