Ágata.
Adoro mi vida. Sí, la adoro con cada fibra de mi ser, y la razón es simple: he conseguido todo lo que se supone que una mujer ambiciosa puede desear. Poseo conocimiento, talento innato, una belleza que intimida y un cuerpo escultural. Y ahora, mi gemela, Agnese, y yo somos diseñadoras profesionales de alta costura.
Desde niñas, compartimos un sueño febril: crear vestidos dignos de las princesas más etéreas de Disney. Hoy, no solo somos dueñas de una prestigiosa boutique de trajes de novia, vestidos de gala y alta costura en una de las ciudades más vibrantes de Italia, sino que hemos convertido cada fantasía infantil en una realidad de lujo y facturación.
Estamos viviendo el sueño, el mismo que tejimos en secretos murmullos en la oscuridad.
Ciertamente, ahora podemos permitirnos cada capricho, adquirir cualquier excentricidad y hacer lo que nos plazca, pero hay una carencia que el dinero no puede comprar: la conexión de un amor verdadero. O, mejor dicho, de amores verdaderos.
Somos dos malditas princesas, y, francamente, no merecemos solo un príncipe.
Tanto mi hermana como yo somos fervientes partidarias de la poligamia. En nuestro futuro ideal, nos vemos con hombres atractivos, poderosos y, sobre todo, dispuestos a todo por nosotras. Aunque Agnese pueda ser más recatada al verbalizarlo, sé que en el fondo anhela un amor que roce lo obsesivo, que sea tan peligroso como fascinante.
Físicamente, somos un espejo con un par de divergencias claves:
Cabello: El mío es rojizo, largo, coronado por unos rizos salvajes a media melena. El de Agnese, igualmente largo y rojizo, cae en una cascada de liso impecable.
Personalidad: Agnese es la diplomática: sonriente, afable, risueña, sensible y genuinamente sociable. Yo soy su contraste, el yin rebelde: poco sociable, de carácter fuerte, temperamental, y no me quedo callada ante nadie. Reconozco que puedo ser agresiva y, sin duda, muy diva.
Esta diferencia tan marcada nos ha servido. Ella es la que establece las conexiones; yo, la que observa, analiza y protege.
Pero que nadie se equivoque: nuestras personalidades opuestas no implican discordia. Al revés: somos inseparables. Si alguien se atreve a hacerla llorar, ahí estaré yo, dispuesta a repartir un par de golpes.
Maldad y Pureza. Ese es nuestro sello.
Compartimos un sinfín de pasiones: el diseño, la moda, la cocina (aunque mis habilidades superan por mucho las de Agnese, que disfruta más de ser mi asistente), maratones de series, el baile, la lectura, y, claro, los hombres... y más hombres. No vamos a negarlo: nos encanta la masculinidad en todas sus formas.
Ahora, mientras saboreamos nuestra independencia a los veinticinco años, somos solteras cotizadas con un séquito de admiradores. Sin embargo, la mayoría son hombres con muy poca vitalidad.
Tan insípidos como los maridos de nuestras "amigas" —nótese mi notorio sarcasmo.
—Ay, sí, amiga. La semana pasada mi esposo me llevó a un restaurante de lujo. No sabes lo maravilloso que fue —habla una de ellas con ese tono de mujer que depende de un hombre para obtener los placeres más superficiales de la vida.
Estamos en una de esas odiosas reuniones de antiguos compañeros de facultad. Detesto tener que escuchar el mismo mantra patético: "Mi esposo esto", "mi esposo aquello". Estas mujeres solo se casaron por la seguridad económica, para no tener que mover un dedo. No me extraña que las engañen; son estúpidas. Una mujer de verdad no espera migajas; debe ser fuerte y valerse por sí misma.
Solo asisto a estas mierdas por Agnese. Ella es tan cordial que no puede declinar una invitación, y estas zorras lo saben. Como siempre, mi gemela me convenció de acompañarla a este circo social.
—Nosotras acabamos de regresar de París, de un evento exclusivo de Chanel por su nueva colección —sonrío de lado, disfrutando de refregarles en la cara lo que hemos conseguido con nuestro propio esfuerzo, cosas que sus "maravillosos" maridos jamás les darán.
