Hunter daba vueltas en la enorme cama con dosel, las sábanas de seda enredándose a su alrededor como una suave prisión.
La opulenta habitación, con su gran alfombra de piel pálida y la paleta de colores suaves que debían inducir a la calma, paradójicamente exacerbaba su inquietud. Se sentía solo a pesar de saber que no lo estaba; sus compañeros dormían en las habitaciones contiguas, recuperando energías tras la sustanciosa cena.
El silencio del palacio era tan profundo que le resultaba abrumador, un contraste total con el constante murmullo de la Academia Redwood.
Extrañaba el bullicio familiar de sus hermanas, la relativa monotonía del colegio con sus pasillos desgastados, sus áreas verdes donde podía perderse en sus pensamientos y dibujar. Incluso echaba de menos las pullas y provocaciones de Liam, quien, para su sorpresa, se había mantenido inusualmente distante y reservado desde que iniciaron el accidentado viaje a Delfos.
Liam, siempre tan ruidoso y desinhibido, parecía haberse encogido, sumido en sus propios pensamientos, una sombra de su yo habitual.
Bien dicen que uno no sabe lo que tiene hasta que lo pierde, ¿cierto? Pues en ese momento, acurrucado en la inmensidad de la cama del Inframundo, Hunter anhelaba desesperadamente su vida de vuelta, con sus problemas cotidianos y su familiar falta de protagonismo.
Prefería la ignorancia de su existencia semidivina a la carga de ser el "Guerrero de dos sangres", el centro de una profecía que no había pedido.
Sentado sobre el mullido colchón, vestido con un pantalón de chándal suave y una camiseta holgada, recorrió la habitación con la mirada. Se sentía culpable. Mientras ellos tomaban un respiro, llenándose el estómago con manjares del Inframundo, los dioses, incluyendo a su propia madre, sufrían una enfermedad misteriosa.
Algunos ya podrían haber sucumbido, consumidos por la dolencia. No tenían forma de saberlo con certeza, la comunicación directa se había cortado abruptamente.
Antes, cuando la necesidad apremiaba, bastaba con pronunciar el nombre del dios con el que deseaban hablar, una súplica silenciosa que generalmente encontraba respuesta. Bastaba con una breve oración, un pensamiento concentrado, y una conexión se establecía. Pero ahora… ahora sólo había un silencio ominoso al otro lado de la línea.
El director Lawson les había confirmado más temprano, cuando le explicaron su plan de descender al reino de Hades, que incluso Hermes, el veloz mensajero de los dioses, ya no respondía a sus llamados. Un escalofrío recorrió la espalda de Hunter ante la confirmación de la gravedad de la situación.
El panteón estaba aislado, y ellos, los semidioses, estaban aún más solos en esto.
Suspirando, se levantó de la cama y, descalzo, decidió explorar el castillo. De todas maneras, tendría que familiarizarse con el lugar si iban a permanecer allí por un tiempo.
Pensó en las poderosas protecciones mágicas que envolvían la fortaleza de Hades; la tranquilidad que sentía a pesar de estar en el Inframundo era un testimonio de la seguridad del lugar. No había que preocuparse por un ataque repentino de algún monstruo errante dentro de sus muros.
El palacio era una majestuosa mezcla de la grandiosidad de los castillos góticos humanos, con sus imponentes arcadas y sus sombras alargadas, pero imbuido de una calidez inesperada, un aura de hogar. La riqueza que emanaba de cada rincón no era la ostentación efímera de los mortales, sino la acumulación pausada y profunda que sólo la eternidad puede proporcionar.
Muros de basalto n***o pulido reflejaban la luz fantasmal de los braseros, y alfombras suntuosas, tejidas con hilos de sombra y gemas oscuras, amortiguaban cada paso. Estatuas de dioses menores y espíritus benévolos se alzaban en nichos, sus ojos de obsidiana observando en silencio.
Sin un rumbo fijo, sus pies lo llevaron por pasillos silenciosos, el eco amortiguado por las alfombras suntuosas, hasta que llegó a lo que parecía ser un extenso invernadero.
Al empujar las puertas de cristal adornadas con delicados grabados de vides y granadas, se encontró en un espacio rebosante de vida vegetal. Una explosión de colores y aromas lo envolvió: rosas de tonalidades imposibles, ciclámenes delicados, violetas aterciopeladas y alegrías del hogar que parecían irradiar su propia luz.
