Capítulo 3: "El experimento".

2011 Words
Samuel comenzó a gritar como si alguien estuviera torturándolo físicamente. —¡No se les ocurra hacerle daño! ¡No pueden pedirle que toque mi sangre! ¡No lo permitiré! —No estás en condiciones de exigir nada, Samuel —observó su padre. Luego se volvió a Isabel Medina—. No tenés más remedio que hacer lo que te pido para que podamos liberar a tu hermano, e incluso a tu primo. Isabel se sentía increíblemente abrumada, pero aún así, intuyó que aquello se trataba de un experimento más de Horacio Aguilar. Tragó saliva, y balbuceó: —Haré lo que me ordenen, pero… ¿Podrían darme un momento a solas con Sam? —Diez minutos —replicó el padre de su primo. —¡No! ¡No permitiré que toques mi sangre! —aulló el joven Aguilar, pero los dos hombres de mediana edad se limitaron a ignorarlo, y se marcharon de la sala. Isabel se sentía muy confundida y angustiada. No toleraba que su hermano y que su querido Sam sufrieran ¡Debía hacer algo al respecto! —No me toques, por favor, te lo suplico —Samuel no dejaba de llorar—, no podría soportar que… no podría… por favor… La joven Medina le acarició el rostro a Samuel, y le secó las lágrimas con la yema de sus dedos. Sentía una profunda desazón: los Fraudes habían ganado. Ella ya no podría investigar… ‘Esperen un segundo. Me dijeron que no me entrometiera más y luego me pidieron que tocara la sangre de Sam… ¿Sería posible que… no muriera al hacerlo?’. —Basta de llorar, Sammy —le dijo, una vez que su rostro ya estaba seco. Él le quedaba muy alto cuando ambos estaban de pie, por lo cual debía alzar su cabeza para poder verlo a los ojos—. Últimamente vivís sollozando por mi culpa. —No es por tu culpa, mi amor… Es por la situación que nos rodea… No soporto que estés en peligro… Lamento muchísimo no haber tenido las agallas de mantener la distancia cuando aún estaba a tiempo… —Nosotros nunca pudimos estar separados —lo interrumpió Isabel—. Nos entendemos y nos queremos, y ese sentimiento es más fuerte que el miedo… e incluso que nuestro parentesco —no era capaz de detenerse. Debía confesar lo que sentía, de lo contrario, podría ser demasiado tarde—. Hace ocho días, cuando supimos que éramos primos, sentí que mi mundo se derrumbaba: pensé que había sido una pervertida por haber tenido relaciones sexuales con un familiar tan cercano. Sin embargo, hemos vivido tantas cosas juntos y nuestras vidas se han hallado tantas veces en peligro, que llegué a pensar: ¿Para qué sufrir porque la sociedad dice que nuestra relación es incestuosa? La policía y Culturam hacen la vista gorda a los crímenes que se cometen en el valle… ¿Debería preocuparme si es moralmente correcto o no querer a mi primo hermano como pareja? Ni siquiera nos criamos como parientes. Decidimos ser novios antes de saber la verdad… ¿Por qué negarme la posibilidad de ser feliz a tu lado? —ahora se le había hecho un nudo en la garganta. No quería llorar porque había logrado que Samuel dejara de sollozar—. Disfruto los momentos en los que estoy con vos: me divierto, me siento protegida y mimada. Te quiero demasiado, Sam. Y realmente no me importa lo que pueda llegar a pensar mi papá si se entera de quién sos, no me importa si Juan Cruz se enoja o si Umma me hace reproches. Puedo vivir con el hecho de que somos primos, pero no quiero una vida sin vos. Me importás muchísimo. Luego de haberle confesado aquellas emociones que había luchado por reprimir, se colocó en puntas de pie y se atrevió a apretar sus labios contra los de Samuel. No sabía si sobreviviría luego de eso, sospechaba que sí, pero no podía negarse la oportunidad de volver a besarlo. Para su sorpresa, su adorado primo