Celebro internamente al ver cómo la envidia descompone sus rostros.
—También hicimos un pequeño recorrido por las hermosas calles de la ciudad y degustamos la excelente gastronomía en variedad de restaurantes —termina mi hermana con su dulzura habitual.
—Y, por supuesto, vimos unos franceses para morirse —añado sin el menor reparo—. Regresamos con muy buenas experiencias y una red de contactos importantes en la industria. No miento, París y sus hombres fueron un deleite.
—Y, díganme, ¿por qué aún no tienen pareja? —pregunta una de ellas con una ceja levantada, buscando el punto débil.
—Bueno, aún no hemos encontrado al hombre perfecto para nosotras —responde Agnese con voz suave, usando la palabra "hombre" estratégicamente para no decir "hombres".
—Ya deberían casarse. Saben que la belleza no dura mucho —dice otra con una burla mal disimulada.
Mi respuesta es rápida, certera e implacable:
—Pero el dinero sí. —Logro que se atragante con su café—. No necesitamos a un hombre para darnos nuestros lujos. Para eso hemos trabajado duro. Y cuando el indicado llegue, les aseguro que no será un cualquiera, como sus esposos. Además, no sean patéticas: hablemos de lujos que ustedes solas no pueden costear. Es ridículo. Maduren de una vez.
Sin decir una palabra más, tomo la mano de Agnese y nos levantamos para irnos.
En el fondo, sí deseo casarme; es una fantasía compartida por la mayoría de las mujeres: una gran boda, un vestido inolvidable y un marido extraordinario. El problema es la dificultad de encontrar hombres dispuestos a compartir a dos mujeres con otros hombres. No hemos encontrado esa chispa, esa conexión profunda con nadie. Todos son demasiado simples, con mentalidades cerradas. Una relación polígama requiere una mente libre, dispuesta a trascender las convenciones.
Sé que es una ambición inusual, pero mi gemela y yo siempre hemos compartido todo, y todo es todo. Prometimos seguir este camino hasta que nuestros corazones dejen de latir. Siempre hemos sido ella y yo, yo y ella.
Agnese.
Después de la reunión, que fue tan ordinaria como aburrida, regresamos a nuestra boutique. Tenemos trabajo pendiente y dos clientas muy especiales están a punto de llegar.
Como mi hermana ya les habrá dicho, somos mujeres hermosas, talentosas y con un físico imponente. Unas verdaderas diosas del Olimpo. Y sí, somos exactamente como ella lo describió. No es presunción, sino un hecho que hemos logrado todo con nuestra fuerza, dedicación y desempeño.
Hay algo que Ágata no les dirá, porque ha blindado sus sentimientos, pero sé que en el fondo los atesora. Nuestra vida no fue fácil antes de alcanzar este punto. Nuestros padres eran gente humilde y trabajadora que luchaba por darnos lo mejor. Pero, un día, simplemente no volvieron. Teníamos apenas quince años. Nos dejaron sin nada, con un horrible vacío en el pecho. No solo ellos; toda nuestra familia desapareció. Desde entonces, fuimos nosotras dos contra el mundo. Hoy, somos triunfantes, empoderadas y exitosas.
—Antonia, por favor, haz pasar a las señoras De Rosa inmediatamente cuando lleguen —le indico a nuestra secretaria, que asiente con su eficiencia habitual.
Recibir a las señoras Valeria y Valentina De Rosa es un gran honor. La familia De Rosa es una de las más acaudaladas y, posiblemente, más poderosas de Italia, y sin duda, de Europa. Son clientas desde hace tiempo, compradoras frecuentes de vestidos de gala e informales. Las admiro mucho: están casadas con cinco hombres y son una de las parejas polígamas más comentadas y observadas del país. Además, tienen diez hijos en total, una prueba de su pasión por la vida familiar.
Se escucha la puerta abrirse. —Señoritas Leone, ya llegaron las señoras De Rosa.
Las dos mujeres entran con un glamour innato, hermosas y elegantes. Nos levantamos de nuestro escritorio para saludarlas con un beso en cada mejilla.
—Bienvenidas a nuestra boutique —digo, y me dirijo a Antonia—. Por favor, tráenos algo de beber.
Nos sentamos en los sofás, ellas frente a nosotras.
