Después de un par de meses viviendo en Madrid, Naomi James había comprendido que mudarse a otro país implicaba más que maletas y pasaportes: traía desafíos, nuevos compromisos y la necesidad de adaptarse a una cultura desconocida. Le costaba aún asimilarlo, pero poco a poco comenzaba a encariñarse con la ciudad. En su tiempo libre, se dedicaba a explorar parques, bibliotecas y supermercados, mientras memorizaba las rutas que le facilitarían el trayecto al hospital donde pronto ocuparía su puesto como cirujana plástica.
Compartía piso con Jenny, una vieja amiga de la infancia que llevaba dos años trabajando como modelo en una reconocida empresa de moda y joyería. Vivir con ella era todo menos aburrido. Su estilo desordenado y despreocupado traía una especie de ritmo frenético a la rutina de Naomi, quien, en contraste, vivía con la serenidad de quien intenta reconstruir su vida desde los pedazos.
Madrid se había convertido en un refugio. Allí había logrado lo impensable: cortar lazos con su pasado. Había cambiado de número, cerrado todas sus r************* . Iván no tenía idea de dónde estaba. Por fin podía respirar.
Su carrera avanzaba sin tropiezos, incluso había visitado algunas universidades con miras a seguir especializándose. Quizá, pensaba con esperanza, en este lugar encontraría al fin lo que su alma llevaba tanto tiempo buscando.
—Naomi, llaman del hospital —gritó la voz de Jenny desde el otro lado de la puerta del baño.
—¡Un segundo! ¡Ya salgo! —respondió Naomi, enjuagando el champú de su cabellera encendida.
—Dicen que es urgente.
—¡Voy, dame un segundo!
Salió envuelta en una bata, aún con espuma en el cabello. Al abrir la puerta, Jenny, con su melena rubia perfectamente alisada, vestía un ceñido vestido marrón y botas altas hasta las rodillas. Sonreía mientras le tendía el teléfono.
—Doctora James —anunció con tono divertido.
—Buenos días, Naomi. Te necesito con urgencia —la voz del doctor Summer sonaba apurada—. Sé que hoy es tu día libre, pero ¿podrías venir?
—Claro, doctor. ¿Qué ha pasado?
—Ven lo más pronto posible. Te explico al llegar. ¿Cuánto tardas?
—Una hora, como mínimo.
—Te estaremos esperando —colgó sin más.
Con rapidez, Naomi se alistó. La curiosidad y la ansiedad crecían en su pecho. No era común que la llamaran en su día libre, mucho menos con tanta urgencia.
Al llegar al hospital, fue recibida por Zulay, la enfermera del turno nocturno.
—Buenas noches, doctora James. La esperan en quirófano.
—Gracias, ¿podrías guardar mi bolso un momento?
Zulay asintió en silencio. Naomi se puso su bata y caminó con paso firme hacia la sala de operaciones.
—Doctora, el paciente es Javier Hernández, un pianista. Le cortaron una mano al sacarla por la ventanilla del auto para ver si llovía —informó el enfermero con un tono que parecía una mezcla de incredulidad y lástima.
—¿Estás hablando en serio? —preguntó Naomi, creyendo que se trataba de una broma de mal gusto.
—Tampoco lo creí al principio, pero es el relato del paciente —confirmó el enfermero.
La escena en la sala de operaciones era desconcertante. El doctor Stewart intentaba detener la hemorragia mientras un detective interrogaba al paciente.
—¿Señor Hernández, tiene enemigos? ¿Tal vez una joven despechada? Recuerde su fama de mujeriego —preguntó el inspector con cierta ironía.
—¿Inspector, cree que perdí la mano por un amorío? ¡Soy pianista, por Dios! ¡Nunca he hecho daño a nadie!
Naomi sintió una punzada de compasión por el hombre. El procedimiento era delicado, pero logró cerrar fugas venosas y reparar tendones. La pérdida era irreversible, pero la vida del paciente estaba fuera de peligro.
Horas después, observaba al pianista descansar tras el cristal, cuando el inspector Peñate se le acercó.
—¿Qué cree que pasó, oficial? —preguntó Naomi.
—La verdad, doctora, es un caso extraño. El hombre no es millonario, ni tiene una familia influyente. Solo posee un bar donde toca por las noches para los borrachos. Todo apunta a que fue al azar... o tal vez su mano ahora esté viajando.
—¿Viajando? ¿Cómo? No entiendo...
—Puede estar en otro país, doctora. Podrían usarla para cometer un crimen y sembrar las huellas por toda la escena. Imagine buscar a un culpable con sus huellas digitales, mientras él está aquí, sin mano. O... tal vez sea para algún ritual.
