La tensión en la oficina del director era tan densa que podría cortarse con un cuchillo ceremonial.
Las hijas de Afrodita, con el rostro pálido y los ojos llenos de una mezcla de miedo e impotencia, se dirigían al director Lawson, sus voces apenas un susurro que se rompía en el aire gélido.
El profesor Rousseau, de pie a un lado, su propia expresión sombría, con el peso del conocimiento ancestral en sus hombros, buscaba respuestas, una pizca de orientación en medio de la tormenta que acababa de desatarse.
—Director Lawson, ¿qué significa esa profecía? —preguntó Brooklyn, su voz temblaba a pesar de su habitual compostura, el control que siempre ejercía sobre sus emociones ahora se desmoronaba—. La Pitia... ella... no sale así como así. Y lo que dijo... ¿un guerrero de dos sangres? ¿Está segura de que Hunter es quien debe embarcarse en lo que parece ser una misión imposible? Hay más personas nacidas de las uniones entre los dioses.
Su mirada se posó en Hunter, quien permanecía sentado frente al escritorio del director, inmóvil, con la mirada fija en sus manos, como si las respuestas estuvieran grabadas en sus propias palmas, o como si buscara consuelo en las líneas de su propio destino.
No había pronunciado palabra alguna desde lo ocurrido en el anfiteatro. La magnitud de la revelación lo había dejado mudo, un eco de la profecía resonando en su mente.
Devin, de pie junto a Hunter, colocó una mano tranquilizadora en su hombro. Sus ojos color ámbar, generalmente tan llenos de vida, ahora reflejaban una gran preocupación.
El rubio estaba genuinamente preocupado por quien ya consideraba un amigo, a pesar de lo poco que se conocían. La quietud de Hunter era más inquietante que cualquier grito, un silencio sepulcral que anunciaba una tormenta interna.
—Es una locura —intervino Emma, su voz ahogada por la emoción, con lágrimas brotando en sus ojos, reflejando la angustia de una hermana menor—. Mi hermano es sólo un niño. ¿Cómo va a cargar con el destino del mundo? ¿Y qué pasa si los dioses realmente... si lo que dijo la Pitia es verdad? ¿A qué clase de enemigo nos enfrentamos? ¡Hunter apenas está descubriendo quién es!
—¡Basta! —El grito del director Lawson sobresaltó a todos, un estruendo que rompió el tenso silencio.
El pobre hombre pasó una mano por su cabello oscuro con vetas plateadas de canas, un gesto de agotamiento y estrés. La furia y la desesperación en su voz eran un indicio claro del enorme peso que sentía sobre sus hombros, una carga que lo envejecía ante sus propios ojos.
Se obligó a recuperar la calma, respirando hondo, tratando de reunir la compostura que se esperaba de un hijo de Atenea.
—Por favor, todos. Cálmense. Si las palabras del oráculo son ciertas, y muy a mi pesar, creo que lo son, no hay nada que podamos hacer para evitar que el destino siga su curso. Esto está más allá de nuestras capacidades individuales, de cualquier entrenamiento que podamos ofrecer aquí —Sus ojos, aunque cansados, se posaron en Hunter, con una mezcla de lástima y una dura resolución—. Lo único que puedo hacer es instruir a Hunter. Prepararlo lo mejor posible para que no tenga tantas dificultades, para que al menos tenga una oportunidad.
Se dirigió a las descendientes de la diosa del amor, su tono más suave pero firme, un intento de consuelo que sabía que era insuficiente.
—Hijas de Afrodita, entiendo su preocupación por su hermano menor, por su familia. Créanme, es la misma preocupación que siento por todos ustedes, mis alumnos. Pero no puedo ignorar la situación. La profecía es clara. No es algo que podamos elegir o rechazar.
El profesor Rousseau, que había permanecido en silencio hasta los momentos, su rostro una máscara de preocupación, habló, su voz grave.
—¿Hay noticias de los dioses, Grayson? ¿Han notado algo extraño últimamente? Más allá de la Pitia, claro está. Esta aparición es... sin precedentes.
Lawson negó con la cabeza, su mandíbula tensa, un músculo en su mejilla palpitando.
—Han mantenido un silencio sepulcral desde antes del inicio de clases. Nada. Ni siquiera los informes habituales de Hermes. Es como si el Olimpo estuviera... cerrado. Inaccesible. Nunca había sentido una quietud así.
Mackenzie intervino, su voz pequeña pero firme, con una pizca de inocencia que contrastaba con la gravedad de la situación.
—Cuando hablamos con nuestra madre ayer, parecía no estar preocupada por nada. Dijo que todo estaba bien, que el Olimpo estaba tranquilo y que el único drama era el de siempre, que en realidad estaba aburrida del constante roce de Zeus y Poseidón —Una confusión genuina se reflejaba en su rostro—. No lo entiendo. ¿Cómo puede ser que ella no supiera nada de esto? ¿O es que... no le importó?
