Capítulo 2

1466 Words
POV Emilia. No me agradan los hombres como Francisco. Es de esos que sabe que es guapo y se aprovecha de ello. Piensa que “el mundo le debe todo”, cuando en realidad él le debe la paciencia a todos los que le rodeamos. Además, es perfeccionista y un tanto obsesivo. Es de esos hombres que es extremadamente puntual, no acepta pretextos y siempre tiene algo que decir al respecto; como si fuese un experto. Todas las tardes lo veo. El hombre empuja la puerta de la cafetería a las 4:27 de la tarde en punto. No a las 4:26 o 4:28. Se sienta en la mesa de siempre, viendo hacia la calle y después se dirige hacia el mostrador donde una atolondrada Rita lo atiende. —Hola, Fran. ¿Lo de siempre? —le pregunta. —Lo de siempre… —responde, mientras me ve—. Un café grande… —Doble expreso, tueste medio-oscuro con leche entera a sesenta grados exactos, una onza de jarabe casero de cacao con naranja, una pizca de canela y vainilla. Espuma firme, sin burbujas y sin decoración —agrego, de memoria. Eso pide todos los días, sin variar. Luego se sienta en su mesa y trabaja hasta que el local cierra. Rita es quién va a decirle que se tiene que ir. Se quedan platicando un poco hasta que yo apago las luces y les aviso que el tiempo se terminó. Al día siguiente, todo igual. Misma rutina, mismo pedido, mismo café. Francisco Anteportamlatinam Luján. Sí, ese es su nombre. No, no lo inventé. Sí también me da flojera pronunciarlo. Francisco es… ¿cómo explicarlo sin sonar superficial? Imposible. Porque lo primero que notas de él es lo visual. Lo demás te cae encima después. Es alto, pero no de esos altos que parecen perchero; no. Es alto de “maldita sea, ¿por qué se ve tan bien incluso desde aquí?”. Tiene ese tipo de postura perfecta y arrogante que solo se consigue de dos formas: a) años de ballet clásico o b) una familia millonaria que te cría como si fueras una estatua renacentista. En su caso es la opción b. Su cabello es n***o, peinado con precisión ridícula, como si cada mañana, como buen arquitecto, trazara un plano para acomodarlo. Su camisa siempre está impecable, como recién salida de la tintorería, su chaqueta siempre huele cara, y su reloj… bueno, su reloj cuesta más que todas mis deudas juntas. Y son muchas. Pero lo peor no es eso. Lo peor son sus ojos verdes. Pero no cualquier tono de verde, son verdes “hola, soy un partidazo, estable, millonario, pero emocionalmente inaccesible”, combinados con unas pestañas que deberían ser ilegales en alguien como él. Cuando me mira me siento evaluada, como si estuviera pasando un test. Francisco es perfeccionista hasta en como respira. En serio. Una vez exhaló de manera irregular y lo vi incomodarse. Habla como siempre tuviera razón (y para colmo muchas veces la tiene). Camina como si el mundo le perteneciera. Y no acepta negativas como respuesta. Es por eso que acepté salir con él. Es mejor decirle que sí antes de que te obligue. Además, estoy rata de comer macarrones con queso frente al televisor, por lo que una salida al “rincón francés” uno de los restaurantes más elegantes de Nueva York, no me cae nada mal. Llego a las 8:00 en punto, justo como me citó Francisco. Sin embargo, cuando llego, él ya está ahí, sentado, perfectamente erguido, con las manos cruzadas sobre la mesa, revisando el menú como si estuviera analizando planos de un edificio histórico. —¿A eso llamas tus mejores ropas? —pregunta apenas me acerco. Cierro los ojos un segundo. Inhaló. Exhalo. Mi vestido no está mal. Es n***o, floreado, de corte corazón y falda a la rodilla. Es el mismo que usé en la boda de mi hermana Cinthia hace cuatro años, y no, no tengo otro mejor. —Me voy… —respondo, dándome la vuelta. —No, no… lo siento —me habla. Francisco se pone de pie y me pide que me siente. —Ya veo por qué no tienes más candidatas o, ¿es porque soy fea? —Basta, Emilia… no quiero pelear. —Entonces, no me provoques… —respondo. El