—¿Hechicería? Vamos, oficial, es ilógico. La mano, una vez separada del cuerpo, muere.
—Tiene razón, doctora. Pero las huellas persisten... o podría ser un trasplante —añadió con tono sombrío.
—¿Un trasplante? Eso es ridículo. Ningún científico serio actuaría así.
—Tal vez. Pero no imposible... ¿o sí, doctora?
Naomi guardó silencio. No podía asegurar nada.
Más tarde, ya en su escritorio, fue interrumpida por la voz despreocupada del doctor Camilo, recién graduado y siempre tardío. Naomi decidió entonces visitar al paciente.
—Buenas noches, don Hernández. ¿Siente algún dolor?
—Uno muy grande, doctora. Nunca más podré tocar el piano. No entiendo... ¿por qué a mí?
Naomi sintió un nudo en el estómago. Ese hombre no solo había perdido una extremidad, sino su pasión, su identidad. La tristeza lo envolvía como una sombra.
—Voy a pedir que un colega psicólogo lo visite. Puede ayudarlo.
—¿Para qué? —dijo él, con la mirada perdida—. Nadie podrá devolverme el alma que se fue con mi mano.
Naomi bajó la mirada. Sabía que esas heridas tardarían mucho en sanar… si es que alguna vez lo hacían.
Naomi pasó la noche de guardia en el hospital. Su día libre se había esfumado como vapor entre las paredes blancas. Aún así, su mente no se quejaba, estaba acostumbrada al deber y al desvelo. El caso del pianista la había dejado inquieta, pero no tenía tiempo para detenerse a pensar. La vida en el hospital siempre seguía su curso.
Cerca del amanecer, cuando el cansancio empezaba a entumecerle las piernas, decidió bajar a la cafetería. Un café fuerte, cargado de energía, era justo lo que necesitaba. Al cruzar la puerta, notó algo que no encajaba. En una de las mesas, dos hombres y una mujer conversaban en voz baja. No llevaban uniforme, ni parecían acompañar a ningún paciente. Su presencia desentonaba.
El más alto tenía una cicatriz delgada que cruzaba su ceja derecha. El otro, más robusto, llevaba un abrigo oscuro que no se quitó pese al calor. La mujer, de cabello n***o recogido y mirada felina, parecía observar cada movimiento dentro del lugar.
Naomi sintió un leve cosquilleo en la nuca. No sabía por qué, pero algo en esos tres le pareció sospechoso. Tal vez era el modo en que la miraban de reojo, o cómo el más alto hacía anotaciones rápidas en una libreta apenas visible.
Se sirvió el café, fingiendo indiferencia. No era la primera vez que su instinto le hablaba, pero muchas otras veces había preferido silenciarlo. No quería sonar paranoica, aunque su interior le gritaba que esos desconocidos no estaban allí por casualidad.
Volvió a su oficina con paso firme. Cerró la puerta con un leve suspiro, mirando por la ventana. La ciudad aún dormía.
Más tarde, cuando salió a su última ronda antes de entregar el turno, los volvió a ver. Seguían allí. Misma mesa, mismas miradas ocultas tras sorbos de café. Parecían no estar vigilando solo el hospital, sino algo más… o alguien.
A ella.
El corazón de Naomi dio un pequeño salto. Todo parecía demasiado ridículo, incluso para considerarlo en serio. Pero la sensación persistía, como una sombra que se niega a marcharse con la luz del día.
Apretó el paso, decidida a no dejarse llevar por las suposiciones. Pero en su interior, algo se había encendido. Una alarma muda, una advertencia sin palabras.
Y a veces, las cosas que parecen más ridículas… son precisamente las que merecen más atención.
Días después...
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Scott Widman...
Durante muchas noches, él soñó con la mujer de cabellos encendidos y ojos esmeralda. Vagó por el mundo persiguiendo la sombra de su sonrisa, anhelando la suavidad de su piel blanca y el aroma dulce de su flor prohibida. Probó miles de cuerpos imaginando el de ella, escuchó millones de voces buscando la suya, pero jamás fue suficiente.
Aquel día nublado, mientras esperaba en la mesa de un restaurante cualquiera, los últimos días de luna llena se cernían sobre él. El clan estaba tenso por la inminente sucesión del trono, una carga que no deseaba, aunque su linaje lo atara a ese destino. Él, Scott León Guerrero, hijo de una madre del clan Karim Lobos y descendiente del inframundo, tenía el derecho de liderar, pero no la voluntad.
