Capítulo 3: La luna de miel
MARTA
Al otro lado de la habitación, me detuve delante de un espejo antiguo para mirarme. Lo hacía por costumbre, no por vanidad.
El nuevo corte de pelo, a la altura de la barbilla y un poco más largo por detrás, era ligero, juvenil y delicado. A mí me encantaba, pero me había gustado aún más esa mañana, cuando mi madrastra había protestado sobre lo inadecuado que era ese estilo para una boda.
Vi que mi novio se acercaba por el reflejo del espejo. Forcé una sonrisa educada esperando que todo saliera bien. Tenía que ser así.
Una nueva vida con un completo desconocido.
—Toma tus cosas, Lindura. Nos vamos.
No me gustó ni un poco el tono de voz, pero había desarrollado un talento especial para tratar con personas difíciles y lo pasé por alto.
—Estan haciendo una comida para el convite de bodas, pero no está listo aún, así que tendremos que esperar.
—Me temo que no —replicó—. Tenemos que tomar un avión. Tu equipaje ya está en el auto. Vamos.
Necesitaba más tiempo. No estaba preparada para estar a solas con él.
Me daba algo de miedo.
—¿No podemos tomar un vuelo más tarde? Esa comida es una joya y...
Aunque la boca de Damián mostraba una sonrisa, los ojos parecieron fulminarme. Eran de un inusual color ámbar pálido.
—Mi nombre es Damían, y tienes un minuto para llevar el culo hasta la puerta.
Abrí la boca y fruncí el ceño ante su descortés demanda.
Él me dio la espalda y se dirigió a los otros tres ocupantes de la habitación con voz tranquila pero autoritaria.
—Espero que nos disculpen, pero tenemos que tomar un avión.
Hilary se acercó a mí con una maliciosa sonrisa.
—Vaya, vaya. Alguien está impaciente por celebrar la noche de bodas. Nuestra Marta es un bocadito apetecible, ¿verdad?
De repente tenía asco.
—Me cambiaré de ropa —dije.
—No tienes tiempo. Estás bien así.
—Pero...
La firme mano de Damián se posó en su espalda y me empujó casi arrastrándome hacia el vestíbulo.
—Supongo que éste es tu bolso. —preguntó. Afirmé con la cabeza.
Justo entonces, mi padre y mi madrastra se acercaron para despedirse.
Me voltee hacia mi padre y me odié a mí misma por el leve tono de pánico en mi voz.
—Tal vez tú podrías convencer a Damián de que nos quedemos un poco más, papá. Apenas hemos tenido tiempo de hablar
—Obedécele. Y recuerda que ésta es tu última oportunidad. Si me fallas ahora, me lavo las manos contigo. Espero que hagas algo bien por una vez en tu vida.
Hasta ahora, siempre había soportado las humillaciones de mi padre en público, pero ser humillada delante de mi nuevo marido era demasiado vergonzoso y apenas conseguí enderezar los hombros. Levantando la barbilla, dio un paso delante de Damián y salí por la puerta.
Me negué a sostener la mirada de mi esposo mientras esperaban en silencio el ascensor que nos llevaría al vestíbulo. Segundos después, entramos. Las puertas se cerraron sólo para abrirse en la planta siguiente y dar paso a una mujer mayor con un perro.
De inmediato, me tensé, el perro me miró. Enderezó las orejas, emitió un ladrido furioso y saltó hacia mí. Chillé mientras el perro se abalanzaba sobre mis piernas y me desgarraba las medias.
—¡Quieto!
Damían me miró con curiosidad y luego apartó al diminuto pero insufrible animal de un empujón con la punta del zapato.
—¡Mira que eres travieso! —La mujer tomó a su mascota en brazos y me dirigió a Marta una mirada de reproche— No entiendo lo que le pasa. Siempre quiere a todo el mundo.
Yo había comenzado a sudar. La pequeña bestia ladraba hasta que el ascensor se detuvo en el vestíbulo y se fueron.
—¿Ya lo conocías? —preguntó Damián cuando salimos.
—Nunca... nunca he visto a ese perro en mi vida.
