El reloj marcaba casi las nueve de la noche cuando Enrique, aún con las manos temblorosas, se sentó frente a su escritorio. El silencio del departamento era tan pesado que podía oír los latidos de su propio corazón. María dormía, agotada, después del susto que le había provocado la visita de Alejandro. El pequeño Ángel descansaba a su lado, ajeno a todo lo que ocurría a su alrededor. Pero Enrique no podía dormir. Había pasado todo el día repasando una y otra vez la escena, los gestos de Alejandro, su mirada fría y su tono tranquilo, casi encantador. Ese hombre era peligroso, y lo sabía. No solo por lo que Ramiro le había contado, sino porque había visto en su mirada algo más profundo: una especie de obsesión que no descansaría hasta conseguir lo que quería. Y lo que quería… era María.

