Los semidioses, apilados en la cueva, se miraban unos a otros, la revelación de Liam resonaba en sus mentes como un gong fúnebre.
Hunter mantenía sus ojos bicolores fijos en la oscuridad, atento a cada sombra y cada sonido. Una creciente inquietud le revolvía el estómago.
—Entonces, ¿dónde está Pitón ahora? —preguntó Marcus, su voz más grave de lo habitual, mientras apretaba los puños, su mente buscando algo tangible, una amenaza que pudiera golpear con su martillo.
Jayden, sin apartar la mirada de la veta de roca oscura y brillante que exhalaba un vapor casi imperceptible, respondió con una frialdad casi escalofriante, su voz cortando el aire denso de la caverna.
—Pitón no está aquí, Marcus. Esta es una prisión metafórica. Está en el Hades, encadenado en las profundidades del Tártaro. Nadie necesita tenerlo en el mundo mortal para que su esencia cause estragos. Su sufrimiento es tal que su influencia se filtra a través de los velos, como un veneno sutil pero letal que corroe la realidad misma. Prisionero o no, puede provocar bastante daño.
Calypso, su ceño fruncido, intentaba asimilar la magnitud de lo que estaban descubriendo.
—¿Te refieres a que esta es la fuente de la locura de la Pitia?… ¿su mente fue consumida por esto?
—Exacto —confirmó Jayden, y un escalofrío recorrió la espalda de Hunter al escuchar la confirmación de la terrible verdad—. La Pitia, al sentarse sobre esta fisura y aspirar los vapores, no sólo recibía las profecías de Apolo, sino que también absorbía el dolor de Pitón, su ira contenida, su locura ancestral. Era un precio que se pagaba por la visión. Pero si ese dolor se intensifica, si la prisión se debilita… su mente se consume, se convierte en un mero receptáculo de la furia y el sufrimiento de la bestia, sin control propio.
Silas, que había estado examinando las inscripciones en griego antiguo con una concentración febril, sus dedos trazando las líneas erosionadas por el tiempo en la piedra, levantó la mirada, sus ojos eran un par de puntos brillantes en la penumbra.
—Si los eventos recientes son una señal… los Noctem Gorgones en el avión… —Su voz se elevó con una urgencia palpable, el tono grave y ominoso—. ¿Qué tan delgado se está volviendo el escudo que mantiene a los monstruos en el Inframundo?
Un silencio opresivo volvió a instalarse. Zachary y Jayden se miraron. Una mirada corta, casi imperceptible, pero cargada de un entendimiento mutuo que decía una única cosa: estaban jodidos.
La situación era mucho más grave de lo que cualquiera de ellos había imaginado.
Romina, ajena a la conversación, su rostro pálido y sus ojos ahora fijos en un punto en la oscuridad, murmuró, su voz un susurro que parecía venir de muy lejos.
—Padre…
Los demás la observaron, confundidos. En la imaginación distorsionada de la semidiosa, una silueta ligeramente difusa comenzó a tomar forma en la penumbra. Era la figura imponente de Poseidón, etéreo y brillante, pero su aura titilaba como una vela a punto de extinguirse.
Con una voz suave pero extrañamente alterada, como si hablara desde las profundidades del agua, el rey de los mares susurró—: Hola, mi pequeña ola. Tú y tus amigos, deben seguir este camino. La verdad aguarda, pero el tiempo apremia...
Romina asintió con una determinación inquebrantable, y sin decir una palabra, comenzó a avanzar hacia un estrecho túnel que se abría a la derecha, oscuro como boca de lobo.
Parecía no notar el eco de la voz de su padre, que se desvanecía en la caverna. Su paso era rápido como si estuviera siendo tirada por una fuerza invisible.
—¡Romina! —la llamó Calypso, su voz teñida de alarma, la preocupación grabada en su rostro.
Pero la hija de Poseidón no respondió, caminando con premura mientras seguía la silueta de su padre. La semidiosa, en su mente confusa, atribuía la debilidad de la imagen a la enfermedad del Dios del Mar y a que no se hallaba en cuerpo presente.
Una justificación que, a pesar de su inverosimilitud, su mente alterada aceptaba sin cuestionar.
El resto de semidioses, alarmados por la extraña actitud de la chica, la siguieron con prisa, viendo que se mostraba imperturbable a sus llamados. No podían permitirse perder a uno de los suyos en las profundidades de aquel lugar incierto.