En el centro, majestuoso y cargado de frutos, se alzaba un árbol de granada, sus ramas extendiéndose como brazos protectores, algunas de sus gemas carmesí ya maduras y listas para ser cosechadas.
Hunter se aventuró dentro, fascinado por la exuberancia del lugar y sorprendido de que tal vida pudiera florecer sin la luz directa del sol. El aire era húmedo y dulce, un contraste bienvenido con la fría solemnidad del resto del palacio.
Pasó sus dedos suavemente por los pétalos aterciopelados de las rosas, cautivado por sus brillantes colores y sus formas perfectas. Eran como joyas vivientes. Estaba a punto de tocar una flor inusual, con pétalos en forma de copa y un curioso color vino con manchas más claras, cuando una voz repentina, helada y controlada, lo sobresaltó.
—No la toques.
Hunter retiró la mano que había extendido hacia la flor como si hubiera tocado una brasa y giró sobre sus talones, sorprendido y con el corazón latiéndole con fuerza. Se maldijo internamente por haber bajado la guardia en un lugar aparentemente seguro. Se giró rápidamente, esperando encontrar alguna criatura de la noche, algún espíritu errante que se hubiera colado.
Suspiró, es sólo Jayden.
El heredero del Inframundo estaba recostado despreocupadamente en el marco de la entrada del invernadero, con los brazos cruzados sobre su pecho. La simple camiseta negra que llevaba puesta se ajustaba a sus músculos definidos, revelando la musculatura esbelta pero fuerte de un guerrero entrenado.
Por un instante, fugaz pero innegable, Hunter se encontró observándolo más de lo que la cortesía dictaba, su mirada atrapada en la silueta oscura del hijo de Hades.
Elevó la mirada, sus mejillas coloreándose ligeramente al ser descubierto en su indiscreción. Aún sorprendido, tartamudeó un:
—¿D-disculpa?
Jayden se incorporó con una lentitud felina y caminó hasta estar junto a Hunter, deteniéndose a un par de pasos de distancia. La diferencia de estatura obligó al chico de ojos bicolores a alzar la mirada. El pelinegro señaló la planta de color vino con un movimiento de cabeza, sin apartar sus penetrantes ojos azules de los de Hunter.
—Es eléboro —explicó Jayden, su voz tranquila, desprovista de su habitual mordacidad—. Venenoso. Incluso tocarla puede causar una reacción alérgica bastante molesta. Mi madre las cultiva por sus propiedades, pero son delicadas.
Hunter observó la planta con un nuevo interés, la belleza oculta tras una advertencia. Una metáfora, quizás, de muchas cosas en el Inframundo. Luego, devolvió la mirada a Jayden y murmuró un sincero:
—Oh… gracias. Gracias por la advertencia. ¿Es muy peligrosa?
Jayden negó con la cabeza, una leve sonrisa curvando sus labios.
—No. No letal. Sólo muy molesta. La piel se irrita, puede haber comezón, hinchazón… los efectos suelen pasar en unos minutos. Pero no es una experiencia agradable, créeme. Algunos espíritus traviesos la frotan en la piel para gastar bromas pesadas, pero mi madre los mantiene a raya.
Hubo un breve silencio incómodo, roto sólo por el suave susurro de las hojas y el leve zumbido de alguna criatura mágica. Jayden, que normalmente evitaba la conversación trivial, preguntó con una curiosidad disimulada.
—¿Qué haces despierto a estas horas, Hunter? ¿No puedes dormir? ¿Te perturba la tranquilidad del Inframundo?
Hunter sintió sus mejillas calentarse al ser atrapado infraganti en su exploración nocturna. Se encogió de hombros, intentando sonar casual, aunque su voz delató su nerviosismo.
—No… bueno, sí. No he podido pegar un ojo. Me siento… inquieto.
Jayden arqueó una ceja, su mirada escrutadora.
—¿Insomnio? ¿Te persiguen las sombras incluso en el reino de mi padre? O quizás… ¿la cama es demasiado grande para ti?
Hunter soltó una risa carente de humor, un sonido áspero. Se encaminó hacia un asiento de madera tallada que había junto a un macizo de campanillas de invierno y se dejó caer en él con un suspiro.