El director bufó, un sonido exasperado, una mezcla de frustración y desesperanza.
—Los dioses, señorita Stuart, prefieren guardarse todo para sí mismos hasta el último minuto, si es que lo comparten. Creen que nos protegen, pero sólo consiguen mantenernos en la oscuridad, ciegos ante las amenazas que se ciernen sobre nosotros. Su arrogancia puede ser su propia perdición.
Aquellas palabras no ayudaron a calmar a los allí presentes; de hecho, sólo aumentaron la sensación de impotencia y frustración.
Si los dioses no estaban preocupados, o si simplemente no les importaba, ¿qué esperanza había para los semidioses?
El director se acercó a Hunter y se puso de cuclillas frente a él, intentando establecer contacto visual. Pudo observar el miedo en los ojos de su joven alumno, un niño ni más ni menos, con una enorme responsabilidad con la que cargar.
Los ojos de Hunter, usualmente tan llenos de vida, ahora eran pozos de desasosiego.
Trató de darle una sonrisa tranquilizadora, pero sólo le salió una mueca, una distorsión de preocupación. El hombre colocó una mano en el hombro de Hunter.
—Sé que estás asustado, Hunter. Es una carga inmensa para cualquiera, y más para alguien tan joven. Pero haremos todo lo posible para que todo salga bien. Si ese es tu destino, nos encargaremos de que lo cumplas con buenos resultados —Su voz se llenó de un atisbo de esperanza forzada, una que sonaba vacía incluso para él—. Además, no estarás solo. La misma profecía lo dice. Tendrás ayuda. Todo saldrá bien.
Nadie en la habitación creyó sus palabras. La profecía era ominosa. Las estrofas sobre la “sombra ignota” y la “noche perpetua” resonaban en sus mentes, sembrando el pánico. Muchas cosas podrían salir mal, horriblemente mal. Podrían resultar heridos, o peor. La vida de un semidiós ya era precaria, y esto lo llevaba a un nuevo nivel de peligro.
Había cincuenta por ciento de probabilidad para un resultado positivo como para un resultado negativo, y las probabilidades casi nunca estaban a favor de los semidioses.
Era una ruleta rusa cósmica.
A continuación, el director Lawson se levantó y les pidió a todos, con voz suave pero firme, que por favor fueran a sus habitaciones.
—Necesito pensar —dijo, su mirada perdida en el vacío, en las implicaciones de lo que acababa de suceder—. Necesito investigar, y tratar de comunicarme con el Olimpo. Mañana será un nuevo día y los reuniré a todos. Por ahora, descansen. Lo necesitarán.
El grupo de semidioses salió de la oficina, dejando tras de sí a Alaric y a Grayson. El profesor Rousseau le dio una mirada de reojo al director, una mirada llena de comprensión y preocupación, y suspiró antes de marcharse también, dejando al director solo con un enorme peso sobre sus hombros, el peso de un futuro incierto y una profecía ineludible.
La luz de la lámpara en la oficina parecía tenue, incapaz de disipar la oscuridad que la profecía había traído consigo.
Mientras se dirigían al ala de Afrodita, Devin estaba renuente a alejarse de Hunter, una sombra de preocupación aún en su rostro a pesar de la promesa del director. Su mirada seguía a Hunter, una lealtad silenciosa pero férrea.
Pasaron junto a los hijos de Hades, quienes también se dirigían a su habitación en las profundidades del ala de los Tres Grandes. Hunter sintió una punzada de ansiedad, recordando la intensa mirada de Jayden en la cafetería.
Hunter ladeó la cabeza y compartió miradas brevemente con el pelinegro de la cicatriz. Los ojos cerúleos de Jayden se posaron en Hunter con una intensidad extraña, una mezcla de reconocimiento y algo más, algo gélido y calculador, antes de que ambos continuaran su camino. No hubo una sonrisa, ni siquiera un atisbo de emoción en el rostro esculpido de Jayden, pero la conexión entre ellos, una corriente subterránea de energía, era innegable.
Jayden se había detenido a mitad del pasillo, su hermano Zachary, al notarlo, también se detuvo, mirándolo con confusión y un poco de curiosidad. Los ojos cerúleos de Zachary, menos intensos que los de su gemelo, escanearon el rostro de Jayden, buscando una señal.
Con un suspiro pesado, el pelinegro le indicó que continuaran, un gesto inusualmente comunicativo para él, casi un imperceptible cabeceo que sólo Zachary podría descifrar.
Zachary miró de reojo a su hermano, su voz un susurro apenas audible en el silencio del pasillo.
—¿Deberíamos hacer un viaje rápido al Inframundo, entonces? Sientes lo mismo que yo, ¿verdad? La energía está... extraña. Hay una perturbación en el aire, una vibración que no me gusta.