El túnel era angosto, apenas permitiendo el paso de una persona a la vez. Pronto, tuvieron que arrastrarse y, entre maldiciones susurradas y quejidos de incomodidad, colocarse de lado para continuar.
La oscuridad era total, sólo rota por la tenue luz del teléfono de Orión proyectando sombras alargadas y distorsionadas en las paredes irregulares. Avanzaron con los sentidos a toda máquina, conscientes de su entorno, cada sombra pareciendo cobrar vida, cada sonido amplificado por el pasaje.
El aire se volvió aún más denso, y el zumbido energético de la Fosa de la Serpiente parecía seguirlos, transformado ahora en un susurro inquietante que les rozaba los oídos.
Hunter sentía que las paredes se cerraban a su alrededor, la oscuridad apretando su pecho. Podía escuchar su propia respiración acelerada y el tenue raspar de la ropa contra la roca. Por un instante, en la penumbra del túnel, Hunter tuvo un breve vistazo de una sombra que se escurrió rápidamente entre las rocas, una figura informe y oscura que le recordó vívidamente a la presencia que lo había perseguido a él y a Devin en el bosque de Redwood.
Se frotó los ojos, preguntándose si el cansancio o la claustrofobia le estaban jugando una mala pasada. ¿Sería esa la misma sombra?
No tuvo tiempo de pensarlo. A su lado, Devin intentaba respirar con calma, pero sus hombros estaban tensos, y un pequeño gemido se le escapó.
—Esto es… esto es peor que una sesión de fotos en un ascensor abarrotado. Y sin aire acondicionado. ¿Estamos seguros de que esto es una cueva y no un conducto de ventilación gigante?
Marcus se movía con dificultad, su voluminosa figura chocando constantemente con las paredes, un gruñido de frustración escapando de sus labios.
—¡Joder! ¿No pudo Romina elegir un camino menos… apretado? Me siento como una sardina enlatada. Y con esta oscuridad, juro que voy a pisar algo y a romperme el tobillo.
Liam resopló desde atrás, su voz grave resonando en el túnel.
—Menos quejas, Marcus. Esto es parte de la aventura, ¿no? Además, si Romina puede pasar, tú también. Aunque no sé qué tan lejos pretenda llegar en este estado.
—Fácil para ti decirlo, esbelto —replicó Marcus entre dientes.
Tras lo que pareció una eternidad el túnel se abrió en otra cámara, revelando lo que parecía ser una larga extensión de túneles y cavernas interconectadas, un laberinto subterráneo bajo el santuario de Delfos.
La nueva cámara era más grande, con techos irregulares que se perdían en la penumbra, y el aire era un poco menos opresivo, aunque el zumbido de energía ancestral seguía presente, como un telón de fondo constante.
Romina seguía avanzando sin detenerse, dirigiéndose ya hacia otro de los túneles que se perdían en la oscuridad, su silueta pálida y fantasmal en la distancia. Su paso era ahora casi frenético.
Calypso, viendo que la chica no se detenía, corrió para alcanzarla. La sujetó por el hombro y la giró con suavidad, pero tuvo que echarse hacia atrás cuando Romina lanzó el brazo hacia atrás de forma instintiva, con una fuerza inusual, casi golpeándola en la cara.
Los ojos de Romina se habían vuelto de un gris pálido, como si los tuviera cubiertos de neblina. Su rostro, normalmente expresivo, era una máscara vacía.
Cuando los demás llegaron junto a ellas y vieron el estado de la hija de Poseidón, un escalofrío de aprehensión recorrió al grupo. La gravedad de la situación se hizo aún más evidente.
—¿Qué... qué le pasa? —preguntó Marcus, la cautela en su voz.
—Está en trance —dijo Hunter, sus ojos bicolores fijos en la mirada vacía de Romina, una mezcla de preocupación y un incipiente temor. Había visto estados alterados de conciencia antes, pero esto era diferente, más profundo, más siniestro.
—¡Romina! ¿Puedes oírme? —Calypso intentó hablarle, su voz urgente y llena de una preocupación genuina, pero no hubo respuesta, sólo la mirada nebulosa y ausente de la hija de Poseidón.
Silas dio un paso al frente, la expresión de su rostro grave, su mente trabajando a toda velocidad para comprender lo que sucedía. Extendió su mano y la movió delante del rostro de la chica.
Nada, ni siquiera un parpadeo, ni una reacción mínima a su presencia.
En eso, Romina sujetó el brazo de Silas con una fuerza sorprendente, incrustando sus uñas romas en la piel de la muñeca del hijo de Hécate que no cubría la túnica que portaba, haciendo que este siseara ante el leve escozor del dolor.
El agarre era férreo, casi animal, y los ojos grises de Romina lo miraban sin verlo.
Con una voz carente de emoción, plana y monótona, como un autómata, Romina señaló hacia uno de los tantos túneles que había en la cámara, un pasaje aún más oscuro y estrecho que el anterior, su voz no era la suya, sino un eco distorsionado.
—Por allá. Debemos ir por allá.
Sin quitar su mirada de la chica, Silas se soltó del agarre con un poco de esfuerzo—Romina realmente una fuerza sobrenatural para alguien en su estado—y habló lo suficientemente fuerte para que los demás lo escucharan.
—Está bajo compulsión —dijo Silas, su voz grave y llena de urgencia. La palabra resonó en la caverna, cargada de peso—. Algo o alguien la ha sumido en una especie de hipnosis para llevarnos donde quiere. La están manipulando. Alguien nos está usando, y Romina es sólo una marioneta.
Un murmullo de consternación recorrió al grupo. La idea de ser manipulados, de ser peones en un juego ajeno, era más aterradora que cualquier monstruo físico.
—Pero, ¿cómo? ¿Quién? —preguntó Liam, sus ojos azules entrecerrados en la oscuridad, escudriñando los túneles como si esperara ver una figura oculta acechando.
—No lo sé —admitió Silas, negando con la cabeza, su frustración palpable—. Pero sea quien sea, está usando su vulnerabilidad. Está aprovechando el debilitamiento de los dioses. Saben que sus mentes son frágiles, y Romina, en su desesperación por conectar con su padre, fue un blanco fácil.
Orión, frunciendo el ceño con una mezcla de preocupación y determinación, preguntó—: ¿Y cómo hacemos para que recupere la lucidez? ¡No podemos seguirla así, a ciegas, podría ser una trampa!
Silas se volvió hacia Calypso con una expresión de exasperación. La situación era demasiado grave para sutilezas o rodeos.
—Es simple. Calypso, tienes que golpearla.
Calypso jadeó, sus ojos grises abriéndose de par en par por la incredulidad.
—¿Qué? ¿Golpearla? ¡Estás loca, Silas! Es Romina, no puedo… ¡Le haré daño!
Silas puso los ojos en blanco, la paciencia agotándose.
—¡No estoy diciendo que la noquees, Calypso! ¡Basta con una simple bofetada! La sacará del trance. Confía en mí, es el método más rápido y eficaz para romper un encantamiento de este tipo. ¡No tenemos tiempo para tonterías ni para debates éticos en medio de un laberinto subterráneo! ¡Hazlo ahora, antes de que nos lleve a algo peor!
Calypso dudó, su rostro reflejaba una mezcla de repulsión y desesperación. Miró a Romina, que seguía de pie, inmóvil, con los ojos vidriosos y la mano extendida hacia el túnel, una figura casi espectral. Miró a los demás, que la observaban con expectación tensa, la urgencia de la situación grabada en sus rostros.
Sabía que Silas no lo diría si no fuera necesario, que no le pediría algo así a la ligera. Con pasos lentos y renuentes, su corazón latiendo con fuerza en su pecho, Calypso se acercó hasta estar frente a frente a la hija de Poseidón.
—Lo siento mucho, Romina —murmuró, haciendo una mueca incómoda, su voz era apenas un susurro lamentable.
Cerró los ojos por un instante, reuniendo el valor, y luego, con un movimiento rápido y resuelto que le dolió más a ella que a su víctima, descargó una cachetada firme en la mejilla de la morena. El sonido resonó en la oscura caverna, un eco seco y repentino, seguido de un agudo chillido de dolor y confusión de parte de Romina.
La chica, liberada bruscamente del trance, se llevó la mano a la mejilla, sus ojos de un vibrante color aguamarina ahora llenos de incredulidad y furia, como si acabara de despertar de una pesadilla.
Miró a Calypso, completamente alterada, el desconcierto y el dolor en su rostro.
—¿¡Qué demonios te pasa, Calypso!? ¡¿Por qué me golpeaste?! ¡Estoy bien! ¿Estás loca?
Silas se adelantó rápidamente, su voz ahora más suave, pero con la misma autoridad.
—Estabas en un trance, Romina. Alguien te estaba controlando, usando la imagen de tu padre para guiarnos a una trampa. Tu padre… tu padre real no está aquí, en este momento.
Zachary asintió, su voz calmada y razonable.
—En lugar de molestarte con ella, deberías darle las gracias. Te sacó de un control mental que podría habernos llevado a todos a la perdición. No sabemos qué espera al final de ese túnel, ni quién te estaba manipulando.
Jayden, en voz baja y con un tono de fastidio apenas disimulado, masculló a su hermano, lo suficientemente audible para que el resto escuchara.
—Esta chica va a hacer que nos maten a todos. Siempre tan impulsiva y crédula.
Romina refunfuñó indignada, su mejilla enrojecida, la furia mezclada con una creciente confusión.
—¡No estaba bajo ningún hechizo vudú ni en ningún trance! ¡Mi padre me mostró el camino que debíamos tomar! ¿Por qué me harías esto, Calypso? ¿Por qué me lastimarías?
Hunter intervino, su voz tensa y grave, intentando que la razón prevalezca sobre la emoción.
—Romina, escucha. Nuestros padres están enfermos. Consumidos. No gastarían la poca energía que les queda en tratar de guiarnos a ninguna parte, a una cura que ni ellos saben cómo luce. Si Poseidón se manifestó, fue una proyección, o peor, una trampa. No podemos confiar en lo que nos digan si no están en pleno control de sí mismos. Su estado es precario.
—¡Pero yo lo vi! ¡Lo escuché! —insistió Romina, con un matiz de desesperación en su voz, la incredulidad aún pintada en su rostro, luchando contra la realidad de lo sucedido. La convicción en la visión de su padre comenzaba a resquebrajarse, reemplazada por una incómoda sospecha, pero su orgullo le impedía aceptarlo de inmediato.
—Romina, el velo entre el Inframundo y el mundo mortal es muy delgado en este lugar —explicó Liam con paciencia, a pesar de su propio cansancio. Intentó que la lógica de la situación penetrara la confusión de la chica—. Cualquiera puede aprovecharse de eso. Un dios debilitado es un blanco fácil. Un dios delirante es una marioneta perfecta para aquellos que desean sembrar el caos. La voz que escuchaste, la imagen que viste, pudo haber sido manipulada.
—Lo que sea —dijo Romina, cruzándose de brazos, aunque el brillo en sus ojos delataba que la semilla de la duda ya había sido plantada. La convicción en la visión de su padre comenzaba a resquebrajarse, reemplazada por una incómoda sospecha.
El ambiente se volvió pesado de nuevo, no sólo por la densidad del aire en la caverna, sino por la tensión entre ellos, una fractura sutil en la confianza, ya de por sí escasa, del grupo.
Unas risas frías y siseantes rompieron el tenso silencio. Eran risas que se arrastraban por las paredes de la caverna, que parecían venir de todas partes y de ninguna, helando la sangre de los semidioses.
Un sonido antiguo, malvado, que hacía vibrar el aire mismo de la cueva. Todos se pusieron en guardia al instante, juntando espaldas con espaldas para abarcar todos los flancos, sus armas desenfundadas y tensas en sus manos.
El miedo se arrastró por sus entrañas, un miedo primitivo.
Una voz femenina, ligeramente siseante y cruel, se burló, su sonido arrastrado, como una brisa de ultratumba.
—¡Oh, miren, hermanas! ¿Los semidioses de hoy en día? Una farsa total. Tan crédulos, confiando hasta en su propia sombra. Qué decepción.
Otra voz femenina, con el mismo siseo al hablar, respondió, su tono cargado de desdén, el desprecio palpable en cada sílaba.
—Creí que podrían ser un reto. Un poco de diversión. Pero son tan predecibles. Y tan fáciles de manipular. Esta pequeña… —su voz se arrastró, y el semidioses sintieron una presencia acechando cerca de Romina—, pensaba que su padre la llamaba. Qué patético.
Una tercera voz se unió al coro siseante, pero los semidioses no pudieron entender muy bien lo que había dicho, la voz era un murmullo, apenas perceptible. El eco y el timbre peculiar de las voces distorsionaban las palabras, sumándolas a la confusión.
No podían ver quiénes eran ni la dirección de su procedencia. La oscuridad de los túneles parecía jugar con sus percepciones, envolviéndolos en un manto de terror invisible.