—No lo creo. Ese perro te odia.
—No es eso... —dije—es que me pasa una cosa extraña con los animales.
—¿Una cosa extraña con los animales? Dime que eso no quiere decir que les tienes miedo.
Giré los ojos.
—Genial —dijo él pareciendo ahora sonreir con ganas—Simplemente genial.
No entendía por qué ahora parecía complacido.
Cuando salimos nos dirigimos al auto, aquí no había nada de recién casados o latas atrás del auto, o algún “bip” para la novia. Todo era insípido, la peor pesadilla para cualquier mujer que hubiera soñado con casarse.
No era tan extraño, todos se aseguraban en recalcarme que esto era un castigo, no una bendición.
Me subí a la limusina y vi que el cristal opaco que separaba al conductor de los pasajeros estaba cerrado. Al menos tendría la intimidad que necesitaba para contarle a Damián cuál era mi plan antes de llegar al aeropuerto.
Damián se sentó junto a mí y el espacioso interior pareció volverse pequeño repentinamente. Si él no fuera tan físicamente abrumador, yo no estaría tan nerviosa.
Aunque no era tan musculoso como un culturista, él tenía el cuerpo fibroso y fornido de alguien en muy buenas condiciones físicas. Tenía los hombros anchos y las caderas estrechas. Las manos que descansaban sobre los pantalones eran firmes y bronceadas, con los dedos largos y delgados. Sentí un ligero estremecimiento que me inquietó.
Él comenzó a tirar de la corbata. Se la quitó bruscamente y la metió en el bolsillo del abrigo; después se desabrochó el botón del cuello de la camisa con un movimiento rápido de muñeca. me puso rígida, esperando que no siguiera. En una de sus fantasías eróticas favoritas, ella y un hombre sin rostro hacían el amor apasionadamente en el asiento trasero de una limusina, pero había una gran diferencia entre la fantasía y la realidad.
La limusina se incorporó al tráfico. Vi que Damián había dejado de quitarse la ropa, pero cuando él estiró las piernas y me miró me removí en el asiento con nerviosismo. Cuando la gente me miraba demasiado tiempo, me sentía como un patito feo, en especial porque siempre me comparaban con la belleza de mi madre.
Los agujeros de las medias tras el encuentro con el perro, no contribuían a reforzar la confianza en mí misma.
Abrí el bolso para buscar el cigarrillo que tanto necesitaba. Era un vicio horrible, lo sabía de sobra y no estaba orgullosa de haber sucumbido a él. Aunque siempre había fumado, yo no solía fumar más que un cigarrillo de vez en cuando con una copa de vino. Pero en aquellos primeros meses después de la muerte de mi madre me había dado cuenta de que los cigarrillos la relajaban y se había convertido en una verdadera adicta a ellos.
Después de una larga calada, decidí que estaba lo suficientemente calmada y me voltee hacia él diciendo:
—Apágalo, nena.
Ella le dirigió una mirada de disculpa.
—Sé que es un vicio terrible y le prometo que no le echaré el humo, pero ahora mismo lo necesito.
Él alargó la mano detrás de mí para bajar la ventanilla. Sin previo aviso, el cigarrillo comenzó a arder.
Ella gritó y lo soltó. Las chispas volaron por todas partes. Él sacó un pañuelo del bolsillo del traje y de alguna manera logró apagar todas las chispas.
Respirando agitadamente, miró el regazo y vio la marca diminuta de una quemadura en el vestido de raso dorado.
—¿Qué ha pasado? —preguntó sin aliento.
—Creo que estaba defectuoso.
—¿Un cigarrillo defectuoso? Nunca he visto nada así.
—Será mejor que tires la cajetilla por si todos los demás están igual.
—Sí. Por supuesto.
Se la entregó con rapidez y él se metió el paquete en el bolsillo de los pantalones.
Que susto.
Reclinándose en el asiento de la esquina, él cruzó los brazos sobre el pecho y cerró los ojos. Tenían que hablar —tenía que exponerle el plan para poner fin a ese bochornoso matrimonio—, pero él no parecía estar de humor para conversar y yo temía meter la pata si no iba con cuidado. El último año había sido un desastre total y yo se había acostumbrado a animarme con pequeñas cosas a fin de no dejarse llevar totalmente por la desesperación.
