Prólogo
Desde que tenía memoria, Lena supo que Elise era su sombra.
—¿Son gemelas? —preguntaban siempre, asombrados.
Eran idénticas, sí, pero solo en apariencia. Lena era fuego: ardía sin permiso, reía alto, discutía con pasión y peleaba por lo suyo. Donde ella pasaba, la notaban.
Elise, en cambio, vivía atrapada en su propio reflejo. No era débil, pero odiaba lo que veía en el espejo. Sus curvas le pesaban como una condena y cada mirada ajena le parecía un juicio. Vestía con la misma elegancia que Lena, aunque en ella la ropa no era un sello de confianza, sino un escudo. Telas discretas, cortes estratégicos, colores neutros… todo diseñado para ocultarla.
Mientras Lena desafiaba la corriente, Elise se dejaba arrastrar, creyendo que luchar solo dolería más.
La mayor muestra de esa debilidad Lena la presenció cuando vio cómo la última chispa de su hermana se apagaba el día que Richard Kauffman le anunció su compromiso con el Doctor Adrian Madox. No importaba que Elise nunca lo hubiera visto en persona. Su destino estaba sellado.
—Harás lo que es debido.
Elise bajó la cabeza y aceptó su condena. Lena intentó hacerla reaccionar, pero su hermana no sabía cómo rebelarse.
Cada día que la acercaba a la ceremonia era un tormento silencioso, una farsa envuelta en encajes y flores; y cuando llegó el momento, Elise rompió en llanto y suplicó, le rogó a su padre que no la obligara.
Richard la miró con la indiferencia de quien resuelve un trámite. Luego desvió la vista hacia Lena.
—No hay razón para tanto drama —dijo, evaluándola con la mirada de un hombre que solo veía oportunidades, nunca hijas—. Con suerte, tienen la misma cara… el mismo cuerpo… Nadie notará la diferencia.
Su plan era tan frío como eficaz: Lena firmaría los papeles, sonreiría ante los invitados, y la farsa se consumaría.
Lena lo miró, incrédula. Para su padre, todo se reducía a números y conveniencia. Un problema, una solución. Sin dilemas, sin reparos.
Pero ella sabía la verdad: si no lo hacía, Elise no sobreviviría a esa noche.
Así que aceptó. No por obediencia, sino porque, a diferencia de su padre, tenía corazón. Y porque, a diferencia de Elise, ella no se vería realmente afectada, su actuación sería efímera.
Así, sin más, se celebró la boda.
Lena no supo, al principio, que la indiferencia de Adrian Madox fue la daga más afilada contra la ya frágil autoestima de Elise. No hubo palabras amables ni sonrisas. Solo un silencio gélido, impecable en modales, vacío en esencia. Su mirada pasaba sobre ella como quien observa un mueble en una habitación: sin desprecio evidente, pero con una frialdad que dolía aún más.
Lena solo entendió la magnitud del daño cuando Elise empezó a apagarse. La soledad, la inseguridad, el peso de existir sin ser vista… todo se acumuló hasta quebrarla. Entonces huyó.
Lo llamó un respiro, un viaje necesario para reencontrarse. Pero en realidad, era una fuga. Lejos del hombre que jamás la miró con deseo. Lejos del padre que nunca la vio como hija, sino como una ficha más en su juego de poder.
Cuando el tiempo se agotó, Elise no pudo volver. Regresó a la mansión Kauffman, pero no a su matrimonio.
—No puedes seguir huyendo —dictaminó Richard, su mirada gélida—. Tu matrimonio está en peligro.
No se molestó en fingir afecto. No le preocupaba Elise, solo su inversión. Para él, la lealtad era una obligación, no un sentimiento.
—Mi inversión está en peligro —añadió con frialdad.
Las gemelas sintieron el nudo en el estómago. Sabían que su padre nunca había disfrazado la verdad, pero escucharla tan desnuda la hacía más asfixiante.
Elise había soportado todo con la ingenua esperanza de que Madox, algún día, la viera de verdad. Pero su indiferencia no era un muro que podía derribar; era una sentencia.
—No puedo volver, papá… No ahora.
Su voz tembló con el peso de su sufrimiento, pero Richard ni siquiera pestañeó. Para él, el amor y el sufrimiento eran irrelevantes. Solo importaban los resultados.
Nunca le importaron los sueños de sus hijas. Jamás se preguntó si Elise anhelaba amor o si Lena deseaba libertad. No veía en ellas a dos mujeres con anhelos, miedos y aspiraciones propias, sino a extensiones de su voluntad, piezas que debía mover según su conveniencia. No las crió para ser felices, sino para ser útiles.
Y con la misma frialdad con la que cerraba un trato, emitió su veredicto:
—Entonces alguien más lo hará en tu lugar.
Elise sintió que el aire se volvía espeso, irrespirable. Su pecho se tensó, y su mirada temblorosa se deslizó hacia Lena con un miedo primitivo, instintivo, como si ya supiera lo que estaba por venir.
—¿Qué quieres decir? —La voz de Elise fue apenas fue un susurro, como si temiera que al verbalizar la pregunta, la respuesta se volviera aún más real.
Richard se giró con calma hacia la hija que nunca se doblegaba. Su mirada la recorrió con la meticulosidad de quien evalúa la calidad de un producto antes de usarlo. Volvió luego la mirada hacía Elise.
—Ya que no tienes el valor para asumir tu matrimonio, me toca, una vez más, decidir por ti.
Lo dijo con la indiferencia de quien reparte una tarea insignificante. Como si estuviera decidiendo qué traje ponerse en una reunión de negocios o qué vino servir en una cena. Para Richard Kauffman, la voluntad de sus hijas no era un factor a considerar; sus vidas eran contratos en los que solo él tenía derecho a firmar.
Elise sintió un escalofrío helado recorrerle la columna. Lena, en cambio, sintió cómo la ira y la incredulidad se enredaban en su garganta, dejándola sin palabras. Su estómago se encogió con violencia, su corazón latía con fuerza en sus sienes.
Pero sus reacciones no importaban. Nada de lo que pensaran o sintieran importaba. No para Richard Kauffman.
Si alguna de ellas se atrevía a desafiarlo, él ya tenía la respuesta preparada. Sabía exactamente cómo torcer la culpa a su favor, cómo convertirlas en las villanas de su propia historia. Las haría sentir desagradecidas, irresponsables, incluso crueles. Porque en su mundo, la lealtad se medía en sacrificios. Y quien se resistía a ser moldeado por su voluntad era, sin excepción, un traidor.