Capítulo 5: El lamento del Grifo.

3949 Words
El silencio en el claro, roto sólo por el tenue murmullo de la respiración agitada de Devin, era denso y pesado. Hunter y el hijo de Apolo se miraron, sus ojos cargados de preguntas, la imagen de la cegadora luz dorada y el posterior desmayo del hijo de Érebo grabada a fuego en sus mentes. Luego, con una indecisión palpable, sus miradas cayeron sobre la figura inerte tendida en el suelo. El chico de la pañoleta verde, segundos antes una amenaza sombría, ahora parecía vulnerable y extrañamente frágil en su quietud. Una fina capa de sudor perlaba su frente, y sus facciones, desprovistas de la furia de hace un momento, revelaban una juventud que hasta entonces habían pasado por alto. Devin fue el primero en romper el hechizo, ladeando la cabeza y mirando de reojo a Hunter, una ligera arruga de perplejidad entre sus cejas. Sus ojos color ámbar, que momentos antes habían destellado con la concentración de su ataque, ahora reflejaban una mezcla de asombro y una pizca de diversión. —Hunter, ¿todos los estudiantes de este lugar son igual de... intensos? —Su voz, aunque teñida de seriedad por lo que acababa de pasar, aún conservaba un toque de su habitual ligereza—. Porque este chico parecía decidido a sacarnos un ojo por unos puntos. ¡Podría haber jurado que iba a invocar a un ejército de sombras con la mirada! Hunter soltó una risita nerviosa, que se sintió extraña en el ambiente cargado. El nudo en su estómago, provocado por la visión de la sangre en el cuello de Devin, todavía no se disipaba. —Tienen sus momentos de delirio —respondió, intentando sonar casual, aunque su mente aún procesaba la velocidad y ferocidad del ataque del hijo de Érebo—. Algunos se toman la competencia muy en serio. Demasiado, diría yo. La verdad era que la intensidad del hijo de Érebo había sido inusual, incluso para los estándares de Redwood. Había una desesperación en sus ojos, una sed de victoria que trascendía la simple competición. ¿Era sólo la adrenalina del juego, o había algo más oscuro latiendo bajo la superficie? Hunter no pudo evitar la punzada de inquietud. La forma en que el chico había manipulado las sombras, la pura agresividad de su asalto, no eran algo que se viera todos los días en un simple ejercicio. Devin asintió, su mirada volviendo al chico inconsciente, quien permanecía inmóvil, una sombra tenue aún aferrada a sus ropas. —Bueno, no podemos dejarlo aquí sin más, ¿verdad? Aunque me asuste un poco lo que pueda hacer cuando despierte —Devin frunció el ceño, sus ojos ámbar escaneando el cuerpo del chico—. ¿No se supone que las reglas son que los que caen se retiran por su cuenta, o son recogidos por un equipo médico? Hunter se encogió de hombros, la inquietud creciendo. La mención de un equipo médico lo hizo pensar en el profesor Rousseau. Si el profesor tenía “ojos en todas partes”, como se decía, entonces ya debería saber lo que había pasado. Sin embargo, el claro permanecía desierto. —Estará bien —dijo Hunter, con más convicción de la que sentía—. El profesor Rousseau tiene ojos en todas partes. Alguien del personal vendrá por él, o se despertará y volverá por sí mismo. No le pasará nada. Es mejor que continuemos con nuestro camino si queremos ganar esos puntos. Y, ya sabes, no ser blanco de más trucos de sombras… o de furia ciega. Este chico era… algo. Devin dudó un instante más, observando al hijo de Érebo con una mezcla de cautela y curiosidad. Sus labios se curvaron en una media sonrisa. —Tienes razón. Si nos quedamos, seremos un blanco fácil para cualquier otra sorpresa que el profesor Rousseau tenga guardada. O para que este vuelva a levantarse y nos persiga hasta el fin del mundo. ¿Listo, compañero? Hunter asintió, un vago presentimiento