Me recordé a sí misma que aunque mi educación podía haber sido mala, desde luego sí había sido completa. Y a pesar de lo que su padre pensaba, había heredado el cerebro de mi madre de según él era cabeza hueca, yo hablaba cuatro idiomas, era capaz de identificar al diseñador de casi cualquier modelo de alta costura y era toda una experta en calmar a mujeres histéricas por mi madre.
Ahora sospechaba que había sido el sentimiento de culpa lo que me había impulsado a asistir a todas aquellas fiestas durante los desastrosos meses que siguieron al funeral. Llevaba muchos años queriendo liberarse del chantaje emocional al que mi madre la había sometido en su interminable búsqueda del placer.
Pero no había querido que muriera. Eso no.
Había querido muchísimo a su madre y, a pesar de su egoísmo, de sus interminables exigencias y de su constante necesidad de reafirmarse en la belleza, sabía que ella me había querido.
Me había sentido culpable ante la inesperada libertad que el dinero y la muerte de mi madre me habían proporcionado. Me había gastado toda la fortuna, no sólo en mí misma sino en cualquiera de los viejos amigos que mi madre estuviera en apuros. Pero mi madre tenía deudas de las que no estaba enterada hasta que empezaron las amenazas, había extendido cheques para mantenerlos callados, sin saber ni importarme si tenía dinero para cubrirlos.
Sí, hice cosas malas.
Mi padre descubrió lo que había ocurrido el mismo día que emitieron una orden de arresto contra mí por cheques sin fondo. Fue entonces cuando me di cuenta de la realidad y de lo que había hecho. Tuve que rogarle a mi padre que me prestara dinero prometiendo devolvérselo en cuanto pudiera, pero él había recurrido al chantaje mandándome a casar diciendo que era hora de que madurara, o si no iría a la cárcel.
Se suponía que me casaría con un hombre que él escogiera para mí tan pronto como pudiera arreglarlo. Y no sólo eso, tendría que permanecer casada durante seis meses, ejerciendo de esposa obediente durante ese tiempo.
Sólo al final de esos seis meses podría divorciarme y beneficiarse de un fondo que él establecería para mí, un fondo que él controlaría. Si era genial, podría vivir con relativa comodidad el resto de su vida o puede que estudiar algo en lo que pudiera mantenerme con dinero extra.
Solo necesitaba esto para alejarme definitivamente de mis padres.
Tres días más tarde, me había presentado al futuro novio sin mencionar qué estudios poseía ni a qué se dedicaba, y sólo le había hecho una advertencia:
—Él te enseñará algo sobre la vida. Por ahora, es todo lo que necesitas saber.
Ahora estaba esperando qué era lo que este hombre al que prácticamente me habían vendido me enseñaría.
Saqué un espejo dorado del bolso para cerciorarse de mi maquillaje y que todo estaba como tenía que estar. Ya más segura, lo cerré con un golpe seco.
—Disculpe, señor uhm, Geld.
Él no respondió.
Ella se aclaró la garganta.
—Oye, Damián, creo que tenemos que hablar.
Él abrió los párpados que ocultaban aquellos ojos color ámbar líquido.
—¿De qué?
Uf, pero que caracter horrible que se cargaba este hombre, cada vez más detestable.
—Somos unos completos desconocidos que acaban de contraer matrimonio. Creo que eso nos da tema más que suficiente para hablar.
—Si quieres escoger los nombres de nuestros hijos, Lindura, creo que paso.
Así que tenía sentido del humor después de todo, aunque fuera algo cínico.
—Quiero decir que deberíamos hablar de cómo vamos a pasar los próximos seis meses antes de poder solicitar el divorcio.
—Creo que será mejor que vayamos paso a paso, día a día —dijo—Noche a noche... solo disfruta la luna de miel.
Apreté los labios y casi desfallecí al darme cuenta de que él sí pensaba en la luna de miel.