mesero llega y rompe la tensión que comienza a provocarse entre los dos. Francisco, sin preguntarme, pide. —Dos copas de vino blanco, agua mineral y de menú una degustación del chef. Cuando el mesero se va, lo miro. —¿Y si no quiero eso? —Te va a gustar —responde con la seguridad de un dios griego que jamás se ha equivocado. —Sabes… hay algo que se llama, libre albedrío y resulta que yo tengo eso… Él se ríe. Un poco. No mucho. Lo justo para que se le suavicen los ojos. Y por un segundo, solo uno, deja de parecer un tipo pedante que mide la espuma del café y se convierte en alguien… casi encantador. —Bueno, Emilia, no alargaré esto más —dice Francisco, reclinándose hacia atrás como si estuviera a punto de concederme un deseo—. Pregúntame lo que quieras sobre mí. —¿Qué te pregunte? —repito, confundida—. ¿Cómo qué? —Lo que desees… soy un cofre abierto. —Abre los brazos con una seguridad que debería ser ilegal. La camisa se estira en los hombros y los músculos se marcan como si estuviera posando para una estatua renacentista. Intento mirar el menú. Al vaso con agua. Al techo. A la planta de decoración que claramente es falsa. Pero no. Mi cerebro ha hecho una decisión y decide fijarse en él. Bien. Dos pueden jugar este juego. —¿Por qué te dejó tu ex? —pregunto sin pestañear. Él ni siquiera se inmuta. Solo ladea la cabeza, como si hubiera esperado esa pregunta toda su vida. —¿Por qué piensas que me dejó ella a mí? —responde, cruzando ahora los brazos. Ese gesto. Dios. Esa arrogancia elegante. Debería venir con advertencia de toxicidad emocional. —Porque vas a ir a rogarle… es obvio —respondo, tomando un sorbo de agua como si fuera champagne. —Voy a reconquistarla —me corrige—. Es diferente. —Ajá —murmuro—. Claro que sí, campeón del autoengaño. —Y no te diré por qué terminamos —afirma. —¿No que muy cofre abierto? —me burlo. —Los cofres también tienen doble fondo —responde. Ugh. Me irrita. Me confunde. —Bien, segunda pregunta. ¿Qué clase de mujer crees que soy para aceptar algo así? Él no me responde de inmediato. Me observa. Luego alza la ceja, se muerde el labio y me dice. —Porque eres una mujer práctica. —¿Práctica? —pregunto. —Sí, práctica. Una mujer que sabe cuándo tomar una oportunidad. Que sabe que necesita el dinero y que no se deja impresionar fácilmente. Me quedo quita. —Y, sobre todo —añade, bajando un poco la voz—, eres una mujer que puede manejarme. —¿Manejarte? ¿A ti? —Sí. —¿Y eso es bueno? —pregunto, sorprendida. Él sonríe despacio. —Eso es… necesario. Me recargo contra el respaldo, sin saber si quiero reírme, salir corriendo o pedir postre doble. —Además —agrega, como si eso explicara todo—, sé reconocer cuando alguien es… diferente. Me frunzo el ceño. —¿Diferente cómo? —Diferente a todas —dice, como si fuera la frase más normal del mundo. Y ahí está: mis mejillas arden, mi cerebro colapsa, y mi corazón… bueno, está tratando de renunciar. —Solo contesta algo más —digo, intentando recuperar compostura—. ¿Por qué yo, Francisco? ¿Por qué no otra persona? Él se inclina hacia adelante, y por primera vez, su voz suena… sincera. —Porque contigo nadie creerá que es un plan. —¿Qué? —Porque no somos obvios —dice—. No combinamos. No encajamos. Nadie sospechará de una mentira que parece imposible. Me quedo sin palabras. Él me sostiene la mirada. —Tú y yo —dice— somos el último par que cualquiera imaginaría juntos, y por eso… funcionará. Y, por desgracia… Tiene razón. Me quedo mirándolo como si hubiera dicho la cosa más absurda del mundo. Y también la más tentadora. Lo odio por eso. Francisco no aparta los ojos de mí. No pestañea. No se mueve. Es como si detrás de ese rostro perfecto estuviera calculando una estructura invisible, un plano donde cada palabra que digo tiene un peso específico. —Piénsalo —dice finalmente, con voz baja—. Solo piénsalo. Y lo detesto más.
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD