Hunter bajó las amplias escaleras de mármol n***o del segundo piso del Palacio de Hades, el pequeño conejo blanco acurrucado y tranquilo en sus brazos. El suave pelaje del animal contrastaba con la frialdad de la piedra mientras descendía hacia el aroma tentador del desayuno.
El eco de sus pasos era el único sonido en el majestuoso silencio del palacio. Al llegar al comedor principal, encontró a todos ya reunidos alrededor de una larga mesa de ébano, tan oscura y pulida que parecía absorber la poca luz ambiental. El lugar era una mezcla de solemnidad y calidez; tapices antiguos con escenas del Inframundo adornaban las paredes, sus hilos de oro y plata brillando débilmente.
Braseros de bronce emitían un fuego azulado que danzaba en los ojos de los presentes, proyectando sombras largas y danzarinas que hacían que las figuras sentadas parecieran aún más imponentes. Perséfone ocupaba el cabecero, con una elegancia natural incluso a esas horas tempranas. A su derecha, Zachary se mantenía erguido, su cabello blanco destacando en la penumbra como una luna pálida, mientras que a su izquierda, Jayden se apoyaba en el respaldo de su silla con una estudiada despreocupación, su silueta oscura contrastando con el pálido mármol.
Flanqueaban a su madre como si fueran los guardianes silenciosos del reino, su presencia emanando una autoridad innegable.
Todas las miradas se posaron en él y su peculiar acompañante en el momento en que ingresó a la habitación. El conejito parecía una mancha de luz en el sombrío escenario. Su nariz se movía con curiosidad, y sus ojos, pequeños pero expresivos, observaban el nuevo entorno con una inocencia desarmante.
Marcus, con su habitual curiosidad sin filtros, fue el primero en romper el silencio.
—¿Y bien, cazador de corazones? ¿De dónde salió esa pequeña bola de pelusa? ¿Acaso los fantasmas del Inframundo ahora tienen mascotas adorables? Creí que sólo tenían perros de tres cabezas y espíritus atormentados. ¿Es un nuevo guardián de Cerbero?
Hunter se sonrojó ligeramente, sintiendo el calor de la atención. Se sentó con cuidado junto a Devin, quien le dedicó una cálida sonrisa al ver al conejo. Devin se inclinó de inmediato para acariciar el lomo del animal, su toque suave y reconfortante. El conejito se acurrucó aún más en los brazos de Hunter, ronroneando suavemente, su confianza en el chico inquebrantable.
—¿Lo encontraste en el jardín? ¿Es uno de los pequeños cuidadores del Palacio? Es tan blanquito, como una pequeña nube. Nunca pensé que vería algo tan… ¿tierno? en el Inframundo.
Los ojos de Hunter se desviaron brevemente hacia Jayden, que se había enderezado imperceptiblesmente en su silla, su mirada fija en el collar de obsidiana que ahora adornaba el cuello de Hunter. El colgante oscuro contrastaba con su piel clara, un punto de enfoque para la mirada penetrante de Jayden. El hijo de Hades sintió una punzada de orgullo al ver el regalo en su lugar, y al animalito reposando tranquilamente entre sus brazos; la rápida incursión al mundo mortal esa madrugada, con su riesgo inherente y el poco sueño que le había costado, había valido completamente la pena.
Su labio se curvó apenas en una sonrisa interna, casi imperceptible, pero presente. Una victoria silenciosa.
—Oh, este… —comenzó Hunter, con un ligero tartamudeo en su voz por la repentina atención, sus mejillas aún teñidas de carmesí, un rubor que lo hacía ver aún más joven y vulnerable—. Es un regalo de cumpleaños.
Un coro de felicitaciones resonó alrededor de la mesa, cada uno con un tono diferente de emoción y sorpresa, interrumpiendo el silencio habitual del comedor.
Romina exclamó, sus ojos azules brillando con un entusiasmo genuino.
—¡Feliz cumpleaños, Hunter! ¡No dijiste nada! ¡Podríamos haberte preparado algo! ¿Quién fue el misterioso benefactor? ¡Vamos, no nos hagas esperar! ¡Estoy segura de que fue algún espíritu enamorado que te dejó una ofrenda!
Calypso le ofreció una sonrisa cálida, su expresión serena y sabia.
—Es un regalo precioso, Hunter. Y una sorpresa muy agradable. ¿Quién podría haber sido el misterioso remitente? Me intriga el origen de esta pequeña criatura. Es raro ver un animal tan… vivaz aquí.
Silas, con una ceja levantada y una sonrisa sutil que no llegó a sus ojos, lanzó una mirada significativa a Jayden, quien continuaba con su fachada de indiferencia, aunque sus ojos no perdían detalle de Hunter.
—¿Quién lo diría? Parece que alguien tiene un lado… sensible. ¿Quizás el Señor del Inframundo tiene un jardín secreto de conejos?
Jayden no reaccionó a la provocación implícita.
Perséfone, observando la escena con una sonrisa complacida ante los evidentes avances de su hijo mayor, una chispa de picardía en sus ojos, dio una palmada en el aire con gracia, el sonido amortiguado por la solemnidad de la habitación.
—¡Nico! —llamó a uno de los espectrales sirvientes que se movían silenciosamente por la habitación, apenas visibles como jirones de niebla, su forma translúcida brillando débilmente—. Prepara un pequeño refrigerio adicional para nuestro cumpleañero. Algo especial. Quizás algunos pastelillos de amapola, y un poco más de néctar dulce. Asegúrate de que sean los más delicados que tengas. Y también algo para su acompañante.
Jayden habló entonces, con la mirada fija en su plato, con una estudiada indiferencia que Hunter empezaba a notar que no sentía realmente. Su voz, sin embargo, era firme y práctica, cortando las bromas con su habitual seriedad.
—El conejo puede quedarse con mi madre cuando nos marchemos, Hunter. No querrás llevarlo contigo en… lo que tengamos que hacer. No sería seguro para él venir con nosotros.
Hunter asintió de inmediato, sintiendo un peso levantarse de sus hombros. No quería que su nuevo amiguito corriera ningún peligro ni se estresara durante un viaje de tal magnitud al que seguramente lo llevarían las circunstancias. La idea de ponerlo en peligro le apretó el corazón.
—Sí, claro. Estará bien aquí. Gracias, Jayden. Estoy seguro de que la Reina Perséfone lo cuidará bien.
Calypso, con una sonrisa dulce, se inclinó para observar mejor al conejo, sus ojos brillando con curiosidad, una mano extendida para acariciar suavemente su cabeza.
—¿Y tiene nombre esta pequeña bola de algodón?
Hunter lo pensó por un momento, acariciando el suave pelaje del conejito. Recordó la tranquila compañía de Jayden en el invernadero la noche anterior y la conmovedora historia de amor perdurable de Hermes. La dulzura de la historia le había conmovido, y el nombre le pareció el adecuado para una criatura tan delicada y pura.
—Se llama Crocus —dijo finalmente, con una suavidad en su voz que no pasó desapercibida para nadie—. Como las flores de Hermes.
Jayden alzó la mirada, sus ojos azules encontrándose con los de Hunter por un breve instante. Había un reconocimiento silencioso entre ellos, una conexión que trascendía las palabras y las miradas de los demás. Un atisbo de algo, de una comprensión mutua, de una intimidad que se había forjado en la oscuridad y la vulnerabilidad de la noche.
Luego, el ambiente en la mesa cambió gradualmente a un tono más serio. Mientras todos desayunaban, la ligereza del momento se desvaneció, reemplazada por la sombra de la preocupación. Repasaron los recuerdos concretos que tenían de la enfermedad de sus padres divinos, tratando de encontrar un patrón en los síntomas.