carcomiéndole el borde de la conciencia. La facilidad con la que habían vencido al hijo de Érebo, a pesar de su ferocidad, le parecía extraña. Como si algo no encajara del todo. Pero el objetivo era claro: el Disco dorado. —Listo —respondió, haciendo un ademán para que Devin lo siguiera. Ambos jóvenes continuaron caminando, el silencio entre ellos ahora más cómodo, roto por el crujido de las hojas secas bajo sus botas. La luz del sol se filtraba en haces moteados a través de la densa copa de los árboles, creando un tapiz cambiante de luz y sombra en el suelo del bosque. El aire era fresco, transportando el aroma a pino y tierra húmeda, y una sensación de antigüedad que impregnaba el lugar. A medida que se adentraban más, el ambiente se volvía cada vez más misterioso, como si el velo entre el mundo mortal y el divino se adelgazara. El musgo cubría las rocas con un color naranja cobrizo vibrante, y los árboles parecían susurrar secretos ancestrales con el suave roce de sus ramas, creando una sinfonía de secretos que Hunter podía sentir vibrar en lo más profundo de su ser. Había una energía latente en el aire, una presencia invisible pero innegable que lo hacía sentir simultáneamente más vivo y más pequeño. Devin, por su parte, parecía sumergirse en la belleza del entorno, sus ojos ámbar brillando con admiración. —Es increíble, Hunter —murmuró Devin, deteniéndose un instante para observar un haz de luz que se colaba entre las ramas y caía sobre un parche de helechos, como si una escalera al cielo se tratara—. Los bosques de Redwood son… diferentes a todo lo que he visto. Hay algo aquí, algo antiguo. ¿Lo sientes? Hunter asintió, aunque sabía que el “sentir” de Devin, hijo de Apolo, era probablemente distinto al suyo. Devin lo sentía como una melodía, una armonía silenciosa. Hunter lo sentía como una corriente subterránea, una fuerza inmensa bajo la superficie. —Sí —contestó Hunter, observando cómo un pequeño arroyo serpenteaba entre las rocas, sus aguas cristalinas reflejando el cielo—. Es como si la tierra misma tuviera un latido. Nunca había estado en un lugar así. Reanudaron la marcha, cada paso los adentraba más en el corazón de ese bosque ancestral. Los sonidos de la civilización se desvanecían, reemplazados por el canto lejano de los pájaros y el suave murmullo del viento entre las hojas. El sendero se volvía más empinado, y Hunter sintió el esfuerzo en sus músculos. Después de lo que parecieron largos minutos, el terreno comenzó a ascender abruptamente. Los árboles se hicieron más grandes y viejos, sus troncos retorcidos y cubiertos de líquenes, como guardianes silenciosos de algún secreto milenario. Un silencio casi reverencial se apoderó del lugar, un silencio que no era ausencia de sonido, sino la quietud profunda de algo que había existido por eones. Finalmente, la cima se abrió a un saliente rocoso, expuesto al cielo. Era el nido del Grifo, un lugar que Hunter conocía bien por los mapas y las descripciones, una elevación natural que ofrecía una vista privilegiada del denso bosque de Vermont, y en días claros, incluso del horizonte lejano. El aire era más frío aquí, y un viento constante soplaba, llevando consigo el aroma a roca y a algo salvaje, indomable. Pero no era el paisaje lo que capturó su atención. En el centro de la meseta rocosa, hecho de ramas robustas, raíces entrelazadas y rocas cuidadosamente dispuestas, se alzaba un nido de proporciones colosales. Y dentro de él, acurrucado sobre un único huevo de un blanco cremoso con vetas doradas, dormitaba el Grifo. Era una criatura majestuosa e imponente: su cuerpo era el de un poderoso león, cubierto de un pelaje dorado que brillaba bajo la luz del sol; sus alas, grandes y emplumadas, eran de un águila real, con plumas que