Capítulo 7: El eco de Delfos.

3218 Words
El rostro de Jayden se tensó. Frunció el ceño, una sombra de algo indescifrable cruzando sus ojos cerúleos. Sin decir palabra, desvió la mirada hacia la ventana de la cafetería, la expresión pétrea. A su lado, su hermano Zachary parecía ajeno a la tensión que irradiaba su gemelo, ocasionalmente respondiendo con monosílabos a sus propios pensamientos silenciosos. La escena era una instantánea de misterio y frialdad, una imagen grabada en la mente de Hunter. Hunter, sacudiéndose su estupor, forzó su atención de nuevo hacia Devin y sus hermanas, intentando ignorar la perturbadora conexión que había sentido. La imagen de la penetrante mirada del heredero del Inframundo, fijos en él, persistía en su mente, un escalofrío que no lograba sacudirse. Una pregunta tácita flotaba en el aire entre ellos, una que Hunter no se atrevía a formular, ni a sí mismo ni a los demás. El resto de la tarde/noche transcurrió entre un ir y venir de clases, cada una con su propia dosis de desafíos y descubrimientos. La clase de criaturas y demonología fue la más emocionante. Impartida por un sátiro anciano y malhumorado llamado Theron, la materia se adentraba en el vasto y peligroso bestiario de la mitología griega. Theron, con sus patas traseras de cabra y una barba canosa que le llegaba casi a la cintura, tenía una voz rasposa pero llena de una sabiduría milenaria, cada sílaba resonando con el peso de innumerables encuentros con monstruos. Hunter aprendió sobre las engañosas Arpías, mitad mujer, mitad ave, que atormentaban a los hombres con hambre insaciable y cantos melancólicos; sobre los imponentes Cíclopes, con su única mirada que podía petrificar la voluntad de los más valientes; y sobre la monstruosa Equidna, madre de todos los monstruos, con su mitad inferior de serpiente y su letal veneno que podía corroer el acero más puro. El profesor Theron les enseñó no sólo a identificar a estas bestias, sino también sus debilidades y, crucialmente, las mejores estrategias para combatirlas o evadirlas si se encontraban fuera de los límites seguros de Redwood. Hunter, con su herencia dual, se encontró absorbiendo cada lección con una avidez inesperada, como si cada palabra fuera una clave para su propia supervivencia. La parte de Ares en él sentía el llamado al combate, una sed de estrategia y enfrentamiento, una chispa que anhelaba la batalla. Mientras tanto, la de Afrodita, inusualmente, buscaba la forma más tranquila y armoniosa de resolver los encuentros, prefiriendo la evasión a la confrontación directa, una contradicción que lo definía. Era una lucha interna constante, una dualidad que comenzaba a forjar su verdadera identidad. Hubo una pequeña disputa durante una de las horas de clase. Un grupo de cazadoras de Artemisa, siempre feroces e implacablemente leales a su diosa, se enfrentaron a un hijo de Asclepio, el dios de la medicina. Según las cazadoras, el chico se había "sobrepasado" a la hora de hacer unos exámenes de rutina a una de ellas, insinuando un comportamiento inapropiado. La tensión era palpable, la furia en los ojos de las cazadoras era casi tangible, como chispas encendidas que prometían un incendio inminente. Sus arcos estaban tensos, sus flechas preparadas, aunque sólo fueran de práctica, apuntando directamente al corazón del joven sanador. —¡Es un pervertido! —gritó una de ellas, con el cabello castaño recogido en una trenza militar, sus ojos brillando con indignación y desprecio—. ¡No tiene derecho a tocar a una cazadora de esa manera! ¡Juro por Artemisa que si se atreve a volver a hacerlo, le arrancaré los ojos! El hijo de Asclepio, un chico esquelético con gafas de montura oscura y una bata de laboratorio impecable, balbuceó, pálido como la cera. —¡Pero yo sólo estaba... comprobando los reflejos! ¡Es por el protocolo de salud! ¡Lo juro por el juramento hipocrático! ¡No hubo mala intención! La líder de las cazadoras, una chica alta y esbelta con una cicatriz en la ceja que le daba un aire de guerrera experimentada, se adelantó, su voz era un silbido peligroso. —¡Un toque más, y te juro por la Diosa que tus reflejos serán cosa del pasado! ¡Considera esto una advertencia, médico de pacotilla! Sin embargo, la situación se aclaró rápidamente cuando la cazadora en cuestión, aunque visiblemente incómoda, admitió que el hijo de Asclepio sólo había sido un poco torpe y excesivamente celoso con su trabajo, y que no había habido ninguna mala intención. Su torpeza era legendaria, casi tanto como su habilidad para sanar. La animosidad inherente de las cazadoras hacia los hombres, especialmente aquellos que no entendían sus límites o su celo por la pureza, era bien conocida en Redwood. La disculpa del hijo de Asclepio, aunque algo renuente, y por demás innecesaria, fue aceptada, y el incidente se disolvió en murmullos de desaprobación y algunas risas contenidas. Hunter observó la escena, notando la dinámica de poder y la naturaleza tribal del Instituto, un microcosmos de las tensiones del Olimpo. Era un recordatorio de que, incluso en un lugar de entrenamiento, los viejos odios y prejuicios divinos podían manifestarse en cualquier momento. Ahora, Hunter, junto a Devin y sus hermanas, se dirigían a lo que simulaba ser un anfiteatro en el terreno del Instituto. No tenía techo, sólo gradas sobre gradas de piedra pulida que se elevaban en un semicírculo perfecto, lo suficientemente grande para albergar a todos los alumnos residentes. El aire de la noche era fresco y claro, el cielo ya era un manto oscuro adornado con miles de estrellas que brillaban con una intensidad deslumbrante, como diamantes esparcidos en terciopelo n***o. Se sentaron en la primera fila, un poco apretados pero cómodos, a la espera de lo que diría el director. Más que nada, este evento era como una iniciación que se hacía cada año para dar comienzo oficial al ciclo escolar, diferente del discurso matutino. Era un rito, una reafirmación de su propósito, una conexión con las tradiciones ancestrales. El director, Grayson Lawson, un hombre de mediana edad con una mirada aguda y la postura de un estratega nato, digno hijo de Atenea, subió al podio central. Su voz resonó con fuerza, llenando el espacio abierto del anfiteatro, llevando sus palabras a cada rincón, imbuyéndolas de autoridad. —¡Jóvenes semidioses! ¡Bienvenidos a un nuevo año de desafíos y crecimiento! Hoy, en este sagrado lugar, les recordamos lo que significa ser un semidiós. No es sólo poseer un linaje divino, o exhibir poderes asombrosos. Es ser la encarnación viva de una promesa. Hizo una pausa dramática, su mirada recorriendo a cada alumno, deteniéndose un instante en algunos, como si les transmitiera un mensaje personal. —Significa llevar el legado de nuestros padres, mantenerlo vivo y defenderlo con cada fibra de su ser. Requiere disciplina, para dominar sus dones. Respeto, por aquellos que vinieron antes y por el mundo que protegemos. Valor, para enfrentar lo desconocido. Coraje, para levantarse incluso cuando fallen. Pero, sobre todo, jóvenes... significa tener pasión. Pasión por la vida, pasión por la justicia, pasión por proteger aquello que es sagrado. Sin pasión, la disciplina es vacía, el respeto es forzado, el valor es imprudencia y el coraje es mero arrojo. ¡Sean la pasión que el mundo necesita! Un aplauso atronador estalló, resonando en las gradas de piedra, un torrente de energía y aprobación. Hunter sintió una oleada de orgullo. A pesar de las dificultades y los peligros, ser un semidiós era un honor, una responsabilidad que lo llenaba de propósito. Cuando la euforia se calmó ligeramente, el profesor Luciano Moretti, un hombre de suaves maneras y