Jayden simplemente asintió, su rostro inexpresivo, pero sus ojos denotaban una preocupación latente que rara vez permitía mostrar, un abismo de inquietud que contrastaba con su exterior imperturbable.
Era de pocas palabras, especialmente cuando se trataba de su hogar, el reino de su padre. El silencio que siguió fue más elocuente que cualquier discurso.
Cuando pisaron el Reino de Hades, la atmósfera los golpeó con una fuerza abrumadora, como una ola de desesperación y caos.
Lo que encontraron logró inquietarlos profundamente.
El aire mismo vibraba con gritos de almas que resonaban por todas partes, un coro angustiado y desordenado que perforaba los oídos.
Era un lamento constante, un tormento sin fin.
Demonios menores corrían libres por los campos Elíseos y los Campos de Asfódelos, su caos desordenado un presagio de algo mucho más grave, una anomalía en un reino que siempre había sido gobernado por el orden implacable de Hades.
Las almas erraban sin rumbo, la seguridad de la vida eterna rota.
Las aguas del río Estigia se sacudían con fuerza y sin clemencia, sus olas chocando contra las orillas con una violencia que jamás habían presenciado, un rugido furioso que anunciaba la inestabilidad. Los barqueros, estoicos Carontes, luchaban por mantener sus botes a flote, sus expresiones de miedo inusuales.
Era un caos total, un infierno desatado, un mundo que se estaba desmoronando desde dentro.
En el palacio mismo de Hades, la situación era idéntica. Los sirvientes, los fantasmas y las Furias corrían y volaban de un lado a otro en un frenesí que los gemelos no entendían. La eficiencia y el orden habituales del Inframundo habían desaparecido, reemplazados por una anarquía palpable. Las sombras danzaban con una vida propia, más que nunca, y el frío del Inframundo se sentía aún más penetrante.
Se encontraron con su madre, Perséfone, a punto de subir las escaleras hacia sus aposentos, su rostro más pálido de lo normal, sus ojos reflejando una profunda angustia, un dolor que intentaba ocultar inútilmente.
Su aura de diosa de la primavera se había marchitado, reemplazada por una opresión invernal.
Zachary la llamó, su voz rompiendo el caos reinante con una autoridad innata.
—¡Madre! ¿Qué está pasando aquí? El Inframundo está patas arriba.
La diosa de la primavera se detuvo abruptamente y, con asombro, miró a lo que más valoraba, sus hijos. Sus ojos se llenaron de lágrimas que no se atrevían a derramar, brillando como gemas bajo el tenue resplandor de las luces fantasmales del palacio.
Los abrazó con una fuerza inusual, apretándolos con cariño, mientras susurraba, su voz apenas un hilo—: ¿Qué hacen aquí, mis amores? Se suponía que debían estar en la escuela. No deberían haber regresado, no a esto.
Jayden, con un control sorprendente sobre sus emociones, dio una pequeña mentira, una que si su madre notó, no refutó, tal vez demasiado sumida en su propio tormento para cuestionar.
—No estamos acostumbrados a estar fuera de casa por tanto tiempo, Madre. Queríamos, al menos, dormir en nuestras propias habitaciones esta noche. Pero al llegar aquí sentimos una... perturbación.
Zachary, con su habitual franqueza, la interrumpió, su preocupación evidente en su tono.
—Madre, ¿qué está pasando? ¿Por qué todos están tan alterados, tan aterrorizados? El río Estigia, los campos... todo. Nunca antes habíamos visto el Inframundo así. Dinos la verdad.
La expresión de la mujer se cerró, menguando cualquier emoción a simple vista, una máscara de dolor que no lograba ocultar el abismo. Pero ellos podían ver el dolor y el miedo en sus ojos, un abismo de angustia que no pudieron comprender hasta que de la boca de Perséfone salieron palabras que pondrían todo de cabeza, palabras que cambiarían el mundo, no sólo el suyo, sino el de todos los seres divinos y mortales.
—Es su padre... —susurró Perséfone, su voz apenas audible, quebrada por la pena, un lamento que heló la sangre de sus hijos—. Está... enfermo. Está muriendo. La oscuridad lo consume, y con él, se lleva el equilibrio del Inframundo. El caos que ven... es sólo el comienzo.
Un silencio aterrador se cernió sobre ellos, un silencio que se sintió más pesado que los gritos de las almas.
Los hijos de Hades, acostumbrados a la fría eficiencia de su padre, a su eterna e inquebrantable autoridad, se vieron confrontados con la mortalidad de un dios. El Inframundo estaba colapsando, y su padre, el mismísimo Señor de los Muertos, se estaba desvaneciendo.
La profecía de Pitia, las palabras sobre los “dioses antiguos” cuya “esencia divina” se consume, resonaron en la mente de Jayden con una claridad escalofriante.
El juego había comenzado, y el precio de la derrota era el fin de todo.