iban del blanco puro al marrón oscuro. Su cabeza, también de águila, lucía un pico afilado y ojos penetrantes de un ámbar profundo, que incluso cerrados, parecían contener una sabiduría ancestral. Incluso dormido, emanaba una fuerza primordial, un aura de poder antiguo que hacía que el vello de los brazos de Hunter se erizara. Era como mirar a una deidad menor, una que exigía respeto y temor. Y allí, junto al borde del imponente nido, descansando sobre una roca plana y musgosa, estaba el objeto que buscaban: el pequeño disco dorado grabado con las constelaciones celestiales. Brillaba con una luz tenue, casi invitándolos a acercarse, una trampa sutil en medio de la magnificencia de la bestia. Devin soltó un silbido bajo y admirado, su voz apenas un susurro. —¡Wow! Es aún más grande de lo que imaginé. Y ese huevo… —Sus ojos ámbar, reflejo de los del Grifo, estaban fijos en la criatura y su preciosa carga—. Parece… parece hecho de luz solidificada. Hunter asintió, su corazón latiendo con fuerza en su pecho, una mezcla de asombro y terror. El Grifo era real. Era un entrenamiento, sí, pero los peligros podían ser muy reales también. La presencia del Grifo era tan palpable, tan abrumadora, que por un momento olvidó la razón de su presencia allí. —El disco está justo ahí —dijo Hunter, señalando con un movimiento discreto de cabeza hacia el objeto, que parecía brillar con una luz propia—. Pero también el Grifo. Y no creo que le guste que nos acerquemos a su nido. No cuando tiene… eso para proteger. —No, no lo hará —concordó Devin, sus ojos fijos en la majestuosa bestia, evaluándola con la mirada de un estratega nato—. De acuerdo, pensemos. ¿Tenemos alguna otra opción? Podríamos intentar rodearlo, pero el saliente es estrecho y cualquier paso en falso podría enviarnos al fondo del barranco. Lanzar algo para distraerlo… pero ¿y si se enoja más? ¿Qué pasaría si despertamos a un Grifo enojado? No quiero ser el aperitivo de un ave de rapiña gigante. Hunter reflexionó, su mente corriendo a mil por hora, buscando soluciones en su memoria de estrategias de combate y de criaturas míticas. —Podríamos intentar un truco de Hermes, si hubiera uno de sus hijos aquí —sugirió, pensando en los rápidos y silenciosos hijos del dios ladrón, expertos en el sigilo—. O puedo intentar poner en práctica uno de los dones de Afrodita, tal vez… ¿un hechizo de atracción para que no nos vea como una amenaza? Devin frunció el ceño, sacudiendo la cabeza. —Mi lira podría… pero no sé si un Grifo reaccionaría igual que un humano. Son criaturas más antiguas, más instintivas. No creo que una melodía de amor lo detenga. Quizás una de serenidad, pero no tengo mucha práctica con eso en medio de una situación de vida o muerte —Se mordió el labio, sus ojos brillando con el peso de la decisión—. ¿Crees que sea un Grifo de entrenamiento, o uno real que dejaron aquí? El profesor Rousseau es conocido por sus métodos… inusuales. —No lo sé —Hunter confesó, su voz era apenas un murmullo. El aire frío del saliente le erizaba la piel—. El profesor a veces usa animales reales, encantados para no hacer daño permanente, pero aun así… son reales. Y si este es uno, entonces su instinto de protección será… incontrolable. Creo que la mejor opción es ir de frente. Acercarnos con cautela y esperar que el animal no nos ataque de inmediato. Si reacciona, entonces… veremos qué podemos hacer. No tenemos muchas más opciones aquí arriba. Devin asintió lentamente, una determinación crecía en sus ojos ámbar, reemplazando la duda. El hijo de Apolo era valiente, pero esta vez, Hunter percibía una nueva madurez en su mirada. —De acuerdo. Vamos de frente. —Se ajustó la lira en la espalda, preparándose—. Preparado para usar tu escudo si la cosa se pone fea. Y