profundos conocimientos, subió al podio. Era el profesor de ciencia y botánica, encargado de enseñarles no sólo cómo funciona el mundo a través de la observación, la experimentación y el análisis; sino también del cuidado de las especies mágicas del bosque circundante, como las etéreas Dríades, guardianas de los árboles, y los sabios Sátiros que servían al Instituto. —Además de todo lo que el director Lawson ha expresado tan elocuentemente —comenzó Moretti, su voz más suave pero igualmente resonante, casi meliflua, como el murmullo de un arroyo—, es vital que aprendan a compaginar su vida dentro y fuera de la escuela. Deben guardar el secreto, el velo entre nuestro mundo y el de los mortales, para evitar crear pánico innecesario. La coexistencia, mis queridos alumnos, depende de su discreción. Una filtración, una exposición imprudente, y las cosas podrían salirse de control de maneras inimaginables. Protejan no sólo la verdad, sino la paz. Hunter escuchó con atención. El mundo de los mortales parecía tan frágil, tan ajeno a las realidades divinas y monstruosas que ellos vivían a diario. La responsabilidad de mantener el velo era inmensa, un peso que sentía sobre sus hombros. La sombra que los había perseguido en el bosque, ¿era una amenaza para ese velo? Justo cuando el director se disponía a continuar, un fenómeno inquietante comenzó a desarrollarse. Las antorchas que iluminaban el anfiteatro, grandes llamas que danzaban sobre pedestales de piedra, comenzaron a apagarse una por una, con un siseo casi inaudible. No había ni una sola ráfaga de viento que justificara su extinción. La oscuridad se extendió lentamente, un velo que envolvía el lugar, creando confusión entre los alumnos. Algunos se movieron inquietos, otros susurraron. El aire se volvió frío, y un escalofrío recorrió a Hunter, no sólo por la temperatura, sino por una sensación de temor que comenzaba a crecer en su interior, un miedo irracional que le erizaba la piel. La profesora De Santos, con una voz que, a pesar de su ligereza, no pudo ocultar una nota de aprensión, pidió calma y orden, aunque su propio temblor era perceptible. En eso, la vieron. Por la entrada del anfiteatro, envuelta en la creciente penumbra, ingresaba una misteriosa anciana. Vestía un peplo suelto y sencillo de color gris oscuro, que le daba un aire misterioso y antiguo, como si hubiera salido de un tapiz griego, o de las profundidades de la tierra misma, emergiendo de un sueño milenario. Llevaba consigo una rama de laurel, sus hojas verdes contrastando con su túnica, y un velo grueso que cubría parcialmente su cabeza y ocultaba completamente sus rasgos, por lo que sus facciones no podían apreciarse en absoluto. Era una figura etérea, casi fantasmal, que se deslizaba más que caminaba, sus pasos silenciosos como el aliento de la muerte. Un jadeo colectivo, lleno de asombro y pavor, recorrió las gradas del anfiteatro. Algunos alumnos se aferraron a sus compañeros, otros se quedaron paralizados, sus ojos fijos en la anciana, como hipnotizados por su ominosa presencia. Incluso los profesores y el director, figuras de autoridad y conocimiento, se mostraban recelosos, sus rostros reflejando una profunda perturbación, una mezcla de respeto y terror. Y no era para menos, pues aquella mujer era Pitia... la profetisa de Delfos. Para muchos, ella era una simple leyenda, una voz de tiempos pasados que rara vez salía de su cámara subterránea en el templo de Delfos, el legendario ádyton, donde las emanaciones del oráculo la imbuían de visiones y la anclaban a la tierra. Para otros, aquellos que comprendían la gravedad de su aparición, su presencia los tenía con los sentimientos en auge, una mezcla de terror y anticipación, al no saber lo que podría acontecer. El sólo hecho de que se hubiera aventurado fuera de Delfos era un presagio ominoso, una señal de que los hilos del destino se estaban anudando de formas inesperadas. El lugar quedó sumido en un silencio sepulcral, tan profundo que ni siquiera se escuchaba el canto de los grillos o el ulular distante de los búhos que solían habitar el bosque circundante. La oscuridad, acentuada por la falta de antorchas, parecía amplificar la atmósfera, volviéndola más densa, más opresiva, casi asfixiante. Hunter sintió que el aire se espesaba con una energía antigua y poderosa. Pitia, sin ceremonia, sin una palabra, caminó con parsimonia, envuelta en estelas de niebla que danzaban como serpientes curiosas a sus pies. Sus pasos, ligeros y medidos, la llevaron directamente hacia el grupo de los descendientes de Afrodita y el hijo de Apolo. Hunter sintió un escalofrío. ¿Por qué ellos? Era una pregunta que clamaba por una respuesta. La figura femenina se detuvo justo frente a ellos, su figura misteriosa y envuelta en poder antiguo. Su mirada, aunque cubierta por el velo, parecía posarse, y sin embargo no ver, directamente en Hunter. Era una sensación inquietante, como si los ojos ocultos de la profetisa pudieran ver directamente su alma, despojándolo de toda pretensión. Tanto el profesor Rousseau como el director y el resto del profesorado compartieron miradas de pánico mudo, sospechando con terror lo que ocurriría a continuación. Sabían que una aparición de Pitia no era un buen augurio, especialmente fuera de Delfos. Una profecía fuera del ádyton era siempre una señal de un evento cataclísmico inminente, un cambio de gran magnitud que afectaría a dioses y mortales por igual. El aire se cargó de una electricidad tensa, una premonición de lo que estaba por venir. La anciana levantó la rama de laurel. La pequeña rama brillaba con una luz tenue y espectral en la penumbra, una luminiscencia que parecía desafiar la oscuridad. Su voz, cuando finalmente habló, era gutural y profunda, no propia de un mortal, sino un eco resonante, la voz de lo desconocido fluyendo a través de ella, una voz que venía de los abismos del tiempo. Cada palabra parecía vibrar en el aire, penetrando los corazones de todos los presentes, un frío que se extendía hasta lo más profundo de sus huesos. Hunter sintió que no era la anciana quien hablaba, sino algo mucho más antiguo y poderoso, algo que hablaba a través de ella. —¡Oh, los hilos del destino se anudan y desatan en el telar del tiempo! Su voz se elevaba y caía como el lamento del viento en un páramo desolado, llenando el anfiteatro con su resonancia mística. Los pocos ruidos que se escuchaban cesaron por completo. Incluso la respiración de los estudiantes parecía haberse detenido, un público cautivo en la boca de una verdad ineludible. Y entonces, la profecía, un torrente de palabras que sellarían el futuro con tinta indeleble: Cuando el éter se nuble y las estrellas palidezcan, los dioses antiguos, en su trono, la vida carezcan. La esencia divina, cual brasa que se consume, dejando el Olimpo, cual templo que se desplome. Entonces, la humanidad al borde del abismo, verá su reflejo en un funesto sismo. Una sombra ignota desde el velo emerge, sin nombre ni forma, que al caos converge. Ni espada de héroe, ni escudo forjado, podrán detener su paso, ya fijado. Más una esperanza, en el crepúsculo nace, un guerrero insigne, que el linaje abrace. De dos grandes sangres su vigor se teje, su alma indomable, que la muerte no acoge. Él solo no irá, en su senda de espinas, semidioses valientes serán sus divinas. Del rayo, del mar, de la forja y la senda, un consejo se alzará, que el mundo defienda. En sus jóvenes manos, el destino del orbe reposa, si fallan, la luz se convertirá en prosa. La noche perpetua, sin alba ni aurora, engullirá todo, sin voz que lo implora. El velo del tiempo, por fin se devela, ¡El fin o el comienzo, la Parca lo cela! La voz se