Esa misma noche, María no pudo conciliar el sueño con facilidad. El cuerpo le pesaba, pero la mente no encontraba descanso. Apenas cerró los ojos, el mundo comenzó a girar a su alrededor. Y entonces, las pesadillas regresaron. No eran sueños, no exactamente. Eran como fragmentos de recuerdos arrancados del fondo de su memoria, cosidos con miedo, con deseo, con imágenes tan reales que su corazón se aceleraba como si estuviera viviendo todo otra vez. Se vio a sí misma vestida con un vestido azul. La tela era suave, fresca, y caía sobre su piel con la delicadeza de una caricia. Frente a ella estaba Alejandro, su mirada fija, profunda, hipnótica. Le acariciaba el cuello con la yema de los dedos, con una ternura peligrosa, y luego le depositaba un beso justo donde su respiración se detenía