El hedor a azufre y a algo putrefacto comenzó a llenar el aire, volviendo el ambiente insoportable.
Orión, quien había fruncido el ceño con confusión, cerró los ojos de repente maldiciendo por lo bajo, un escalofrío recorriendo su cuerpo.
—¡Cierren los ojos! —gritó con urgencia a sus compañeros, su voz quebrada por el pánico, el reconocimiento de la amenaza grabada en su tono—. ¡Todos, ahora!
Devin sin entender la orden, pero aún así obedeció, preguntó:
—¿¡Qué está pasando, Orión!? ¿¡Qué son esas cosas!?
Orión respondió, con la voz baja y tensa como si pronunciar sus nombres pudiera conjurarlas por completo.
—Esteno… Euríale… y Medusa.
Un escalofrío de puro pavor recorrió a Hunter. Las palabras se le escaparon de los labios, un murmullo apenas audible, pero cargado de significado.
—Gorgonas.
Las risas se intensificaron, ahora con un tono de crueldad más evidente. Los pasos se hicieron más audibles, un arrastrarse siseante y reptiliano que se acercaba desde la oscuridad de los túneles.
De repente, las tres mujeres emergieron de las sombras con una elegancia macabra, sus formas apenas discernibles para aquellos que se atrevían a vislumbrar sus siluetas serpenteantes, sus cabellos de víboras danzando en la penumbra, silbando con una vida propia.
Sus ojos brillaban con una luz interna, un reflejo de su antigua y terrible maldición. El hedor azufre se hizo casi insoportable.
Esteno se detuvo justo frente a Calypso, que mantenía los ojos firmemente cerrados, su rostro pálido y tenso. Con una lentitud agonizante, Esteno levantó una mano, sus dedos largos y cubiertos de piel escamosa, terminados en garras afiladas como navajas. Le recorrió el rostro a Calypso con los dedos, un toque que parecería una caricia tierna si no fuera por la sonrisa cruel en sus labios y el siseo incesante de las serpientes en su cabello.
Calypso se estremeció violentamente, conteniendo un grito, el terror paralizándola. Podía sentir el frío de las garras rozando su piel, la vibración de las serpientes muy cerca de su oído.
Esteno miró de perfil a una de sus hermanas.
—Mira, hermana —siseó con deleite, su voz arrastrándose como una serpiente sobre la grava—. Esta chica es el vivo retrato de su madre. Una Atenea en miniatura. Tan bonita. Tan... vulnerable.
Medusa se acercó. Hizo una mueca desdeñosa que dejó a la vista sus colmillos afilados, el rostro que antes fuera hermoso ahora una máscara de odio y resentimiento.
Sujetó con fuerza el cabello de Calypso, jalando con tal violencia que la hija de Atenea soltó un ligero grito y apretó los ojos con más fuerza, el rostro de su madre apareciendo en su mente, la advertencia de nunca mirar.
Sus compañeros se tensaron, algunos pensando desesperadamente en qué hacer, mientras otros estaban lo suficientemente aterrorizados como para siquiera poder procesar un plan. Hunter sintió una punzada de pánico al oír el dolor de Calypso.
Medusa acercó su rostro al de la hija de Atenea, su aliento rozando su piel. La amenaza era clara, palpable.
—Será un placer —siseó, su voz cargada de un odio ancestral, su tono goteando malevolencia—, divertirme contigo en particular. Como una pequeña muestra de lo que le haré a tu patética madre.
Su mano enguantada en escamas se deslizó hacia la mejilla de Calypso, la intención de arrancarle un trofeo palpable en el aire. Sus serpientes siseaban rítmicamente, casi como un coro macabro de celebración anticipada.
La caverna se llenó con el eco de sus risas, un sonido que prometía tortura y desesperación.
Los semidioses sabían que estaban en una posición de desventaja crítica. Con los ojos cerrados, eran vulnerables, pero abrirlos significaba una muerte segura, convertidos en estatuas de piedra para la eternidad.
La única oportunidad que tenían era actuar rápido, antes de que las Gorgonas llevaran a cabo sus retorcidos planes.
Liam, sintiendo la impotencia y la rabia ardiendo en su pecho, fue el primero en reaccionar. A pesar de tener los ojos cerrados, la imagen mental de Calypso en peligro lo impulsó. Con un grito de guerra, se lanzó hacia la dirección en la que creía que estaba Medusa, guiado por el sonido de su siseo.