yo… bueno, yo intentaré un poco de música apolínea. Crucemos los dedos para que sea un Grifo con buen gusto musical. Comenzaron a avanzar, un paso tentativo tras otro, el sonido de sus botas rompiendo el silencio del aire, que antes parecía espeso y denso. Cada crujido de una ramita bajo sus pies parecía amplificarse hasta convertirse en un estruendo. La tensión era palpable, una cuerda estirada a punto de romperse. El Grifo, hasta ahora dormido, se agitó. Un estremecimiento recorrió su enorme cuerpo, las alas se estremecieron, y entonces, con una lentitud que a Hunter le pareció una eternidad, sus ojos dorados se abrieron. Brillaron con una intensidad fiera, fijos en ellos. Un gruñido bajo y profundo escapó de su pecho, un sonido que vibraba en el aire, una advertencia primordial. La meseta rocosa pareció vibrar con el poder latente de la bestia. La bestia se irguió, majestuosa y aterradora, saliendo del nido para proteger a su cría no nacida. Su pelaje se erizó, como si cada pelo fuera una aguja. Sus plumas se extendieron con un crujido seco, revelando la inmensidad de su envergadura. Su pico se abrió mostrando una lengua musculosa y una garganta profunda, y sus garras, afiladas como dagas, se extendieron, raspando la roca con un sonido chirriante que heló la sangre. —Oh dioses, no creo que esto haya sido buena idea —murmuró Hunter, el temor haciéndole un nudo en la garganta. La magnitud del Grifo era mucho más abrumadora de cerca. Su instinto le gritaba que corriera, que se arrojara por el acantilado si era necesario, pero sabía que no podía hacerlo. Devin dependía de él, y la misión también. Devin pareció ignorar el comentario de Hunter, o al menos, lo disimuló magistralmente. Sus ojos, llenos de una concentración casi mística, se fijaron en el Grifo. Con una determinación asombrosa, sacó nuevamente su lira, sus dedos ya posicionados sobre las cuerdas. El animal soltó un chillido estruendoso, un rugido que hizo temblar el aire y retumbó en las rocas, haciendo que pequeñas piedras cayeran por el acantilado. Era un sonido que desgarraba el alma, un grito de guerra ancestral, mientras Devin comenzaba a tocar el instrumento. A diferencia de antes, esta vez Hunter sí podía escuchar la música. La melodía que emanaba de la lira era diferente a la que había usado en el claro; esta era más suave, más melancólica, pero con una resonancia profunda, como el lamento de los vientos en la montaña, una elegía a la inmensidad de la naturaleza. Era una canción de calma y de respeto, de reconocimiento de la fuerza primordial. El Grifo dudó. Agitó sus alas poderosas, levantando una ráfaga de viento y polvo que casi derriba a Hunter. Graznó una vez más, un sonido áspero y amenazante, pero algo en la música de Devin pareció alcanzarlo, penetrando su instinto protector. Hunter vio como los músculos tensos del Grifo se relajaban, sólo un poco, casi imperceptiblemente. Sus movimientos se hicieron más lentos, su furia se atenuó. Poco a poco, el Grifo se calmó, su mirada todavía fija en ellos, pero sin la misma agresividad. Su cabeza se inclinó ligeramente, como si intentara descifrar la melodía que lo envolvía, una criatura de poder antiguo cautivada por una belleza efímera. Emitió un sonido más suave, un murmullo que se parecía más a un arrullo que a un gruñido. Hunter y Devin avanzaron hacia el nido con pasos cuidadosos, la música de Devin sirviendo como un velo protector, una barrera invisible entre la bestia y ellos. Hunter era consciente de cada movimiento del Grifo, de cada músculo tenso bajo su pelaje. El olor a animal salvaje y a roca húmeda llenaba sus fosas nasales, una mezcla que lo mantenía alerta. Extendió una mano temblorosa y, con la mayor delicadeza posible, tomó el disco dorado. Brillaba