Discutieron distintas leyendas y mitos pasados, buscando alguna analogía o precedente que pudiera arrojar luz sobre lo que estaba ocurriendo y cómo podrían detenerlo. La urgencia de la situación pesaba sobre ellos.
La idea de que deidades tan poderosas pudieran ser tan vulnerables era aterradora.
Zachary carraspeó, dejando su tenedor a un lado con un ligero tintineo. Su mirada era seria, pero había una chispa de determinación en sus ojos.
—Calypso y yo iremos hoy a la biblioteca del Palacio. Quizás encontremos alguna mención de una aflicción similar, alguna pista que nos ayude a entender qué está pasando y cómo podemos curarlos. Habrá pergaminos que nadie ha tocado en milenios, historias que se han perdido incluso para los dioses.
Calypso asintió, su mente ya en modo de investigación, sus dedos moviéndose como si ya estuvieran hojeando volúmenes.
—Nos centraremos en las referencias a Pitón y su encarcelamiento, y cualquier cosa relacionada con el velo entre mundos o la manipulación de la mente divina. Si esto es una enfermedad causada por Pitón, debe haber una historia, un precedente, algo que nos diga cómo se combatió antes o cómo se selló. Es la conexión más lógica que tenemos. Y buscaremos cualquier mención de una conexión entre los dioses mayores y su dominio, cómo un ataque a uno podría afectar al panteón completo.
El resto, una vez terminaron de desayunar, se prepararon para su entrenamiento. La promesa de una cura era distante, pero la necesidad de estar preparados era inmediata. Jayden los guio a un vasto campo que se extendía entre los sombríos y melancólicos campos de Asfódelos.
El paisaje era un mar de flores grises y marchitas, ondeando suavemente bajo un cielo perpetuamente crepuscular, un eterno anochecer donde el sol nunca salía del todo, sólo una luz fantasmal iluminaba el horizonte.
Las almas de los no reclamados vagaban por el lugar como sombras silenciosas, susurrando lamentos inaudibles, sus formas translúcidas moviéndose sin rumbo, su presencia creaba una atmósfera lúgubre y melancólica.
—Las almas no los molestarán —les aseguró Jayden, su voz resonando con autoridad en el silencio del Inframundo, cortando el aire frío y pesado—. Si acaso se acercan, será por mera curiosidad. Además de nosotros, rara vez ven mortales por aquí. Querrán observar, sí, pero con mi presencia se mantendrán a distancia. También les advierto a todos —su tono se volvió más serio, sus ojos oscuros y penetrantes recorriendo a cada uno de ellos, enfatizando cada palabra con un peso inusual—, no se aventuren solos fuera de los límites del Palacio bajo ninguna circunstancia. El Inframundo está lleno de peligros mucho peores que simples fantasmas. Criaturas que ni siquiera Hades tiene totalmente bajo control, y que harían de ustedes un bocadillo en cuestión de segundos.
Liam frunció el ceño, su habitual bravuconería atenuada por la seriedad de Jayden.
—¿Qué tipo de peligros? ¿Más allá de las Furias y el Cerbero?
—Los que no quieren ser encontrados —respondió Jayden, su voz cargada de un significado ominoso, un escalofrío recorriendo la espalda de algunos—. Sombras que se alimentan de la esperanza, espíritus malignos que buscan cuerpos que poseer, o los mismos demonios menores que escapan de las prisiones del Tártaro y se esconden en las profundidades. Y por supuesto, los monstruos mayores que residen aquí, algunos de los cuales duermen, pero otros están siempre alerta. No querrán toparse con ninguno de ellos. Confíen en mí, no querrán ver lo que se esconde más allá de estos campos.
Luego, los dividió en parejas, con una mirada evaluativa a cada uno.