reaccionó apasionadamente. Su lengua buscó encontrase contra la de Isabel, mientras ella lo rodeaba del cuello con sus pequeños brazos. El corazón le latía con violencia ¡Cuánto había anhelado volver a besarlo! A pesar de que él no podía tocarla, sentía que pronto se derretiría frente a él. Lo tomó del rostro y apretó aún con más fuerza su boca contra la de Sam, mordiéndole los labios juguetonamente. Samuel desenredó su lengua y se agachó. Besó el cuello de su prima, sus mejillas y su frente. —Siempre deseé volver a tocarte —le susurró, y volvió a apretar sus labios contra los de ella. Isabel sentía hormigueos en el estómago. Se atrevió a acariciarle el pecho, los hombros y los brazos del muchacho, mientras sus bocas estaban unidas en un beso apasionado. Le costaba respirar y jadeaba. No supo cuánto tiempo estuvieron besándose, pero la joven Medina decidió que había sido suficiente. No quería poner en peligro la vida de Juan Cruz. —Sammy —se apartó, sin dejar de abrazarlo—, tengo que tocar tu sangre. Es la única forma en la que liberarán a mi hermano. —Isa, te lo suplico… ¿Ese fue un beso de despedida entonces? —se le quebró la voz. Isabel no quería llorar, pero no soportaba ver cuánto sufría Samuel por ella. —No lo creo —replicó, sin mucha confianza—, me han pedido que deje de investigar ¿No escuchaste? Asumo que viviré para contar que sobreviví a tu sangre letal. —Por favor… —se sacudió inútilmente para intentar liberarse, y detener a su prima, pero no lo logró—. Isa, mi amor, te lo suplico. —Basta, Sam. Sos consciente de que no tengo escapatoria —le acarició el rostro, y se acercó hasta el corte del cual aún le brotaba fluido oscuro—. Te quiero, ¿Sabés? Y en ese instante, deslizó su dedo índice por la herida de su adorado Sam. Salomé se aseguró de que Juan Cruz estuviera bien. Le midió el pulso: su ritmo cardíaco era normal. Le tomó la temperatura con un sensor: treinta y seis grados centígrados. Estaba perfecto. —No hace falta que revises tanto al niño —murmuró el doctor Franco—, ya lo atendí. Tiene una herida en la pierna, pero se pondrá bien. Deberá tomar medicación y hacer reposo por algunas semanas. —¿Qué le sucedió? —Heredia y Aguilar no me explicaron nada, simplemente me pidieron que curara al muchachito. Si tenés alguna duda, deberías preguntarles a ellos. Salomé suspiró. A pesar de que le guardaba cierto cariño a Juan Cruz, y que era una buena distracción, se preguntó si lo correcto sería romper con él. En primer lugar: no le gustaba sentir que era la niñera de su novio. En segundo lugar: era consciente de que el joven Medina corría peligro al estar involucrado en los asuntos de Culturam, y haría una obra de bien al mantener cierta distancia. Un grupo de enfermeros ingresó a la Sala de Implantes. —Nos han ordenado que preparemos al adolescente para trasladarlo a su vivienda —anunciaron, y luego le preguntaron a Salomé—: ¿Cuál es la dirección? —Esperen a su hermana, quien querrá irse con él. Ella les dirá a dónde tienen que ir —seguramente no deseaban ir a la casa de Damián, sino a la de Benjamín. No quería meterse en asuntos familiares. —Consultaremos con los señores Heredia y Aguilar antes de tomar cualquier decisión —replicaron, y colocaron a Juan Cruz en una camilla-robot que siguió automáticamente a los enfermeros por el pasillo. Salomé no podía quedarse allí esperando sin hacer nada. Salió de la Sala de Implantes, y vio que en el salón principal de Culturam había decenas de personas mirando una pantalla. Se asomó para saber qué les llamaba tanto la atención, y se llevó las manos a la boca por la sorpresa: Samuel estaba encadenado otra vez contra un muro, e Isabel estaba