Sabía que invocar un rayo dentro de la caverna sería fatal, pues podría provocar un derrumbe que los sepultaría a todos. En su lugar, y con un movimiento rápido de su espada, atacó el aire en la dirección del siseo.
El túnel se iluminó brevemente con una luz dorada de su arma, y un grito furioso de dolor confirmó que había acertado, el olor a carne quemada se hizo presente.
—¡Maldito! —siseó Medusa, su voz ahora llena de furia, soltando el cabello de Calypso y retrocediendo un paso, su mano quemada. Las serpientes en su cabeza se agitaban con violencia, golpeándose entre sí—. ¡Estúpido mocoso insolente! ¡Pagarás por eso!
Zachary aprovechó la distracción. Aunque sus ojos estaban cerrados, sus otros sentidos estaban agudizados, especialmente su oído, entrenado para los susurros del Inframundo. Escuchó el arrastre de Medusa y la ubicación de los siseos de sus hermanas.
—¡Todos, ataquen sus puntos vitales! ¡Cualquier golpe es mejor que ninguno! —ordenó, desenfundando su espada de metal estigio, que brillaba con una luz sobrenatural en la oscuridad.
Giró sobre sus talones, moviendo su espada con precisión, confiando en sus oídos para guiar cada estocada. El sonido de su espada chocando con algo sólido, seguido de otro siseo de dolor, le indicó que había golpeado a una de ellas.
Marcus rugió, su martillo de bronce celestial manifestándose en su mano con un estruendo metálico. Con los ojos cerrados, se lanzó hacia adelante, balanceando el martillo en un arco amplio. El sonido del metal contra la piedra y un chillido de furia indicaron que había golpeado algo, probablemente la pared o alguna de las Gorgonas si tenía suerte.
—¡Vengan aquí, serpientes asquerosas! ¡Los haré puré!
Orión, a pesar de la ceguera autoimpuesta, se mantuvo firme. Su mente se enfocó en el movimiento, visualizando las sombras de las Gorgonas en su mente, guiado por el sonido, su velocidad propia de Hermes haciendo el resto.
Desenvainó sus cuchillos gemelos, moviéndose con una gracia mortal, cada movimiento un baile de combate. Atacó con una serie de estocadas rápidas y precisas, confiando en su habilidad entrenada para encontrar sus blancos. Sentía el aire silbar cerca de su rostro pero no abrió los ojos.
Hunter, sintiendo una furia creciente al imaginar a Calypso herida, se obligó a concentrarse. Podía sentir la presencia de las Gorgonas a su alrededor, una sensación de frío y maldad.
Se movió sigilosamente, como una sombra, intentando pasar desapercibido entre los ataques más ruidosos.
Apuntó al punto donde sintió una ráfaga de aire venenoso, un indicador de la proximidad de una de ellas. La daga cortó algo suave y escamoso, y un grito agudo de furia resonó.
—¡Malditos mocosos! ¡Van a pagar por esto! —siseó Euríale, su voz llena de rencor, mientras las tres Gorgonas comenzaban a moverse con más rapidez, deslizándose como sombras en la oscuridad.
Sus ataques se volvieron más coordinados, más precisos. El sonido de sus garras rasgando el aire se hizo constante, y los semidioses tuvieron que confiar en sus reflejos para esquivar los golpes mortales.
Devin no se quedó atrás. Su espada, aunque menos imponente que la de los gemelos, se movía con una velocidad sorprendente.
Se concentró, no en la lucha, sino en una especie de distracción. Recordando los trucos que su padre, Apolo, le había enseñado para confundir a sus oponentes, lanzó una serie de conjuros de ilusión y encantamiento al azar en la oscuridad. Las Gorgonas, acostumbradas a la lucha directa, se sintieron momentáneamente desorientadas por los repentinos destellos de luz fantasma y los susurros incorpóreos que llenaban la caverna, dándoles una pequeña ventaja a sus compañeros.
Silas, con su mente enfocada en las artes oscuras, comenzó a recitar un antiguo conjuro de protección en griego, sus palabras resonando con una extraña energía. Una débil luz púrpura comenzó a emanar de sus manos, formando un escudo translúcido alrededor de él y Romina, que aún estaba un poco desorientada, aunque ahora consciente del peligro, su boca aún medio abierta por la confusión.