—Ojalá fuera sólo insomnio —admitió, mirando sus manos. La sinceridad forzosa le pesaba, pero sentía que debía hablar con alguien—. Es… todo. Lo de las Gorgonas, la enfermedad de los dioses, esta profecía… Supongo que no estoy hecho para esto. Para ser importante, para destacar. Siempre he sido… invisible, una nota al pie de página.
Jayden lo siguió y se sentó en el mismo banco, dejando un espacio prudente entre ellos, como si intuyera la necesidad de Hunter de mantener cierta distancia, un respeto por su espacio personal que Hunter agradeció en silencio. Se recostó ligeramente contra el respaldo, su pose relajada contrastando con la tensión de Hunter.
Hunter jugó con sus manos por unos segundos, sus dedos entrelazándose y desenlazándose nerviosamente, hasta que finalmente detuvo el movimiento y miró al hijo de Hades, sus ojos bicolores brillando con una tristeza palpable en la penumbra del invernadero.
—En Redwood… siempre me quedaba en el salón de clase durante los descansos —dijo, la voz apenas un susurro—. Ya sabes, dibujando en mi cuaderno, escuchando música, leyendo en mi aplicación de libros o simplemente mirando por la ventana, viendo el tiempo pasar. El ruido de los demás… no sé, me agobiaba. Nunca sentí realmente que encajaba. Siempre fui el chico tranquilo del fondo, el que nadie notaba.
Jayden escuchaba atentamente, sin interrumpir, sus ojos azules fijos en el rostro de Hunter. Podía percibir la vulnerabilidad del chico, las inseguridades que había mantenido ocultas bajo una fachada de aparente indiferencia. Era una faceta de Hunter que no había visto antes, y lo encontraba… intrigante.
—Y mi padre… —continuó Hunter, su voz ahora más apagada, casi un lamento—. Ares… es distante. Siempre lo ha sido. No tiene ese… aire paternal, ¿sabes? Mis hermanos… apenas me dan una mirada de reconocimiento. Cada uno va por su cuenta, buscando la gloria en sus propias batallas. Soy más cercano a mis hermanas, pero incluso con ellas a veces siento que soy un extraño. Como si no fuera… del todo un Afrodita, ni del todo un Ares. No sé… no he descubierto todavía a dónde pertenezco. A veces, siento que soy sólo un error, una combinación extraña que no debería existir.
Jayden bajó la mirada a su regazo por unos segundos, sus pensamientos agitándose ante la confesión inesperada. La vulnerabilidad de Hunter lo desarmaba. Él, Jayden, acostumbrado a las defensas y a la frialdad de su propio mundo, se encontraba ante una transparencia que le resultaba ajena, pero extrañamente atractiva.
Luego alzó la vista y recorrió el invernadero con una mirada pensativa, como si buscara las palabras adecuadas en la quietud del lugar. Con un ligero movimiento de cabeza, señaló algo detrás de Hunter. El hijo de Afrodita siguió su mirada y se posó en unas pequeñas florecillas de delicados pétalos de color lavanda y estigmas de un vibrante rojo anaranjado.
Las flores se agrupaban en un pequeño macizo, su belleza sutil en medio de la exuberancia del invernadero.
Cuando Jayden habló, lo hizo con una suavidad sorprendente, su voz calma y parsimoniosa, desprovista de su habitual sarcasmo, casi un susurro que se mezclaba con el aroma de las flores.
—Hermes… personalmente le pidió a mi madre que plantara algunas de estas para él. Su nombre es Crocus, en memoria de alguien a quien amó profundamente.
Hunter parpadeó, su curiosidad despertando a pesar de su tristeza, un pequeño hilo de interés que lo sacó de su ensimismamiento.
—¿Fue un mortal?
Jayden asintió lentamente, sus ojos fijos en las flores, como si viera la historia desarrollarse ante él.
—Un joven griego. Se hicieron amigos… y luego algo más, una conexión que trascendió la amistad. Desafortunadamente, durante un juego de lanzamiento de disco, Hermes impactó accidentalmente a Crocus en la cabeza. Fue… fatal. Un accidente devastador. Arrepentido, consumido por la culpa y el dolor, Hermes transformó la sangre del joven derramada en el suelo en lo que los mortales conocen como la flor del azafrán. Cada estigma de la misma es como una lágrima del dios por su amor perdido.