cálidamente en su palma, las constelaciones intrincadas grabadas en su superficie, un mapa estelar en miniatura. Sentía la energía del objeto pulsando en su mano, una conexión con algo más grande que ellos. Con el disco seguro, Hunter miró al Grifo, que había vuelto a acurrucarse en su nido,nsu cuerpo relajado por la música. Parecía casi… complacido. Un pensamiento fugaz cruzó la mente de Hunter: ¿era la música de Devin un regalo, un apaciguamiento? —Es mejor salir rápido de aquí —le susurró Hunter a Devin, la voz un poco ronca por la tensión. Devin asintió, sin dejar de tocar la lira, la melodía fluyendo ininterrumpida. Sólo cuando estuvieron a una distancia segura, más allá del saliente rocoso y adentrándose de nuevo en el sendero del bosque, la melodía se desvaneció lentamente en el aire. La tensión abandonó los hombros de Hunter como si una carga invisible se hubiera levantado. —Lo hicimos —dijo Devin, soltando una carcajada de puro alivio. Todo su ser brillaba de triunfo. Hunter rió con él, el eco de sus risas resonando en el bosque. Con la pañoleta amarilla ondeando como un estandarte de victoria y el brillo singular del disco celestial entre las manos de Hunter, tomaron camino de regreso a Redwood, el agotamiento ahora mezclado con la euforia de la misión cumplida. El Grifo había sido un obstáculo formidable, pero la combinación de la valentía de Devin y el peculiar poder de Hunter había resultado victoriosa. Mientras descendían por el sendero, el sol comenzó a inclinarse hacia el horizonte, tiñendo el cielo de tonos anaranjados y púrpuras. El bosque, antes vibrante de vida diurna, comenzaba a transformarse en un lugar de sombras y susurros. El aire se volvió más fresco, y la visibilidad disminuyó, haciendo que cada paso fuera más cauteloso. Hunter sentía el disco en su mano, su peso tranquilizador, pero una sensación de inquietud persistía en su interior. La imagen del hijo de Érebo en el claro volvía a su mente, y la intensidad de su ataque. Había algo más allí, algo que no encajaba con un simple entrenamiento. Y la facilidad con la que habían pasado al Grifo, aunque la música de Devin había sido crucial, era casi… demasiado fácil. —Sabes, Hunter —comenzó Devin, rompiendo el silencio, su voz un poco más grave en la penumbra creciente—, ese chico de Érebo… ¿no crees que fue demasiado? Quiero decir, sí, es una competencia, pero parecía… fuera de sí. Como si hubiera algo más que sólo ganar puntos. Hunter se encogió de hombros, aunque la pregunta de Devin confirmaba sus propias sospechas. —No lo sé. Algunos se lo toman muy personal. O quizás es parte de la “experiencia” de Redwood. Quién sabe qué tipo de cosas le meten en la cabeza a los hijos de Érebo. Siempre han sido un poco… oscuros. —Sí, pero este era diferente —insistió Devin, sus ojos ámbar escaneando las sombras entre los árboles, como si esperara que algo saltara de ellas—. La forma en que sus ojos brillaron, y esa… esa sombra que salió de él. No era sólo un truco. Era más potente. Más real. Un escalofrío recorrió la espalda de Hunter. Había sentido la misma cosa. Una oscuridad palpable. De repente, un crujido seco y cercano los hizo detenerse en seco. Hunter alzó la cabeza, su mano instintivamente buscando el arma que no tenía. Devin tensó su agarre en la lira. —¿Escuchaste eso? —susurró Devin, su voz apenas audible. Hunter asintió. El sonido había sido demasiado cercano, demasiado deliberado para ser un animal del bosque. El ambiente de euforia se disipó, reemplazado por una nueva tensión. Otro crujido, esta vez desde la izquierda, seguido de un arrastre sutil, como si algo pesado se moviera entre las hojas secas. —Estamos solos aquí, ¿verdad? —preguntó Devin, su tono revelando una preocupación creciente—. El profesor