---- Días después.
El sol de la mañana se filtró tímidamente por las cortinas, despertando a Naomi de un sueño inquieto. Bajó a la cocina, donde Jen ya preparaba el almuerzo. Los cachorros, sus fieles sombras desde que los rescató, no tardaron en aparecer, revoloteando a su alrededor con pequeños ladridos de alegría. Durante la comida, se acurrucaron a su lado, uno a cada pierna, ofreciendo una presencia cálida y protectora. Parecían dos pequeños leones guardianes, o quizás lobos en miniatura, vigilando su bienestar. La imagen era enternecedora, pero también despertaba en Naomi una punzada de extrañeza ante la intensidad de su apego.
Después de dedicarles un buen rato de caricias y juegos, Naomi se despidió de Jen y se dirigió al hospital. El bullicio del entorno médico la absorbió rápidamente, y se concentró en sus responsabilidades como cirujano. Su visita a Javier Hernández fue agridulce. El paciente mostraba una evolución favorable en su recuperación física, pero la palpable tristeza ensombrecía su rostro y sus palabras. Naomi intentó animarlo, pero la melancolía parecía haber echado raíces profundas en su espíritu.
Con la última ronda de visitas completada, la jornada laboral de Naomi llegó a su fin. El reloj marcaba la medianoche cuando salió del hospital. La ciudad dormía bajo un manto de silencio y luces tenues. Recogió sus pertenencias del casillero, sintiendo el cansancio físico y mental acumulado durante el día. La idea de volver a su tranquilo hogar, aunque ahora compartido con dos pequeños e intensos compañeros caninos, se antojaba como un oasis de paz en medio del torbellino de su vida reciente.
Mientras caminaba por el oscuro estacionamiento, notó que algunas lámparas estaban a medio arreglar. Observó un auto que parecía al de aquel Adonis frente al suyo, sumido en la total oscuridad debido a las lámparas rotas de ambos lados. Un leve escalofrío la recorrió, acelerando sus pasos para entrar rápidamente en su vehículo. Al encender las luces, un hombre apuntando al parabrisas la sobresaltó. Una mirada veloz al retrovisor confirmó su temor: otro hombre estaba en el asiento trasero. Un desconocido silenció sus gritos con un pañuelo cuyo fuerte aroma la arrastró al sueño.
_ El paquete está por llegar.
La voz desconocida inundó sus oídos. Sus ojos estaban vendados y sus manos atadas al frente, mientras su cuerpo temblaba sobre unas piernas que, por su contextura, juraría que eran de mujer. Solo el desconocido habló con su voz profunda.
_ Sana y salva, señor. Un poco asustada y desubicada, pero podrá proceder al llegar si está despierta.
Ella intuyó, con una certeza nacida del ruego tardío, que el camino era de grada o montañoso. El rechinar de un gran portón le indicó que estaban cerca de su destino. Unos metros más adentro, el auto se detuvo.
_ Llévala con el jefe.
Automáticamente, las piernas sobre las que yacía se movieron para que se sentara. Luego, unos brazos fuertes la sacaron del auto, permitiéndole sentir su respiración junto a su perfume. El miedo se apoderó de ella. Recordó la noticia de una extranjera en Madrid, doctora cirujano, violada y encontrada muerta en un callejón. Imaginó el panorama, queriendo llorar, pero la venda se lo impidió. Sin embargo, a los pocos minutos, su cuerpo descansó en un gran sillón y la venda fue arrebatada. Sus ojos permanecieron cerrados; se negaba a mirar sus rostros, pensando que quizás así no la matarían.
_ Doctora Naomi James, educada en una de las mejores universidades de su país. Recién divorciada. Interesante. Abre los ojos, señorita. ¿O debo decir el nombre de sus padres, parientes? ¿O tal vez el de su mejor amiga, su compañera de piso?
Sus ojos se expandieron como dos huevos fritos y casi se atragantó al ver el rostro de su probable captor.
_ Hola, cachorrita. Por lo que veo, hoy no te sacaron de un contenedor de basura.