frente a él acariciándole el rostro ¿No se cansaban de invadirles la privacidad? Vio que uno de los enfermeros le consultaba a Horacio qué debía hacer con Juan Cruz. Se acercó para escuchar mejor. —Esperemos unos minutos. Sabemos que Isabel tocará la sangre de Samuel sin que yo se lo pida. —Entendido, señor. Mientras tanto, haremos los preparativos. —Excelente. Salomé no pudo evitar mirar la pantalla. Sintió una punzada de dolor al ver cómo Samuel le rogaba a Isabel que no lo tocara, y la llamaba: “mi amor”. Durante años, la joven Hiedra creyó que el hijo de Horacio Aguilar acabaría siendo su novio. Se llevaban diez meses de diferencia, ambos eran hábiles y habían sufrido la muerte de sus progenitores. Bueno, en realidad Sam la había pasado peor, porque los padres de Salomé habían sido asesinados por los Fraudes por un pacto que ésta había hecho con Heredia y los demás. A pesar de ello, el joven de rastas siempre la había ayudado a proteger a Micaela, le había enseñado a dar buenos golpes y a esconderse como una depredadora. Le debía su supervivencia. Poco a poco, Salomé se había encariñado con él: no podía verlo como a un hermano, sino como a un novio. Había intentado seducirlo, lo había besado e incluso se había mostrado agradecida con él… Pero Samuel la ignoraba. Siempre fue arisco, desconfiado y taciturno. Hasta que conoció a Isabel. Por alguna razón que desconocía, el joven Aguilar decidió cuidar de esa chica, compartir momentos a su lado… y no pudo evitar enamorarse ¿Qué le veía a la señorita Medina? Era súper delgada, no tenía curvas, su cabello era castaño, sus ojos eran cafés y su rostro, a pesar de no ser “feo”, era muy común… ¿Por qué ella? Salomé levantó la vista, y vio que Samuel y su prima habían comenzado a besarse apasionadamente. Sintió que el corazón se le hacía añicos. No podía acostumbrarse al amor que él sentía por Isabel, no lo toleraba. La señorita Hiedra no sólo estaba celosa, sino también dolida ¿Por qué nadie la amaba a ella de ese modo? —Sabía que Medina nos pidió que los dejáramos solos para que pudieran besarse —comentó Heredia, en tono burlón—. Estos chicos son impresionantes ¿Acaso no les importa llevar a cabo actos incestuosos? —Samuel nunca quiso a nadie —observó Horacio—. Es lógico que, al haberse enamorado de esta chica, sólo quisiera estar con ella… sin interesarle su parentesco. El día que supo la verdad me ha golpeado simplemente por que él no se había enterado antes de su vínculo sanguíneo con la muchacha… —Isabel me ha sorprendido —añadió el señor Heredia—. Resultó ser bastante más rebelde e inteligente de lo que esperábamos. Salomé volvió la vista a la pantalla. En ese momento, Samuel estaba recorriendo el rostro de su prima con sus labios. Sintió una nueva punzada de dolor. Deseaba llorar. Él nunca la querría a ella, sólo a Isabel. Nadie nunca la querría a ella como él quería a Isabel. —Por favor, Isa, mi amor, te lo suplico —las palabras del joven Aguilar se le clavaban como agujas en el pecho. Si bien había sido testigo en más de una ocasión del amor que sentían el uno por el otro, le resultaba una tortura ver tanta cursilería a través de una pantalla gigante. —Basta, Sam. Sos consciente de que no tengo escapatoria. Te quiero ¿Sabés? —le dijo la señorita Medina, y deslizó su dedo hasta la herida de su primo. Por un lado, Salomé deseaba que Isabel muriera —no porque la odiase tanto, sino más bien por celos—. Por el otro, no: Samuel se suicidaría si eso sucediera. —¡Les dije que lo haría por sí misma! —exclamó Horacio Aguilar, esperando ansiosamente los resultados de su macabro experimento.
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