Rousseau no enviaría a otro equipo a estas horas… ¿o sí? —No lo creo —respondió Hunter, aunque la duda carcomía sus palabras. El profesor Rousseau era impredecible, pero enviar a otro equipo sin previo aviso sería irresponsable. De repente, una figura se movió entre los árboles, emergiendo de las sombras. No era un campista, ni un m*****o del personal de Redwood. Era alto, delgado, envuelto en una capa oscura que parecía absorber la poca luz que quedaba en el bosque. Su rostro estaba oculto bajo una capucha profunda, pero Hunter sintió una oleada de frío que no tenía nada que ver con la temperatura. La figura se detuvo a unos veinte metros de ellos, inmóvil, observándolos. No llevaba una pañoleta de equipo. —¿Quién eres? —exigió Hunter, su voz temblorosa pero firme. Dio un paso adelante, colocándose ligeramente delante de Devin. La figura no respondió. Permaneció inmóvil, una silueta ominosa contra el crepúsculo. Pero entonces, Hunter notó algo. Un brillo sutil, un par de puntos de luz oscura que parecían los ojos del hijo de Érebo, pero magnificados, llenos de una malevolencia que le heló la sangre. Devin, a su lado, tensó la mandíbula. —Hunter… —murmuró, su voz apenas un susurro—, esa no es una persona. No del todo. Un tenue zumbido comenzó a resonar en el aire, bajo al principio, pero que fue creciendo en intensidad. Las sombras alrededor de la figura comenzaron a bailar y a alargarse, no por el efecto del sol poniente, sino como si tuvieran vida propia. Se retorcían, se alzaban, como tentáculos oscuros. —Corre, Devin —ordenó Hunter, su voz seca y urgente. Pero Devin no se movió. Sus ojos ámbar estaban fijos en la figura, y Hunter vio una mezcla de fascinación y terror. La lira en sus manos temblaba. La figura alzó una mano, y las sombras a su alrededor se condensaron, volviéndose más densas, más sólidas. Hunter sintió una presión en el pecho, como si el aire estuviera siendo succionado de sus pulmones. —Hunter, ¿qué es eso? —Devin balbuceó, su voz apenas un hilo. La figura dio un paso adelante, y el zumbido se convirtió en un susurro gutural, como miles de voces malévolas hablando a la vez. Hunter reconoció el patrón, el sonido… era el mismo sonido que había acompañado al ataque del hijo de Érebo, pero magnificado, más oscuro, más antiguo. —No lo sé —dijo Hunter, empujando a Devin con el codo para que se moviera—. ¡Pero no queremos averiguarlo! ¡Corre! Finalmente, Devin reaccionó. Giró sobre sus talones y echó a correr por el sendero, la lira golpeando a su espalda. Hunter se quedó un instante más, observando a la figura. La capucha se levantó un poco, revelando no un rostro humano, sino una masa fluctuante de sombras, con esos dos puntos de luz oscura brillando con una intensidad terrorífica. Hunter se dio la vuelta y corrió tras Devin, el corazón latiéndole a mil por hora. No miró hacia atrás, pero pudo sentir la presencia de la criatura detrás de ellos, una sombra implacable que se deslizaba a través del bosque, el zumbido ominoso llenando el aire. El disco dorado en su mano parecía vibrar con cada zancada, como si la misma presencia maligna lo estuviera acechando. Mientras corrían a través de la oscuridad creciente, el pensamiento que más lo aterraba no era el ser que los perseguía, sino la posibilidad de que el incidente con el hijo de Érebo no hubiera sido un simple ataque competitivo, sino el presagio de algo mucho más grande, más siniestro. Algo que había despertado en Redwood. Y que ahora, parecía, los había encontrado. La adrenalina corría por sus venas, sus músculos se tensaron, y una pregunta resonó en su mente: ¿qué tan lejos estaban de la seguridad? Y, más importante aún, ¿qué era realmente lo que los perseguía?
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