POV Emilia.
—¡Son 20 mil dólares, Emilia de la Rivera, veinte mil! ¿Sabes lo que eso significa? —me insiste Rita, agitando los brazos como si estuviera espantando un enjambre de abejas imaginarias.
Su pijama de dibujos animados —unos gatos que bailan salsa, creo— me distrae.
También su mascarilla de Skin Care de “limpieza profunda” que promete dejarle una piel tersa y brillante. Tiene dos orejeras rosas en el pelo, huele a pepino artificial y está comenzando a marearme, y no precisamente el olor a pepino.
—Rita… —suspiro—, no puedo aceptar así como así. Es demasiado dinero.
—¿Demasiado? —se lleva una mano al pecho—. Emilia, cariño, tú comes macarrones con queso tres veces por semana. ¡Tres! Y desayunas tostadas. Y todo es de marca genérica. ¡Marca genérica, Emilia!
—Ay, ya sé —digo, tirándome sobre su cama—. No tienes que recordármelo.
—Además —dice acercándose más a mí—, ¿tú sabes lo que podrías hacer con veinte mil dólares? ¡Veinte! ¡Mil! ¡Dólares!
—Pagar terapia por los próximos dos siglos —murmuro.
—Pagar tus deudas. Comprar comida real. Arreglar esa laptop viejita que parece que va a explotar cuando abres un PDF…¡Y lo más importante—Se detiene dramáticamente—.Podrías comprarte ropa.
—¡Tengo ropa! —protesto señalando mi clóset.
Rita me mira como si hubiera dicho que tengo un rinoceronte de mascota.
—Emilia, tu clóset parece una cápsula del tiempo a 2014.
—Es vintage —defiendo.
—Es triste —corrige.
Resoplo. Me entierro en su almohada. El olor a chicle invade mis sentidos.
—Es que… —susurro— no sé si quiero pasar cinco días con él.
—¿Cinco días en España, en una boda, con hospedaje pagado, comida pagada y 20 mil dólares? ¿No sabes?
—No —miento.
Sí. 50 % miedo, 50 % dignidad, 100 % estupidez.
—Emilia —dice ella sentándose junto a mí—. Ese hombre está dispuesto a darte veinte mil dólares por ir, sonreír, vestirte bonita y fingir que lo toleras.
—¿Y si termino odiándolo más?
—¿Más? —Rita sonríe—. ¡Eso sería imposible!
—No es imposible… es probable.
Rita me observa en silencio unos segundos, luego baja la voz.
—Tú sabes que no me cae bien ningún hombre que mida más de 1.80 y use relojes caros. Pero este, además, me esta pidiendo fingir ser su pareja. Y no creo que sea algo que salga bien.
—Amiga, llevamos fingiendo estabilidad emocional desde hace años y nos ha ido bien, ¿qué te hace pensar que esto será más difícil?
Me cubro la cara con las manos.
—Rita…
—Emilia.
—Rita…
—Emilia.
—No sé qué hacer.
Ella se acerca, me quita las manos de la cara y me mira directo a los ojos, máscara brillante y todo.
—Lo que sí sé —dice— es que, por primera vez en mucho tiempo, la vida te está ofreciendo una puerta. Tú decides si la cruzas.
Me quedo en silencio. Escucho mi corazón. Escucho mi cuenta bancaria llorar.
Escucho a Francisco diciendo “te pagaré bien”.
—Tienes razón, necesito una nueva laptop —respondo finalmente.
—Y ropa nueva… mucha ropa nueva… —me aclara Rita, levantando un dedo lleno de mascarilla.
—Pero… primero las deudas —agrego yo, con la voz débil de quien está a punto de vender su alma, pero con recibo oficial.
Rita aplaude tan fuerte que su mascarilla casi se le despega.
—¡SÍ! ¡ESTO! ¡ASÍ SE HABLA! ¡TE VAS A ESPAÑA, AMIGA! ¡A-ES-PA-ÑA!
—No he dicho que sí —corrijo, pero ya es muy tarde.
Rita baila en su pijama de gatos como si hubiera ganado un premio Nobel.
Y yo…sólo veo el desastre emocional que se acerca.
***
Al día siguiente, llego a la cafetería diez minutos antes de mi turno y con un café instantáneo en la mano, porque para vivir hago cafés, pero yo no puedo pagar su precio. Empujo la puerta, escucho la campanita sonar, y ahí está él.
Francisco. En su mesa de siempre. A las 4:27 de la tarde en punto. Excepto que apenas son las 4:00 de la tarde.
Vaya. O está desesperado…o se equivocó de huso horario emocional.
Levanta la vista en cuanto me ve y sonríe. Una sonrisa corta, precisa, diseñada.
Como todo en él.
—Buenos días, Emilia —dice, como si no hubiera dejado caer sobre mi vida un meteorito emocional hace menos de veinticuatro horas.
Yo me quedo parada, sin avanzar. Sin respirar. Sin decidir. Porque hoy es el día en que tengo que darle una respuesta. Y lo peor, lo peor, es que él lo sabe.
—¿Tuviste tiempo para pensarlo? —pregunta Francisco, con una serenidad tan controlada que podría detener incendios. O provocarlos.
Respiro hondo y asiento. No porque esté segura… sino porque ya no puedo seguir huyendo.
—Son 20 mil dólares —empiezo, firme—, más dos laptops Mac de última generación. Una es para Rita. Y debido a que has criticado mi guardarropa… —alzo la barbilla— va por tu cuenta.
Él ni parpadea. Ni un músculo se mueve. Ni un gesto de sorpresa.
—Créeme, ya lo había pensado… —responde, como si comprarme una vida nueva fuera lo mismo que ordenar una caja de clips para la oficina.
¿De verdad este hombre existe?
Aprieto los labios y doy el golpe final.
—Cinco días —sentencio, clavando los ojos en los suyos—.
Cinco días.
Y después, saldrás de mi vida.
Un latido. Dos. Tres.
Él asiente despacio.
—Ok.
—Te cambiarás de cafetería y no volveremos a vernos.
Francisco me mira en silencio unos segundos, como si estuviera procesando el peso real de esas palabras.
Y luego asiente.
—Ok —dice simplemente.
No discute. Sólo regresa a su mesa y se sienta a hacer lo suyo. Como si sólo hubiese cerrado otro contrato más.