detuvo tan abruptamente como había comenzado, el eco de las últimas palabras vibrando en el aire. El silencio que siguió fue aún más opresivo que la oscuridad inicial. El aire se sintió pesado con la verdad revelada, una verdad que perforó el corazón de Hunter como una estaca de hielo, fría y afilada. Un zumbido, casi imperceptible al principio, comenzó a resonar en su mente, una frecuencia que sólo él parecía escuchar. Era el mismo zumbido de la sombra misteriosa en el bosque, el sonido de la entidad que los había perseguido. La profecía, la sombra, su linaje dual… todo se unía en un rompecabezas aterrador, encajando piezas de un destino ineludible. Pitia bajó la rama de laurel. Luego, con la misma parsimonia y sin decir una palabra más, se dio la vuelta y se marchó justo por donde había venido, su figura envuelta en la niebla que se disipaba como un sueño desvaneciéndose al amanecer. Las antorchas, con un chasquido casi inaudible, volvieron a encenderse una por una, como si nada hubiera pasado, restaurando la luz, pero no la calma. Dejó tras de sí no sólo un silencio ensordecedor en el anfiteatro, sino el retumbar de un corazón que galopaba con fuerza en el pecho de Hunter, un corazón que había escuchado lo que obviamente era una visión de su futuro y destino. La carga de esas palabras, “De dos grandes sangres su vigor se teje”, era insoportable. Él. Era él. El “guerrero insigne”. Sus hermanas y Devin lo llamaban, sus voces distantes, intentando que volviera en sí del shock, como si estuviera atrapado en una burbuja de terror y revelación. Devin, con sus ojos color ámbar dilatados por el miedo, le tomó del brazo, sacudiéndolo suavemente. —Hunter, ¿estás bien? —preguntó Devin, su voz estaba llena de una preocupación genuina—. ¿Escuchaste eso? ¡Fue... escalofriante! ¡No sé qué demonios acaba de pasar, pero se sintió... se sintió real! Brooklyn, con el rostro pálido y la voz temblorosa, se inclinó. —¿Qué significa, Hunter? ¿Por qué te miró a ti? ¿Esa profecía… es sobre ti? No puede ser. Mackenzie y Dianne se aferraban a él, sus rostros reflejando la misma mezcla de confusión y miedo. La realidad de la situación comenzaba a asentarse, un frío que se extendía más allá de la piel. Pero en gradas más altas, donde podían pasar imperceptibles para todos en el caos, dos figuras sentían curiosidad más que temor por lo que acababa de pasar. Una de ellas, la de ojos tan azules como el zafiro y cabellera oscura como la misma noche, Jayden Clare, no apartaba la mirada del joven que había quedado paralizado, y que ahora era llamado por un grupo de chicas con cierto parecido a él, y un chico rubio bajito, para que volviera en sí. Su expresión permanecía inmutable, sin rastro de emoción, pero había una intensidad en sus ojos que sugería un profundo interés, un cálculo silencioso. Su hermano, Zachary, también observaba, su rostro igualmente inexpresivo, pero una ligera inclinación de cabeza revelaba que también había notado la singularidad del momento, una especie de reconocimiento sombrío. El director Lawson, con voz autoritaria que intentaba disipar la atmósfera de pánico, y que apenas lograba ocultar su propio terror, envió a todos a sus dormitorios de inmediato, con órdenes de no salir hasta que llegara la mañana. Mientras tanto, él y el profesor Rousseau escoltaban a un pálido Hunter, quien sentía que el mundo acababa de volcarse, seguido de cerca por sus hermanas y Devin, a la oficina del director. El zumbido en la cabeza de Hunter se hizo más fuerte, como si la sombra se estuviera acercando, confirmando la profecía, un presagio del caos. La profecía había sido pronunciada, y el destino había comenzado a tejerse. Y Hunter, el chico de dos sangres, acababa de ser nombrado su protagonista en un drama que apenas comenzaba.
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