—Eso suena muy triste —murmuró Hunter, con la empatía reflejada en sus ojos bicolores—. Amar a alguien y perderlo tan repentinamente. Y más si fue por un accidente que tú mismo provocaste. La culpa debe ser insoportable.
Jayden asintió de nuevo, su mirada ahora fija en las delicadas flores lavanda, un matiz de melancolía en sus ojos.
—A pesar de todo, ya sea por la culpa persistente o por un amor genuino que trascendió la muerte, Hermes nunca ha podido olvidarlo. A veces viene al Palacio, a este mismo invernadero, y se queda contemplando las flores durante horas. La mayoría de las veces les canta viejas melodías, lamentos de su pena, o susurra palabras que sólo quedan entre él y la memoria de Crocus. Otras veces, simplemente permanece en silencio, distante, con una tristeza que se puede sentir en el aire, como una densa niebla.
Los ojos de Hunter se habían llenado de lágrimas silenciosas para ese momento, la historia de Hermes y Crocus tocando una fibra sensible en su propio corazón solitario. La idea de un amor tan profundo y una pérdida tan devastadora resonó con sus propias inseguridades y su sensación de no pertenecer.
Con la voz ligeramente rota por la emoción, preguntó a Jayden—: ¿Qué tiene que ver esa historia conmigo?
El pelinegro se giró para mirarlo directamente, sus ojos azules transmitiendo una sinceridad inesperada, una profundidad que pocas veces mostraba. No había sarcasmo, sólo una calma que era rara en él.
—Que pase lo que pase en el futuro, Hunter, siempre tendrás personas que se preocupen por ti. Que te aman. Tu madre, tus hermanas, y ese chico rubio, Devin. Y no sólo ellos. Nosotros también. Los demás. Te necesitamos. Y no hace falta tratar de encajar para pertenecer. No tienes que ser como los demás semidioses para ser valioso. Lo que importa es que seas tú mismo. Sin máscaras, sin tratar de complacer a los demás para ser aceptado. Las personas que realmente importan te querrán por quien eres, con tus rarezas y todo. Tu linaje no es un error; es una fortaleza. Eres único, Guerrero de dos sangres. Y eso es lo que te hace especial.
Hunter se limpió las lágrimas que corrían sin parar por sus mejillas con el dorso de la mano, sintiéndose de alguna manera reconfortado por las palabras del hijo de Hades, una calidez inesperada floreciendo en su pecho. Las palabras de Jayden, tan directas y sinceras, lo habían tocado profundamente.
—Gracias —murmuró, su voz aún temblorosa por la emoción, pero con un matiz de ligereza. Esta vez, cuando se rió suavemente, había humor genuino en el sonido, una pequeña sonrisa iluminando su rostro—. Supongo que debo verme tonto, llorando así el día de mi cumpleaños.
Jayden se enderezó sobre el asiento y miró con genuina sorpresa al chico junto a él, sus ojos azules ampliándose ligeramente.
—¿Hoy es tu cumpleaños? ¿Por qué no has dicho nada?
Hunter se levantó del asiento y sacó el teléfono que había guardado en el bolsillo de su pantalón de chándal. Encendió la pantalla, miró la hora y luego giró el dispositivo en dirección al hijo de Hades, quien observó el aparato moderno como si fuera un objeto de traición ancestral, sus cejas arqueadas en un gesto de perplejidad.
En la pantalla, los números parpadeaban, marcando las 12:15 AM.
Jayden observó a Hunter guardar el teléfono de nuevo en su bolsillo, la idea de un "cumpleaños" tan tarde en la noche era un concepto extraño para él.
—¿Por qué no dijiste nada? ¿No te gusta celebrar tu cumpleaños? ¿Afrodita nunca te ha hecho una fiesta digna de su descendencia?
Hunter se encogió de hombros, restándole importancia, aunque una punzada de familiar tristeza lo atravesó.
—Normalmente no lo celebro. Un día más, un día menos. Nunca ha sido gran cosa para mí. Siempre fue… algo que pasaba sin más. Nadie me molestaba.
Le dio una pequeña sonrisa a Jayden, una sonrisa sincera y agradecida, una que alcanzaba sus ojos.
—Gracias… por el simple hecho de estar aquí. Por escucharme y no juzgarme. Y por la historia.