—Hoy no usarán sus poderes divinos. Deben aprender a defenderse cuerpo a cuerpo, ya sea con armas o sin ellas. Es vital tener este conocimiento si quieren ganar, o al menos prolongar una pelea si están en desventaja o si su oponente está en igualdad de condiciones. La magia no siempre es la respuesta, y un arma puede ser arrebatada o resultar inútil. ¿Entendido? En el campo de batalla, no habrá un dios que los salve si no saben valerse por sí mismos.
Un coro de “Sí, Jayden” se elevó, algunos con más entusiasmo que otros, la solemnidad del momento calando hondo.
Les pidió que adoptaran una postura de combate, corrigiendo la posición de las manos de Liam, que tendía a bajarlas, dejando su barbilla expuesta; la separación de los pies de Romina, que era demasiado amplia, desequilibrándola; la guardia baja de Orión, que dejaba su flanco expuesto a un golpe certero. Hunter, para sorpresa de todos, tenía una postura inicial bastante decente, aunque tensa, un poco rígida.
Silas, con su conocimiento de las artes marciales mortales, era el único que parecía tener una base sólida, sus movimientos fluidos y controlados, su cuerpo en perfecta armonía.
—¡Ahora peleen! —ordenó Jayden, su voz firme, el eco resonando en el campo abierto, una orden que no admitía discusión—. Quiero ver lo que tienen. Sin trucos. Sólo instinto y habilidad bruta. No hay piedad. No esperen que yo sea blando.
El campo de Asfódelos se convirtió en un improvisado campo de batalla, los susurros de las almas ahogándose bajo el sonido de los golpes y los jadeos.
Hunter y Orión se enfrentaron con una mezcla de torpeza y determinación. Orión, más alto y con mayor alcance, intentaba mantener a Hunter a distancia con golpes rápidos y directos, pero sus movimientos carecían de técnica y a menudo dejaban aberturas evidentes, su defensa era descuidada.
—¡Más fuerte, Orión! —gritó Jayden, su voz cortante—. ¡No uses sólo los brazos, usa las caderas! ¡Conecta ese golpe! ¡Gira tu cuerpo en el impacto! ¡Estás perdiendo fuerza!
Hunter, más ágil y rápido, esquivaba los golpes con movimientos fluidos, casi danzarines, recordando vagamente algunas de las técnicas básicas que había aprendido. Sin embargo, su falta de experiencia era evidente en sus ataques, que a menudo eran telegrafiados y fáciles de bloquear, sin una intención clara de conectar.
—¡Hunter, no te precipites! —advirtió Jayden, con una voz que era una mezcla de instrucción y exasperación—. ¡Anticipa! ¡No dejes que tu impulso te ciegue! Ese golpe lo viste venir, ¿por qué no lo detuviste? ¡Mantén los ojos en tu oponente, no en el suelo!
Jayden observaba con atención, sus ojos azules como águilas, corrigiendo sus posturas entre cada breve intercambio, señalando la necesidad de mantener la guardia alta y de usar el peso del cuerpo para generar más potencia en sus golpes.
Se movía entre las parejas, su voz autoritaria pero nunca cruel, sólo implacablemente exigente.
No hay espacio para la debilidad.
Romina y Silas se enzarzaron en un combate más caótico, un choque de fuerza y técnica, una danza peligrosa de golpes y evasiones. La fuerza bruta de Romina era innegable, lanzando golpes amplios y poderosos que Silas apenas lograba esquivar, su aliento saliendo en pequeños jadeos.
—¡Romina, control! —vociferó Jayden, su voz elevándose por encima del jadeo de los combatientes—. ¡Estás desperdiciando energía! ¡No es sólo golpear, es golpear donde importa! ¡Y no te olvides de defenderte! ¡No puedes ser sólo un ataque, también debes ser un escudo! ¡Canaliza esa furia, no la dejes que te consuma!
Sin embargo, la falta de control de la hija de Poseidón la dejaba vulnerable a los contraataques. Silas, aunque menos fuerte físicamente, utilizaba su agilidad y su conocimiento de puntos de presión para desequilibrar a Romina, intentando inmovilizarla en lugar de enfrentarla directamente, buscando una rendición, una forma de neutralizar su poder sin lastimarla.
—¡Silas, no seas tan defensivo! —gritó Jayden, con impaciencia—. ¡Aprovecha la apertura! ¡Si ella te deja una ventana, tómala! ¡No la dejes recuperar el aliento! ¡Ataca con convicción! No basta con agotar a tu enemigo, debes derribarlo.
Jayden les gritaba instrucciones, instando a Romina a controlar su fuerza y a Silas a ser más ofensivo, a no sólo esquivar sino a aprovechar las aperturas. Se veía la frustración en el rostro de Romina, pero también un deseo ardiente de mejorar, de dominar esa fuerza que la controlaba.
Liam y Marcus se enfrentaron con una intensidad más contenida, un duelo de voluntades y resistencia, una prueba de fortaleza mental tanto como física. Liam mostraba una sorprendente agresividad en el combate cuerpo a cuerpo, lanzando golpes rápidos y directos con una furia reprimida, cada ataque cargado de una tensión interna.
—¡Más rápido, Liam! —ordenó Jayden, su voz un látigo en el aire—. ¡Pero con intención! ¡Cada movimiento debe contar! No malgastes tu energía en golpes vacíos. Tu furia es un arma, pero también un grillete si no la controlas.
Marcus, más estoico, intentaba bloquear los ataques de Liam y contratacar con golpes más lentos pero poderosos, confiando en su resistencia física y en la contundencia de sus golpes.
—¡Marcus, no seas una pared! —gritó Jayden, exasperado—. Muévete. Gira. ¡Un muro puede ser derribado si no se adapta! Y usa tu peso, no sólo tus brazos! ¡La resistencia tiene un límite!
Jayden les recordaba la importancia de mantener la calma y la concentración, de no dejarse llevar por la rabia o la frustración, de convertir la emoción en una fuerza controlada, un torrente que podía dirigirse con precisión.
Después de varios intercambios, con los semidioses jadeando y cubiertos de polvo y un sudor frío, sus músculos temblorosos por el esfuerzo, Jayden detuvo los combates.
—Suficiente por ahora. Vengan conmigo.
Los llevó a un área más despejada del campo, donde las flores de Asfódelos se extendían hasta el horizonte, un mar de grises y blancos bajo el cielo púrpura, el aire quieto y silencioso.
—Ahora lucharán contra mí —anunció Jayden, su voz resonando con una autoridad innegable, una promesa tácita de la dura verdad que estaban a punto de enfrentar—. Uno a la vez. Quiero que intenten aplicar lo que les he enseñado. No esperen ganar. No es el objetivo. Sólo quiero ver su reacción bajo presión. Cómo se desenvuelven cuando el oponente es superior. Y no usaré poderes divinos. Sólo habilidades de combate. Demostraré lo que la experiencia y el entrenamiento pueden lograr.
Liam fue el primero en enfrentarse a Jayden. El hijo de Zeus se lanzó al ataque con una ráfaga de golpes rápidos y furiosos, su rostro tenso por la determinación, un brillo salvaje en sus ojos.
Jayden se movió con una gracia letal, casi como una danza, esquivando la mayoría de los ataques con movimientos fluidos y bloqueando los pocos que lo alcanzaban con sus antebrazos.
Sin decir una palabra, Jayden realizó un rápido movimiento de pies, barriendo las piernas de Liam con una precisión quirúrgica, un movimiento que parecía simple pero era devastador. El semidiós de los cielos cayó al suelo con un golpe sordo, el aire escapándose de sus pulmones en un quejido de dolor y sorpresa. Antes de que pudiera reaccionar, Jayden ya lo tenía inmovilizado con una llave en el brazo.
