Cap 2. La heredera.

1513 Words
ASIA El sonido es fuerte. Estremecedor. El hombre cae de rodillas y mi mano empieza a temblar. Yo… yo lo herí. Aun así, él camina hacia mí, tambaleándose, como si nada lo detuviera. Otro disparo retumba detrás de mí. Volteo. "Es papá". El hombre cae por completo y papá corre directo hacia mamá. La levanta en sus brazos, desesperado. Está llorando. Yo también. Todo se vuelve borroso, como si el mundo gritara encima de mí. Mis oídos zumban, mi pecho se cierra. Esben, el nuevo guardia de papá, aparece de pronto. Me toma en brazos sin hacer preguntas. —Vamos, pequeña —susurra, apretándome contra su pecho mientras nos lleva con ellos. Papá llora. Grita. Yo apenas respiro. Llegamos a una clínica. Todo se mueve rápido. Me revisan, me tocan, hablan entre ellos… pero yo no puedo decir nada. No me salen las palabras. Esben no se separa de mí. No habla, no pregunta, no presiona. Solo está ahí: sólido, silencioso, como un muro que evita que el mundo me aplaste. Las horas pasan. Cuando papá por fin se acerca, me toma entre sus brazos. Me aprieta tanto que me duelen las costillas. Sus manos tiemblan. Me mira… y lo veo romperse. —Asia, mi vida… mamá se fue… —La voz le falla. Se derrumba. Cae al piso conmigo entre sus brazos. No necesito que lo repita. Soy una niña, pero lo entiendo. Mamá murió. Niego, temblando, como si eso pudiera traerla de vuelta. —Mentira… mentira… ella está bien —sollozo, buscando sus ojos—. ¿Cierto, papi? Pero papá solo niega. Niega y se cubre la cara. Esben vuelve, me levanta en silencio, y me lleva a la cafetería. —Come, pequeña. ¿Quieres helado? —pregunta con voz suave, como si el mundo no estuviera roto. Niego. Llorando… aunque ya no me quedan lágrimas. Cuando regresamos, papá ya no llora. Lleva sus gafas puestas, como si necesitara esconderse detrás de ellas. Solo da órdenes frías, rápidas, precisas. Todos se mueven. No hay más abrazos. No hay más papá. Nos llevan a casa. Papá desaparece. En su oficina, en su silencio, en su dolor… no sé en qué. Solo sé que ya no está. Y mamá tampoco estará. Pero Esben sí. Solo sé que es guapo, parece un gigante, y tiene 25 años. Rubio. Ojos que cambian entre gris y azul. A veces parecen el cielo. Amanece igual a como me siento. El cielo está triste. Llora igual que yo. Toc, toc. Golpean la puerta y, como siempre, Esben entra sin esperar respuesta. —¿Lista? —pregunta. Yo solo asiento. No he dicho ni una palabra desde mama. No puedo. Miro mi ropa negra… y camino con él. Papi está triste. Aunque lleva lentes, veo las lágrimas filtrarse por debajo. Llora en silencio. Y eso duele distinto. Me despido de mamá. Para siempre. Después, Esben me lleva a casa. Papá no viene. Papá enloqueció. Se encierra, grita órdenes, rompe cosas. A veces no duerme. A veces no come. Creo que su corazón explotó y nadie lo recogió. Los días pasan. Y pasan. Y siguen pasando. No voy a clase. No hablo. Nada vuelve a la normalidad. Solo existo. A veces escucho a Esben caminar por el pasillo, siempre cerca. Pero no entra. No me obliga. Solo… cuida. Estoy recostada en mi cama cuando tocan la puerta y Esben entra otra vez. Deja un par de bolsas sobre mi colchón. —Vístete. Iremos a un lugar —ordena. Lo miro. Niego. Esben suspira, se agacha, me toma el rostro con cuidado aunque su mandíbula está tensa. —Obedece, Asia. ¡Maldita sea!, la que se murió fue tu madre, no tú. Hazlo… o te cambio por la fuerza. Nunca lo había visto molesto. Sus ojos se oscurecieron. Murmura algo en Danés, creo y no entiendo nada. Yo solo hablo italiano. Veinte minutos más tarde, salgo con él, aún con el nudo en la garganta. Subo al auto sin protestar. Cuando llegamos, me sorprendo. Un parque de diversiones. Colores, gritos, luces. Vida. Todo lo contrario a mí. Esben me arrastra a los juegos mecánicos. Y… cuando bajamos, estoy riendo. Riendo de verdad, por primera vez en meses. Él dice tonterías. Tiene un humor seco, absurdo, que me arranca carcajadas. Y por un momento me olvido de que falto pedazos. —¿Quieres un helado o algodón de azúcar? —pregunta triunfal. Y no sé cómo… pero lo hago. Hablo. —Gelato —susurro, ronca, pequeña. Mi primera palabra en tres meses. Esben