Luego, con una ligereza renovada, la tristeza desvaneciéndose un poco, se despidió con un leve movimiento de cabeza y se marchó en dirección a su habitación, dejando al hijo de Hades sentado en el banco de madera, con un inesperado revoltijo de pensamientos donde el protagonista era un lindo muchachito de cabello rosita y unos ojos curiosos pero hermosos que lo habían mirado con una vulnerabilidad conmovedora.
Jayden permaneció allí por un largo tiempo, la imagen de Hunter llorando, la sinceridad en sus palabras y la extraña calidez que había sentido en su pecho, girando en su mente.
Esa misma mañana, cuando Hunter despertó, un rayo de luz fantasmal se filtraba por la alta ventana de su habitación, iluminando el polvo danzante en el aire. Abrió la puerta de su habitación, frotándose los ojos con un bostezo. La sorpresa lo hizo detenerse en seco.
Frente a su puerta, justo en el umbral, había una pequeña caja de cartón, atada con un trozo de cordel rústico, con un lazo torpemente hecho pero evidente.
Miró a ambos lados del pasillo, el silencio del palacio resonando a su alrededor, y frunció el ceño al no ver a nadie, ni siquiera un espíritu sirviente.
—¿Hola? —murmuró, su voz apenas un susurro en la quietud.
Nadie respondió.
Qué extraño, pensó, agachándose con la intención de tomar la caja cuando esta se movió ligeramente, y un suave sonido, como un leve respingo, emanó de su interior. Hunter alternó su mirada nuevamente al pasillo y luego a la caja, la cautela apoderándose de él. Se puso en cuclillas, observando el objeto con una mezcla de curiosidad y un incipiente temor.
Con lentitud, desató el lazo y levantó una de las solapas, luego la otra, hallando en su interior un hermoso conejito blanco como la nieve, con una peculiar mancha negra en una de sus orejitas.
Una sonrisa genuina, inmensa y llena de ternura, se dibujó en el rostro de Hunter. Sus ojos bicolores se suavizaron al ver la criatura. Levantó con cuidado al pequeño animal y lo alzó frente a su rostro, su peso sorprendentemente ligero en sus manos.
Cristalinos ojos azules le devolvieron la mirada, mientras el conejito movía su pequeña nariz húmeda, sus bigotes temblando ligeramente. Luego, la pequeña criatura soltó un pequeño estornudo, un gesto que hizo reír a Hunter con una alegría infantil que no había sentido en mucho tiempo.
Junto a la caja había también una pequeña bolsita de regalo hecha de tela oscura, con una textura suave y un ligero brillo. Colocó al conejito de vuelta en su improvisada cama con suavidad y abrió el presente.
Dentro encontró un precioso collar de péndulo, una piedra lisa y brillante de obsidiana tallada en forma de lágrima, colgando de una delicada cadena de plata que parecía brillar con una luz propia del Inframundo. La obsidiana era fría al tacto, pero el diseño era elegante y sutil. Y debajo, una pequeña tarjeta de papel pergamino, arrugada en los bordes, escrita a mano con una caligrafía elegante y precisa, con sólo dos palabras:
Feliz cumpleaños.
Hunter no pudo evitar el suspiro de sorpresa y gratitud que brotó de sus labios, ni la enorme sonrisa que se dibujó en su rostro. Un regalo. Un regalo de cumpleaños, inesperado y pensado.
El pecho se le llenó de una calidez que disipó la frialdad de la noche anterior. No había que ser un genio para deducir quién era el remitente de aquellos inesperados regalos.
Y el conejo… bueno, era una elección muy particular, pero encajaba con el aura misteriosa de Jayden.
La pregunta es, pensó Hunter mientras tomaba también la caja con su nuevo amiguito, acunándolo con cuidado y entrando de vuelta a la seguridad de su habitación, ¿de dónde diablos sacó el taciturno hijo de Hades un conejo? No era precisamente una criatura que uno esperaría encontrar en el Inframundo.
Y, más importante aún, ¿cómo supo Jayden que era exactamente el tipo de regalo que haría sonreír a un chico que creía no merecer nada especial, que pensaba que era invisible para el mundo?
Una sonrisa genuina, casi radiante, se instaló en el rostro de Hunter. Quizás, después de todo, no era tan invisible como creía.