—Demasiado predecible —dijo Jayden con una frialdad profesional, ayudándolo a levantarse con un movimiento brusco pero no hostil—. Tu rabia te ciega, te hace vulnerable. Un oponente experimentado lo aprovechará sin dudarlo. Mantén la calma y piensa antes de actuar. Las emociones son un arma de doble filo; si no las controlas... te destruirán.
Romina fue la siguiente. Se lanzó con una ferocidad incontrolada, sus puños volando como pistones, su fuerza bruta haciendo que el aire silbara a su alrededor. Jayden, ágil como una sombra, esquivó sus golpes, dejando que su fuerza la hiciera perder el equilibrio, utilizándola en su contra. En un movimiento rápido, rodeó su espalda y la inmovilizó con una llave de brazo que la dejó sin aliento, su rostro enrojecido por la frustración de ser superada.
—Demasiado descontrolada, Romina —dijo Jayden, soltándola y observando su postura—. Tu fuerza es tu mayor ventaja, pero también tu mayor debilidad si no aprendes a canalizarla. Imagina una ola sin rumbo; sólo causa destrucción. Debes ser como el mar, con la calma y la tormenta bajo tu control, una fuerza imparable pero dirigida.
Marcus se adelantó, su expresión estoica y resuelta. Intentó una serie de golpes poderosos, buscando aplastar a Jayden con su pura masa, cada golpe una onda de choque. Jayden, sin embargo, se movía como el viento, evadiendo los golpes con una facilidad asombrosa, casi como si se desvaneciera en el aire. En un instante, se deslizó por debajo del brazo de Marcus, giró y propinó un golpe certero en su plexo solar, dejándolo sin aliento y arrodillado.
—Lento y predecible, Marcus —analizó Jayden, extendiéndole una mano para ayudarlo a levantarse, su voz sin emoción—. Tu fuerza es notable, pero si no puedes conectar tus golpes, es inútil. Debes ser más rápido, más astuto. La paciencia es una virtud, pero la acción es la que gana las batallas. No basta con ser fuerte, hay que ser eficaz.
Orión intentó usar su velocidad, moviéndose en patrones irregulares, intentando confundir a Jayden con fintas y ataques rápidos, como unrayo inasible. Pero Jayden era un paso adelante. Sus ojos seguían cada movimiento de Orión, anticipando sus ataques antes de que los ejecutara, leyendo su mente. En un instante, interceptó uno de los golpes de Orión, torciendo su muñeca con un movimiento fluido.
—Demasiadas fintas, Orión —dijo Jayden—. Y poca intención. Eres rápido, sí, pero tu velocidad es inútil si no la usas para algo más que bailar. La distracción es buena, pero el golpe final es lo que importa. El objetivo es derribar al enemigo, no sólo agotarlo.
Silas fue un oponente más complicado. Sus movimientos eran fluidos, sus ataques precisos y sus defensas sólidas. Era el único que lograba esquivar y bloquear con cierta habilidad, sus conocimientos de artes marciales mortales dándole una ventaja, sus movimientos casi tan refinados como los de Jayden. Pero Jayden, con su experiencia de años de combate, era demasiado para él.
Después de un intercambio prolongado de golpes, donde ambos se movieron con una gracia letal, Jayden encontró una abertura en su guardia, lo inmovilizó con una llave de brazo que lo dejó sin opciones, rindiéndose con un gruñido.
—Buena técnica, Silas —dijo Jayden, una rara nota de aprobación en su voz mientras lo soltaba, una pequeña sonrisa casi imperceptible en sus labios—. Eres el más avanzado en combate sin poderes. Pero dependes demasiado de la técnica conocida. Debes aprender a improvisar, a adaptarte a lo inesperado. El Inframundo no sigue reglas, y tus enemigos tampoco lo harán.
Finalmente, fue el turno de Hunter. Un nudo se le formó en el estómago, pero respiró hondo. No se trataba de ganar, sino de aprender. Se concentró en la agilidad, en la velocidad, en usar su cuerpo de manera eficiente, intentando canalizar la gracia que su madre le había otorgado.