Le fue explicado tiempo atrás que, al cumplir la edad media de sus trescientos años, una visión revelaría el rostro de la mujer destinada a traer a sus hijos gemelos. Aquellos que, al nacer, romperían el castigo impuesto a los ángeles convertidos en bestias. Un castigo que los desterró a los bosques oscuros, obligándolos a contener el hambre bestial que los dominaba. Aunque se les otorgó forma humana, cada seis meses podían devorar animales o un humano escogido en sueños —alguien indigno, pero humano al fin—. Ese acto les concedía fuerza, juventud, y longevidad.
Y como fue predicho, la ansiedad por encontrarla llegó. Buscó a la mujer entre cuerpos ardientes, entre pieles tersas y aromas ajenos, pero nada se comparaba al sabor que su instinto anhelaba: el de su hembra elegida. Sin embargo, ignoraba a qué clan pertenecía. Había viajado por tierras remotas, rastreando rostros y corazones, sin éxito.
Esa tarde, atrapado en su caos interno, degustaba la cera caliente de una vela derretida, acompañado por un bistec apenas sellado, como lo exigía su paladar salvaje. Frente al ventanal, observaba la calle húmeda y empañada por la temperatura. Un trago de whisky intentó templar la silente inquietud que lo envolvía.
Y entonces, la vio.
Al otro lado de la calle, en un balcón florido, una mujer pelirroja alzaba el rostro hacia el cielo gris. Las gotas de lluvia se confundían con su llanto y el viento jugaba con su cabello suelto. Las flores a su alrededor parecían temer ser arrancadas por la brisa. Usando su visión animal, Scott vio el brillo esmeralda de sus ojos y los labios frescos como una fresa madura. Se levantó de golpe, pegándose al cristal como un prisionero al borde de su libertad. “Mi hermosa cachorrita”, pensó. Pero en un parpadeo, la joven desapareció del balcón. Alguien la había llamado.
Y el animal en él despertó.
La idea de que otro hombre pudiera disfrutar lo que por derecho le pertenecía lo enloquecía. Pagó la cuenta con manos temblorosas y salió al estacionamiento. La lluvia ahora marcaba con descaro cada curva del cuerpo de ella, visible por el vestido blanco que se adhería a su piel como segunda capa. Era ella. No tenía dudas.
Recordó entonces que Junior, su viejo aliado, tenía un apartamento en ese edificio. Buscaría la forma de entrar.
Subió al auto y tomó rumbo hacia el bosque, donde se erguía la Mansión Noche Oscura. Ahí, como líder de los Hijos del Bosque, compartía dominio con su padre, jefe del consejo de ancianos. Al llegar, se despojó de su polera y calzado, dejando que su instinto lo gobernara: los lobos no usaban zapatos.
Se dejó caer sobre la cama, y con el corazón latiendo como tambor de guerra, llamó a la mujer que lo conocía mejor que nadie.
—Hola hijo, ¡qué bueno que llamas! ¡Te tengo una noticia! —su voz feliz retumbó en el auricular.
—Yo también tengo algo que contarte, madre —dijo, conteniendo la emoción—. Pero empieza tú.
—¡Los protectores han nacido! Tu chica y la de Corjan deben estar cerca.
Scott sonrió. El destino comenzaba a dar sus pasos.
—Ya encontré a mi chica —confesó.
—¿Dónde está? ¿A qué clan pertenece?
Scott apartó el teléfono del oído, riendo por el grito entusiasta de su madre.
—No la tengo aún. No sé a qué clan pertenece. Pero iré por ella.
—Enviaré los protectores. Colócalos cerca. Uno de ellos la elegirá, y ella sentirá el lazo. Cuando eso pase, sabrás que es tuya. Pero apresúrate. Los ancianos presionan. Si no la traes pronto, te obligarán a casarte con otra del clan. Y ninguna es tu alma gemela. No quiero que envejezcas amargado, como tantos antes que tú.
Él guardó silencio, sintiendo el peso de cada palabra. Su madre siempre había sido su aliada más leal.
—Después de tres noches, mándalos. Llevaré a los cinocéfalos con ella.
—Debes imprimir tus deseos con el que la elija. Luego, retíralo. No permitas que él se adueñe de su corazón. Es vital, Scott.
Él lo sabía. Cada frase estaba tatuada en su alma desde hacía más de un siglo.
—Todo saldrá bien, madre.
—Eso espero, hijo mío. Estaré ansiosa por conocerla.
—La conocerás muy pronto.
Al colgar, cerró los ojos. Por primera vez en siglos, tenía un rostro, una imagen viva. Alguien que no solo existía en sus sueños, sino que respiraba el mismo aire que él.