El escudo era lo suficientemente fuerte como para desviar algunos de los ataques más feroces de las Gorgonas, protegiéndolos del daño físico y de la mirada petrificante.
Las Gorgonas, al verse obstaculizadas por la resistencia inesperada de los semidioses, comenzaron a sisear con una frustración creciente. La batalla se intensificó, cada golpe, cada siseo, resonando en la claustrofóbica caverna. Las serpientes en las cabezas de las Gorgonas silbaban con una furia desenfrenada.
Medusa, con su odio ancestral hacia Atenea ardiendo en sus venas, centró su atención en Calypso, a pesar de los ataques de los demás. Podía sentir la sangre de su odiada enemiga en las venas de la chica, y eso la enfurecía más que cualquier otra cosa.
—¡No escaparás, pequeña Atenea! ¡Disfrutaré viéndote convertida en piedra, como un recuerdo eterno de mi venganza! ¡Tu madre te ha condenado! —Gritó, y esta vez, el siseo de sus serpientes fue más agudo, más concentrado, como si prepararan un ataque masivo, el aire vibrando con su malevolencia.
En ese instante, un sonido sordo resonó desde las profundidades del túnel. Era algo primordial, que no pertenecía al mundo mortal, un lamento que hizo vibrar los cimientos de la caverna. Las Gorgonas se detuvieron en seco, sus siseos ahogados en un jadeo colectivo.
Los semidioses, aún con los ojos cerrados, sintieron la repentina calma, la interrupción en la furiosa batalla. Un silencio atronador se instaló en la caverna, un silencio cargado de expectación y un nuevo tipo de terror.
—¿Qué… qué fue eso? —murmuró Liam. El sonido, aunque lejano, les había helado la sangre.
—Pitón —dijo Jayden, su voz grave, su rostro pálido—. La prisión se está debilitando.
Las Gorgonas se miraron entre sí, el odio en sus rostros, pero también un atisbo de preocupación. El sonido las había sobresaltado, recordándoles la verdadera prioridad de su misión. La venganza podía esperar, pero el debilitamiento de su amo y la liberación de la furia primordial eran inminentes.
—Retirada, hermanas —siseó Esteno, su voz ya no llena de arrogancia, sino de una nueva urgencia—. La verdadera fuerza de Pitón se desatará pronto.
Las Gorgonas no esperaron. Sus cuerpos de serpiente se deslizaron hacia atrás, y en cuestión de segundos, se disolvieron en las sombras de los túneles, sus siseos de retirada desvaneciéndose en la oscuridad.
Los semidioses abrieron los ojos, sus armas aún en alto, sus cuerpos tensos, pero la amenaza había desaparecido tan repentinamente como había llegado.
—Se fueron… —murmuró Hunter, un suspiro de alivio escapando de sus labios, el cansancio y el miedo aún aferrándose a él.
Calypso se llevó una mano a la sien, un nudo de tensión en su frente.
—Esas… esas criaturas. Son mucho más peligrosas de lo que creíamos. Y Medusa… su odio. Su amenaza hacia mi madre...
—El gemido de Pitón… su dolor está aumentando. La influencia de las Gorgonas aquí, su presencia, lo está acelerando. Ellas son peones de algo mucho más grande, algo que busca el caos absoluto.
Zachary asintió a lo dicho por Silas, su rostro sombrío.
—Si las Gorgonas están trabajando para un poder mayor, y su objetivo es desatar a Pitón… la enfermedad de los dioses está intrínsecamente ligada a esto. Ellas fueron las que enviaron a los Noctem Gorgones al avión, como una forma de "saludo", una advertencia. Y su "amo"… es quien está manipulando el velo.
—La profecía… —murmuró Liam, la tensión en su voz—. Habla de Hunter como el "guerrero de dos sangres" que podría ser la clave para curar a los dioses. Si la Fosa de la Serpiente es la raíz de la enfermedad… ¿qué papel juega él?
Jayden miró a Hunter con una mirada sombría, casi de pesar.
—Él es la clave. Es la única esperanza para detener esto. Por su linaje. Por lo que representa.
La caverna se llenó con el peso de la revelación. La misión había cambiado. Ya no era sólo una búsqueda de la cura para los dioses. Ahora, debían enfrentarse a una amenaza mucho más grande, una fuerza que manipulaba a los monstruos y a los dioses debilitados para desatar un caos cósmico.