El sol apenas se abría paso entre las cortinas densas de la mansión Winterhaus, pasillos en silencio pulcro, el aroma a café recién molido subiendo desde la cocina, empleados deslizándose como sombras eficientes.
Matt bajó las escaleras con una camisa deportiva oscura y la mandíbula apretada.
No había dormido bien.
La nota negra de la noche anterior seguía pegada en su mente como una espina bajo la piel.
Si esto es un tablero, yo también jugaré, se repitió, sintiendo ese vacío helado en el estómago.
En el vestíbulo, Jeffrey ya estaba vestido como si fuera a cerrar un negocio, no a ver a un equipo entrenar.
Traje claro, reloj que brillaba como una advertencia.
Julianne ajustaba sus guantes con calma aristocrática.
Alexandra, impecable, parecía salida de una revista de lujo, cabello perfecto, gesto perfecto, mirada que no regalaba nada.
Olivia bajó después, con una energía insolente, fresca; iba en leggins caros y una chaqueta abierta que dejaba ver su piel con intención calculada.
Kendall apareció al final, silenciosa pero presente como un cuchillo envuelto en terciopelo.
Y Eva… Eva se acercó a Matt desde atrás, como si nada hubiera pasado nunca.
—¿No te abrochas bien esa chaqueta? —murmuró con voz suave, poniendo las manos en el pecho de él y acomodándole el cierre.
El contacto fue corto, pero suficiente para encenderle el cuerpo como una cerilla mojada.
Matt sintió su perfume y, con él, esa mezcla amarga de deseo, rabia y humillación.
Eva estaba más cariñosa de lo normal.
Eso no era ternura, era estrategia.
Está actuando, pensó, y la sospecha le subió por la garganta como bilis.
Eva lo miró con atención, deteniéndose un segundo ante de subir al vehículo.
—Matt… ¿estás bien? —preguntó, esta vez sin sonrisa fingida—. En estos días has estado… no sé, raro. Distante, como si algo te molestara, como si hubieras visto algo que no sabes cómo decir.
Él evitó sus ojos, fingiendo abrocharse la chaqueta.
—Estoy bien —murmuró—. Solo estoy cansado. Muchas cosas nuevas, muchas caras…
Eva se acercó y le tomó el rostro con ambas manos.
—Cuando regresemos, te juro que te voy a quitar ese cansancio —susurró, rozándole los labios con los suyos—. Tal vez con un masaje. Tal vez con algo más intenso.
Matt la miró por fin.
Intentó sonreír.
—¿Con velas aromáticas y música ridícula?
—No, con aceite tibio y sin ropa —susurró ella en su oído, riéndose bajito.
Él rió también, apenas.
—No suena tan mal.
Eva se abrazó a su brazo mientras avanzaban.
—Y, además, hoy es entrenamiento. Relájate, es un evento empresario-familiar, no una reunión secreta.
Matt asintió, pero por dentro la frase se le deformaba en la cabeza.
Con ustedes, hasta los abrazos parecen amenazas.
Salieron a la mañana fría en una fila de SUVs negras, brillantes como escarabajos caros.
El aire olía a pino húmedo y a asfalto recién mojado.
Eva le acariciaba el muslo con la punta de los dedos de vez en cuando, como quien calma a un animal nervioso.
Él miraba por la ventana, rígido.
Cada árbol que pasaba le recordaba la sombra del pasillo; cada curva le traía el eco de aquella nota deslizada con precisión quirúrgica.
Uno de ellos me marcó. Quieren que me sienta cazado… está bien
Al cambiar de carril, vio por el espejo lateral el otro SUV.
Kendall iba ahí, del otro lado del cristal ahumado.
Aunque era imposible verle con claridad, Matt sintió la presión de su mirada como si atravesara el vidrio.
No era ternura tampoco.
Era lo contrario, una medición fría, como si ella evaluara cuánto le quedaba de cordura.
Cuando llegaron al complejo de entrenamiento, el mundo cambió de textura.
El estadio se alzó delante de ellos con una grandeza indecente, columnas metálicas, fachada pulida, pantallas gigantes apagadas esperando encenderse como dioses dormidos.
Había campos recién cortados, líneas blancas perfectas, banderines flameando bajo un viento limpio.
Las gradas privadas para la familia estaban reservadas como un trono.
Azafatas con uniforme impecable ofrecían café, agua mineral, frutas cortadas con precisión.
Todo era abundancia sin ruido.
Era como si todo decía, “ustedes mandan señores Winterhaus”.
Desde la grada, contempló al equipo. Cuerpos enormes en movimiento, gritos de entrenamiento, silbatos cortando el aire.
Todo eso debería haber sido normal para él.
Pero su ansiedad lo distorsionaba todo.
Y entonces la imagen volvió, como un golpe de memoria, Olivia, desnuda y jadeante, Alexandra entrando y encontrándola en aquel instante prohibido, la oscuridad del cuarto, el armario, la culpa clavada en sus ojos.
Matt sintió un mareo súbito, como si el estadio se inclinara.
Tragó saliva, apretó el borde del asiento.
No pienses, solo respira. No te dejes dominar por tus instintos más salvajes Matt
—¿Te gusta el fútbol, Matt?
La voz de Jeffrey lo sacó del abismo con una calma peligrosa.
El patriarca se había acercado sin ruido, sosteniendo una taza de café como si el mundo fuera simple.
Matt sintió que su corazón daba un salto.
—¿Fanático del fútbol? —repitió Jeffrey con una media sonrisa, curioso—. Digo, eres nuevo en todo esto.
En la cabeza de Matt, la pregunta se encendió con doble filo.
¿Te gusta el fútbol? Sonaba a ¿te gusta mirar? Sonaba a ¿te gusta lo que viste? Sonaba a trampa o era su mente que estaba perturbada y a la defensiva.
—Yo… —Matt se aclaró la garganta, sintiendo el sudor frío en las palmas—. Me gusta, sí, lo suficiente supongo.
Jeffrey soltó una risa breve.
—Bien. Entonces vas a disfrutar esto. ese receptor tiene un promedio ridículo las últimas temporadas, y el nuevo linebacker… —Jeffrey empezó a soltar estadísticas con orgullo de dueño, sin una sola sombra de sospecha real.
Matt asintió mecánicamente.
A esta altura, prefiero asumir que todos son enemigos. Me ahorro sorpresas
Eva se levantó con la excusa del café.
Su mano rozó el hombro de Matt al pasar, una caricia casual que dejó olor a perfume caro.
—Vuelvo en un segundo, amor —dijo con voz dulce.
La palabra “amor” le cayó a Matt como una moneda falsa.
Apenas ella se alejó, Kendall se sentó a su lado.
No lo hizo con suavidad; lo hizo con decisión, como quien ocupa un lugar que le corresponde.
Matt sintió la cercanía como un fuego bajo hielo.
Kendall olía a algo limpio, serio.
Su piel estaba a centímetros; su rodilla rozó la de él apenas, y ese roce mínimo fue suficiente para dispararle un temblor nervioso en el estómago.
—Te noto extraño —dijo ella sin rodeos, estudiándolo.
Él intentó sonreír, pero le salió torcido.
—Han pasado… cosas.
Kendall inclinó la cabeza, bajando la voz.
—¿Te han contactado otra vez?
Matt sintió el pulso en la garganta. La nota negra apareció en su mente como una boca abierta.
—No —mintió, demasiado rápido.
Los ojos de Kendall se estrecharon, no dolida, sino alerta.
—No me mientas así, Matt. No eres bueno en eso.
Él se quedó quieto.