—Adelante, Guerrero de dos sangres —dijo Jayden, una ligera sonrisa curvando sus labios, un desafío implícito en sus palabras, sus ojos fijos en Hunter, evaluándolo—. Veamos qué has aprendido en nuestra breve lección.
Hunter se lanzó al ataque, no con la fuerza bruta de Marcus o la furia de Liam, sino con una agilidad felina, sus movimientos fluidos y evasivos, casi como un bailarín. Intentó usar la velocidad a su favor, esquivando los golpes de Jayden y buscando pequeñas aperturas para sus propios ataques. Logró esquivar varios de sus ataques y bloquear uno con el antebrazo, el impacto resonando en su hueso, un dolor punzante que lo obligó a retroceder, pero no a rendirse.
Jayden, sin embargo, era implacable, su forma perfecta, cada movimiento una lección. Realizó un rápido giro, utilizando el impulso del propio Hunter para desequilibrarlo y derribarlo al suelo con una facilidad alarmante. Luego, con una rapidez sorprendente, Hunter se encontró con la espalda contra el suelo y Jayden sujetándole las muñecas con una presión firme pero no dañina, sus ojos azules fijos en los bicolores de Hunter, una intensidad en su mirada que Hunter nunca había visto.
—Más agilidad, pero necesitas conectar tus movimientos —dijo Jayden, su voz un susurro grave, sus cuerpos inmovilizados, a pocos centímetros el uno del otro, el aliento de Jayden rozando el rostro de Hunter—. Eres rápido, sí, pero tus ataques carecen de seguimiento, de una intención final. Y mantén la guardia alta. Siempre. Incluso cuando creas que el peligro ha pasado, un enemigo puede sorprenderte. Los instintos son buenos, pero no lo son todo. Necesitas disciplina.
Hunter asintió, su aliento acelerado, sintiendo el peso de Jayden sobre él, una mezcla extraña de agotamiento, dolor y una chispa de emoción.
Jayden se levantó, extendiéndole una mano. Hunter la tomó, su piel caliente por el esfuerzo, y Jayden lo levantó con una facilidad que hizo que Hunter se sintiera insignificante, pero también extrañamente reconfortado por el apoyo.
Pasaron un par de horas agotadoras bajo el cielo crepuscular del Inframundo. Los semidioses, empapados en sudor y magullados, con la ropa sucia por el polvo del campo, sus músculos quejándose por el esfuerzo inusual, en algún momento dejaron de prestar atención a las almas silenciosas y a los pequeños demonios curiosos que pasaban cerca de ellos.
Jayden tenía razón; al verlos en compañía de su futuro gobernante, las entidades del más allá decidían que era mucho más prudente mantener una distancia respetuosa. Los fantasmas se apartaban como olas ante un barco, sus lamentos se convertían en susurros aún más débiles, y los demonios menores se escabullían en las sombras, sus ojos rojos brillando con cautela, sin atreverse a acercarse.
En algún momento de la tarde, Calypso y Zachary se unieron a ellos, sus expresiones de ligera frustración más que de éxito. Se acercaron al grupo, sus ropas, aunque no tan sucias como las de los que habían estado entrenando, mostraban el cansancio de horas de búsqueda.
—Por el momento no hemos encontrado nada concluyente en la biblioteca —dijo Calypso, secándose la frente con el dorso de la mano, un rastro de tinta manchando sus dedos—. Hay muchas referencias a enfermedades y maldiciones, pero nada que coincida exactamente con lo que les está pasando a nuestros padres. Los síntomas no cuadran del todo. Es como si fuera una aflicción nueva, o una combinación de varias que nunca se han visto juntas. Es frustrante.
—Hemos revisado tomos de plagas divinas, maldiciones de los Titanes, incluso enfermedades causadas por la envidia de otros dioses —añadió Zachary con determinación, su voz grave y resonante—. Y nada. Los archivos del Inframundo son vastos, casi infinitos, pero parece que este misterio es más profundo de lo que pensábamos. Tiene que haber algo, una referencia, una pista que se nos está escapando.