sonríe de lado, orgulloso, como si hubiera ganado una guerra. —Bien. Vamos por ese gelato, pequeña Isy. Y desde aqui Esben se convirtió en mi nuevo comienzo. CUATRO AÑOS DESPUÉS —Asia, concéntrate. Ellos no tendrán piedad —gruñe mi padre. Disparo. El proyectil atraviesa el aire y se clava en el centro del blanco. —Perfecto —celebra Esben. Renzo ni siquiera lo mira. Su expresión es puro hielo. —¿Qué te dije, Esben? No la consientas. Asia será mi sucesora. Debe aprender. —Sí, señor —responde Esben. Yo niego. Papá nunca va a cambiar. Él ya no es el mismo desde que mamá murió. Nunca más volvió a llamarme Strellita. Ese nombre murió con ella. Mi vida cambió después del secuestro. Después del disparo. Después de todo. Hace unos días cumplí catorce. El único que lo recordó fue Esben. Papá envió un regalo desde algún país… y ni siquiera lo abrí. —¿Cómo van tus clases de idiomas? —pregunta papá sin levantar la vista. —Bien —miento. Tengo problemas con el inglés y el español. Renzo deja los papeles y me mira. —En serio, Asia. Narralo en inglés. Lo odio cuando se pone así. Pero levanto el mentón. —Totally fine. —digo firme. Renzo me analiza. Pero esta vez no bajo la mirada. Y él… sonríe apenas. Casi cariñoso. —Ve a cambiarte. Esta noche irás conmigo. Odio esos lugares. Odio las miradas, los trajes, los secretos disfrazados de negocios. Pero papá insiste. Dice que debo “conocerlo todo”. Todo lo suyo. Contactos. Contratos. Secretos. Los secretos son los peores. Me obliga a asistir desde hace un año. Y cada vez siento que estoy entrando más en un mundo del que, según él… ya no tengo salida. Me cambio rápido. Vestido n***o, chaqueta elegante, zapatos que me aprietan los dedos. Renzo dice que debo “lucir como su futura heredera”, pero yo me siento como un maniquí en oferta. Esben espera en el pasillo. Me da una mirada rápida de inspección, como si fuera su trabajo asegurarse de que no parezca un desastre. —Bien —murmura—. Te ves linda, y peligrosa, Isy. —Gracias… ¿supongo? Suspiro. Él sonríe. Siempre hace eso: me lanza un comentario seco y luego me deja lidiar con él. Bajamos. Papá nos espera junto al auto. Traje gris, gafas oscuras aunque es de noche. Parece una estatua. Una estatua que dispara. —No te alejes de Esben. Y escucha todo —ordena. —Sí, papá. Es todo. No hay: “¿Lista, Strellita?”, ni siquiera un “¿cómo estás?”. Él solo sube al auto y la puerta se cierra como un final. Llegamos a un restaurante privado en el corazón de Calabria. Uno de esos lugares que huelen a vino caro y sangre vieja. Los guardias abren paso. Todos nos miran cuando entramos. Bueno… lo miran a él. Yo soy solo la sombra. Renzo avanza con su postura de rey cansado. Esben detrás de mí, escoltándome como si yo fuera un diamante en peligro de romperse. La sala principal está llena de hombres grandes, vestidos demasiado elegantes para ser legales. Fuman, ríen, apuestan, murmuran secretos sucios. Papá no se inmuta. Yo sí. Porque sé lo suficiente para entender dónde estoy: En una mesa llena de depredadores. —Renzo —saluda un hombre grueso, barba negra, sonrisa de tiburón—. Llegaste tarde. Papá le responde con un tono helado: —Los negocios nunca llegan tarde, Giovanni. Los hombres impacientes sí. Alguien suelta una carcajada. Giovanni no. Yo me mantengo al lado de Esben. Él cruza los brazos. Es alto, demasiado para esta habitación. Varios hombres lo miran con cautela. —Tu guardaespaldas se ve… prometedor —dice uno, evaluándolo de arriba abajo. —Mi guardaespaldas no está aquí para entretenerte —responde papá sin siquiera verlos—. Asia, siéntate. Me siento a su derecha. Esben detrás. Los hombres me observan. —Es pequeña —murmura uno. —Demasiado joven —añade otro. Giovanni sonríe. —¿Esta es la famosa heredera? Pensé que sería más… intimidante. Renzo apoya las manos sobre la mesa. Lentamente. —Ella no necesita intimidarte —dice con voz suave—. Yo lo hago por ella. Los murmullos mueren. Él se inclina hacia mí. —Asia, lee —me ordena, pasándome un folder. Mi corazón late en mi garganta. Documentos. Contratos. Rutas de armas. Cifras. Nombres que no debo decir en voz alta. ─────────────────
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