Él le sonrió con una expresión que no supo definir, dudando entre deseo y puro asco. Juntó todas sus fuerzas y articuló palabras.
_ Señor, no sé qué está pasando ni por qué he sido traída aquí. Ni siquiera tengo dinero. Soy un simple médico.
Recordó el caso del psicópata que le cortó la mano al pianista.
_ No necesito su dinero, señorita. Quiero su servicio y algo más. Pero antes debe firmar un acuerdo.
Dijo sacando una carpeta de su escritorio con total calma.
_ ¿Un acuerdo? –preguntó confundida.
_ Sí, un acuerdo. Tú, suéltala y trae sus cosas. Algo de tomar, cachorrita.
Preguntó Scott mientras desataban sus manos, con una sonrisa que derritió sus bragas, pero se recompuso.
_ ¿En qué consiste el acuerdo, Señor? Estoy confundida.
_ Scott Widman: Nada de señor. El acuerdo consiste en cuidar a mi padre como si fuera el suyo. quiero un médico con él siempre.
Terminó de informar al sentarse a su lado. El olor del hombre despertó un fuego en su interior, ese que los desplantes de su ex habían apagado.
_ Señor Widman, soy cirujano. Usted necesita una enfermera o alguien que sepa de salud mental. Creo que usted está equivocado.
Quiso razonar con el hombre que no dejaba de observar sus piernas cubiertas por un simple chándal azul y una blusa. Jugaba nerviosamente con su bata de trabajo.
_ No, mi cachorrita, yo nunca me equivoco. Serás su doctora y punto.
Dijo al acariciar su labio inferior con una sensualidad que nunca había visto en un hombre, pero decidió contradecirlo.
_ Lo siento, señor Widman, no es mi oficio. Está perdiendo el tiempo reteniéndome aquí.
Intentó devolver el documento, pero él rió al rechazarlo.
_ Doctora, acostumbre a leer las letras pequeñas, esas donde reflejan que usted será mi esposa dentro de una semana.
_ ¿Qué? ¿Está usted loco? –comentó sorprendida, para después ser regañada.
_ Baje la voz. Tampoco es que sea tan mala la idea. Si al final no te gusta, te pagaré.
No podía creer lo que le estaba pidiendo este Adonis caído del cielo, pero su preocupación habló por ella.
_ ¿Tiene VIH o solo le gustan los hombres y necesita pantalla?
Una carcajada resonó en la fina oficina. Otro chico mostró una risa contenida, tal vez por respeto.
_ No, mi cachorra, no me aqueja ninguna de tus deducciones. Sucede que mi padre quiere un matrimonio antes de quedar sin conciencia. Y pues, cuando te vi salvando a los perros, pensé que eras la correcta.
Agregó, mirando las montañas de su pecho. Naomi se sintió intimidada por esos ojos azules.
_ Oh, eso explica todo. Creé que yo ando recogiendo cuánto animal encuentro en la calle. No, señor Widman, cómprese otra esposa. Yo no estoy interesada. ¿Podría enseñarme la salida, por favor?
Se levantó algo molesta. Él apretó su antebrazo con una fuerza que le hizo sentir el temblor de sus órganos, anunciando peligro.
_ Firma el acuerdo. Nos casamos en unos días.
Volteó a ver su rostro, una expresión fría. Volvió a sentarse; él la soltó para luego acariciar la pequeña marca de su agarre que poco a poco desaparecía.
_ Señor Widman, hay muchas mujeres que desearían, mejor dicho, matarían por ser su esposa. Pero yo…
_ Yo te quiero a ti. No importa que no me ames, te conquistaré con el tiempo. Y si no llegara a funcionar, como te dije, te pagaré una suma de dinero junto con el divorcio y podrás vivir el resto de tu vida en paz, donde quieras. Pero por ahora es esto o la muerte. Usted decide, doctora.
Interrumpió al levantarse en dirección al bar. Las lágrimas que ardían por fin salieron.
_ ¿Está diciendo que si no acepto me matará? –preguntó temerosa a la respuesta esperada.