Jayden asintió, su rostro sombrío, la gravedad de la situación reflejada en sus ojos.
—Eso no es una sorpresa. Si fuera fácil de encontrar, la cura ya estaría a la vista. Este es un mal antiguo, o uno muy bien oculto, y las respuestas no se encuentran en la superficie. Tendremos que cavar más profundo.
—¿Y qué haremos ahora? —preguntó Liam, su voz cargada de cansancio, sus músculos doloridos.
—Seguir buscando —respondió Zachary con firmeza, sin dudar—. No nos detendremos hasta que encontremos algo. La biblioteca es sólo el principio. También podemos buscar en los oráculos menores del Inframundo, aunque sus visiones suelen ser fragmentadas y peligrosas, y a menudo requieren un sacrificio. Pero si es necesario, lo haremos.
Los gemelos entonces se enfrentaron entre sí, mostrando a los exhaustos semidioses algunos movimientos avanzados para desarmar a un oponente, realizar inmovilizaciones rápidas o dejarlos fuera de combate de manera eficiente. El aire silbaba con la velocidad de sus golpes, los cuerpos se movían con una precisión hipnotizante, cada movimiento una obra de arte letal. Incluso mientras intercambiaban golpes y bloqueos con una velocidad y precisión asombrosas, encontraban la manera de ofrecer consejos concisos, con leves jadeos entre las palabras por el esfuerzo físico.
—¡Fíjense en el centro de gravedad! —gritó Jayden, mientras ejecutaba una patada giratoria que Zachary esquivó por poco, su cuerpo curvándose con agilidad—. ¡Es el punto débil de cada ser! ¡Si lo controlan, controlan la pelea!
—¡El impulso es clave! —respondió Zachary, intentando un barrido de pierna que Jayden saltó con gracia—. ¡Úsenlo a su favor, o se volverá en su contra!
Los chicos pudieron apreciar la verdadera magnitud de la experiencia de los gemelos al observar sus movimientos bien sincronizados y la potencia devastadora que podían generar incluso en un combate de entrenamiento. Sus golpes eran como el trueno, sus bloqueos como muros de piedra.
En una ocasión, Zachary logró conectar un rápido puñetazo en el rostro de Jayden, provocando que una fina línea de sangre brotara de su labio inferior, un testimonio de la intensidad con la que incluso los hermanos se tomaban su entrenamiento. Jayden simplemente se limpió la sangre con el dorso de la mano y siguió atacando, una mirada de determinación implacable en sus ojos, sin una pizca de dolor.
—¡No dejen que un pequeño golpe los detenga! —gritó Jayden, su voz ligeramente ronca por el esfuerzo—. ¡Un guerrero sigue luchando incluso con un hueso roto! ¡No es el cuerpo lo que cede primero, sino la voluntad!
—La resistencia es tan importante como la fuerza —añadió Zachary, su voz apenas un jadeo, pero firme—. Sin resistencia, la fuerza es inútil en una batalla larga.
Sin duda, los jóvenes semidioses tenían un camino largo y arduo por recorrer, y un lapso de tiempo peligrosamente corto para aprender lo que necesitaban si querían tener alguna esperanza de salvar a sus padres y al mundo de la creciente oscuridad. La lección de ese día en los campos de Asfódelos había sido dolorosamente clara: estaban muy lejos de ser los héroes que necesitaban ser. Pero la determinación, aunque dolorosa, había comenzado a arraigarse en sus corazones.
La supervivencia, y la esperanza de una cura, dependían de ello. El crisol del Inframundo los estaba forjando, o los destruiría en el intento. La tarde caía sobre los campos de Asfódelos, y con ella, la promesa de más lecciones y más desafíos.
¿Estarían listos para lo que les deparaba el futuro?