—Es un placer verlas —dice la señora Valentina con una sonrisa cálida—. Son tan hermosas como se comenta. Queríamos conocerlas. Hemos seguido de cerca su línea de ropa desde que conocimos su boutique. Tienen un talento increíble y un estilo que nos atrae muchísimo.
—Para nosotras es un honor tenerlas como clientas —respondo—. Son de las mujeres más elegantes y sofisticadas de toda Italia, además de ser muy influyentes.
Nuestra secretaria entra con una bandeja. Sirve café, leche, azúcar y unas galletas caseras.
—Gracias —le digo. Preparo mi café con leche—. Espero que las galletas sean de su agrado; a mi hermana y a mí nos encantan.
Pasamos unos minutos charlando y bebiendo café. Valentina y yo congeniamos de inmediato; la conversación fluye. Por otro lado, la señora Valeria es reservada y observadora, muy al estilo de Ágata, que también está callada, pero devorando las galletas junto a Valeria.
—Bien —Valentina deja su taza—, dentro de un mes nuestra familia celebrará su aniversario corporativo, un evento de gran magnitud. Queríamos solicitar dos vestidos diseñados exclusivamente para nosotras.
—Pero no sabemos si aceptan este tipo de encargos —termina Valeria con una calma que impresiona.
—La verdad es que no —interviene Ágata con su tono directo—. Hacemos muy pocos encargos exclusivos, ya que son complicados y, una vez que se hacen públicos, otras personas piden el mismo diseño. Preferimos evitar esos problemas.
—Pero no tendremos ningún problema en hacerles un diseño especial a ustedes —me apresuro a decir, dejando mi taza—. Solo necesitamos conocer sus gustos, el color y, por supuesto, tomarles las medidas.
—Muy bien —Valentina toma la palabra—. Yo prefiero los vestidos reservados, elegantes y muy hermosos. Simples, pero radiantes a la vez.
—Yo, en cambio, soy más de lo sensual, llamativo y exótico, con un toque de elegancia, por supuesto —ríe un poco Valeria ante su propia aclaración.
—Discúlpenme, pero han elegido a las personas indicadas —dice Ágata con una media sonrisa—. Yo diseño los vestidos sensuales, y mi hermana, los reservados.
—Además, yo soy la reservada —Ágata me señala—. Y ella, la exótica.
—Entonces será un placer crear sus vestidos —digo, sintiéndome genuinamente emocionada por la oportunidad—. ¿Qué colores desean? —pregunto, tomando mi libreta.
—Rojo —dice Valeria sin dudar, bebiendo su café.
—Rosa —Valentina nos sonríe—. Son nuestros colores de gemelas. ¿Cuáles son los suyos?
—El mío es el blanco, y el de Ágata, el n***o —respondo. Casualmente, hoy vestimos esos colores.
—Es impresionante, de verdad —Valeria nos mira de una manera cálida y amorosa—. La relación entre hermanas gemelas es única.
Esa mirada, ese cariño maternal, me inunda de una nostalgia que no sentía hace mucho. Tuvimos que madurar antes de tiempo.
—Lo es —dice Ágata, comiendo otra galleta—. Tenemos una conexión que no muchos hermanos tienen. Volviendo a los vestidos, estarán listos en menos de un mes. Tomaremos medidas hoy, y en dos semanas deberán volver para la primera prueba, para ver si desean agregar o modificar algo.
La mirada de la señora Valentina me dejó un regusto agridulce. Tuvimos que crecer solas, y nuestra madre estuvo ausente desde el abandono. Que alguien nos mire con ese amor maternal nos conmueve profundamente.
—Muy bien, coordinaremos el día —dicen Valentina y Valeria, ambas con una sonrisa.
Tendremos que verlas tres veces más y aguantar sus hermosas sonrisas maternas. No puedo evitar desear que fuesen nuestras madres. La nuestra nunca fue afectuosa, casi siempre distante y fría. Ahora me doy cuenta de que, tal vez, nunca fuimos amadas por nuestros padres, y de ahí el abandono. Le doy gracias a la vida por tener a mi hermana. Su compañía es más que suficiente para mí. Después de todo, eso somos: hermanas unidas e inseparables.