_ A usted y a todo aquel que la recuerde en este país o en el anterior. Acabaré con tus raíces y nadie se preguntará quién fue o por qué algo tan trágico ha sucedido.
Le ofreció un whisky que, por su color, sabía que al tragarlo quemaría, pero lo recibió y se levantó en busca de dos más, dejándolo con la boca entreabierta.
_ Esas son muchas opciones para no negar un sí. Eres muy romántico, ¿sabes? Imagino a nuestros futuros hijos con una ametralladora buscando novia. Serás un gran padre de mi legado. Dios, ¿qué te he hecho, chucho? ¿Está cuándo, pa’ito?
Levantó la mirada para que el Dios del cielo pudiera escucharla, si es que se había olvidado de ella.
_ Doctora: confirme el puto contrato. Tenemos que vestirla. Cenaremos con mi padre esta noche.
Informó, dejándola aún más impactada. Esto parecía una película turca o de mafiosos. No salía de su asombro.
_ ¿Esta noche? ¿Y qué le diremos? ¿Hola, señoras y señores, este señor me raptó y nos casaremos en unos días?
_ Tú solo actúa normal, sigue lo que yo diga, nadie preguntará cuánto tiempo llevamos. Soy reservado, serás la primera mujer que siente en su mesa.
Escuchó aún más incrédula.
_ ¡Esto es una locura! ¡Le mentirás a tus padres!
_ No les mentiré. Nos casaremos. Eso será auténtico.
Informó al quitar el vaso de whisky de sus manos, que aún no podían contener el temblor de vivir lo imposible, como dicen por ahí, el factor sorpresa de la vida. El hombre con el documento y el bolígrafo, con su expresión fría, la obligó a firmar.
Naomi no salía de su asombro. La petición de aquel hombre era tan extraña como desconcertante: un matrimonio forzado, urdido con el único propósito de que ella, como médico, cuidara de su padre. Era una realidad que su mente se resistía a procesar. Scott Widman, con sus intensos ojos azules que parecían escrutarla hasta el alma, irradiaba un aura que la remitía más a la figura de un mafioso que a la de un hombre necesitado de ayuda familiar. Sin embargo, había algo más en él que capturaba su atención de una manera inesperada. Cada vez que lo veía hablar con esa voz profunda y segura, o cuando lo observaba moverse con una elegancia felina por la imponente oficina, Naomi no podía evitar una involuntaria comparación con el Capitán América. Su parecido con el actor que interpretaba al superhéroe era, para sus ojos, sorprendentemente marcado. No se trataba de una semejanza total, una copia exacta, pero la innegable belleza varonil que emanaba Scott Widman resonaba con la imagen icónica que tenía grabada en su mente. Era una paradoja inquietante: verse forzada a esta situación por un hombre de trasfondo turbio, cuya presencia física, sin embargo, evocaba la rectitud y el atractivo de un héroe de ficción. La confusión y el temor se entrelazaban en su interior, creando un torbellino de emociones contradictorias mientras intentaba asimilar la increíble realidad que se cernía sobre ella.
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Por otro lado, en la imponente soledad de su despacho, Scott Widman aún luchaba por asimilar la audacia de sus propias acciones. Haber ordenado el rapto y traslado de una mujer humana a su ancestral mansión, al corazón de su clan, era una decisión sin precedentes, una desviación radical de las costumbres ancestrales. Esa misma noche, la presentaría a su familia, una comunidad peculiar y poderosa que, aunque de naturaleza animal, siempre había acatado sus designios sin cuestionamientos. Sin embargo, en esta ocasión, una certeza inusual lo embargaba: los Cinocéfalos, su leal y enigmática parentela, la habían elegido. Había algo en Naomi, una cualidad intangible que resonaba con la antigua sabiduría de su linaje, algo que trascendía la lógica humana y que había impulsado su instinto a reclamarla. La idea de presentar a una humana como parte de su mundo era arriesgada, pero la convicción de que el destino, o quizás las misteriosas fuerzas que gobernaban a su clan, habían intervenido, lo impulsaba a seguir adelante, con una mezcla de incertidumbre y una extraña sensación de inevitabilidad.