La tensión era palpable en el gran salón principal del Palacio de Hades. El aire, ya de por sí pesado con la melancolía del Inframundo, vibraba con la mezcla de agotamiento y expectación. Todos los semidioses se habían reunido, y en el centro de la sala, Liam y Devin extendían el pergamino sobre una mesa de caoba pulida. La luz tenue de las antorchas danzaba sobre el texto antiguo, revelando los diagramas de barcos estilizados y símbolos celestiales.
—Lo encontramos —dijo Liam, su voz teñida de un orgullo contenido, señalando con un dedo tembloroso un dibujo intrincado en el pergamino—. Es un pergamino de los Hijos de Nyx. Habla de las “Barcas del Anochecer”.
Devin asintió, su dedo trazando las líneas del diagrama con una reverencia casi mística.
—Son naves construidas con la misma esencia de la sombra, capaces de navegar por el propio Érebo y atravesar las barreras entre los reinos. Invisibles a la vista mortal y a las ilusiones. Básicamente, son el transporte perfecto para lo que necesitamos.
—¿Y qué más dice? —preguntó Calypso, inclinándose sobre la mesa, sus ojos brillantes de interés, ya calculando las implicaciones estratégicas de tal embarcación—. ¿Hay alguna mención sobre su manejo? ¿Algún tipo de control especial?
—También menciona el “Puerto Olvidado” —continuó Devin, pasando una página y revelando un nuevo diagrama, un nudo de sendas etéreas que se entrelazaban como venas—. Un lugar en las profundidades del Inframundo, un punto de convergencia donde los límites entre los reinos son más delgados. Desde allí, las barcas pueden acceder a ciertas ubicaciones en el mundo mortal que están veladas por la magia. Como islas malditas. Es como un atajo interdimensional, un puente entre mundos.
Liam desplegó otro mapa, esta vez un pergamino que parecía un antiguo mapa estelar, pero con marcas que no correspondían a ninguna constelación conocida, sino a flujos de energía mística.
—Y aquí hay algo más. Es un mapa del mundo mortal, sí, pero con capas de la geografía del Inframundo superpuestas. Podemos ver las corrientes etéreas, los puntos de resonancia mágica. Y… este es un mapa del Inframundo con rutas que no se corresponden con el Estigia o el Aqueronte, sino con los senderos que solo la sombra puede recorrer.
Extendieron ambos mapas sobre el suelo de mármol oscuro, formando un tapiz de realidades entrelazadas. El mapa del mundo mortal mostraba el Egeo, con una pequeña mancha de niebla gris marcada con un críptico símbolo de toro: Creta Magna.
—El Puerto Olvidado es la clave —dijo Liam, señalando un punto en el mapa del Inframundo, una bifurcación en uno de los ríos del reino subterráneo, un punto marcado con una runa brillante—. Desde aquí, se accede a un “sendero velado” que conecta directamente con la niebla de Creta Magna. Es un atajo. Nos ahorraremos el tiempo y los peligros de navegar directamente por el Egeo mortal, donde las defensas de la isla podrían ser insuperables.
—Así que no necesitamos navegar por el mar mortal —concluyó Zachary, su voz calmada y pensativa, asimilando rápidamente la información—. Podemos usar una de estas barcas desde el Puerto Olvidado para llegar directamente a la niebla de la isla. Eso es… una ventaja significativa.
—Exacto —confirmó Devin, con una sonrisa triunfal—. Es la única manera de llegar sin ser detectados y de atravesar la niebla. De otra forma, la enfermedad de los dioses nos impediría el paso o nos haría perdernos para siempre en el mar.
Mientras los demás asimilaban la nueva información, Silas dio un paso adelante, su presencia tranquila.
—Y nosotros también encontramos algo de utilidad.
Marcus y Romina se acercaron, y Marcus extendió una mano, revelando una pequeña estatuilla de un toro, tallada en obsidiana negra, con ojos de rubí que brillaban con una intensidad extraña, como si contuvieran un fuego interior.
—La encontramos en el antiguo almacén del Rey —dijo Silas, la estatuilla brillando en su palma, un aura sutil de poder oscuro emanando de ella—. Es un ídolo de invocación. No de invocación directa, sino de afinidad. Un foco psíquico. Hunter pudo sentirlo.
Hunter asintió, sus ojos fijos en la estatuilla.
—Cuando la toqué, sentí una vibración. Una especie de eco… de furia y de algo más, algo antiguo, como una tristeza profunda. Es como si el alma de la bestia estuviera ligada a esta cosa. A pesar de la furia, hay una especie de lamento. Es… extraño.
—Entonces, ¿esto nos ayudará a encontrar más fácilmente la isla y a lidiar con el Minotauro? —preguntó Devin, con una chispa de curiosidad en sus ojos.
—No a lidiar con él en combate directo —explicó Silas, girando la estatuilla entre sus dedos—. Pero podría servir como un punto de referencia para un hechizo de localización más potente. O incluso, como un foco para desviar su atención. Si su alma está ligada a esto, quizás podamos usar la estatuilla para manipularlo, aunque sea momentáneamente. O para saber cuándo estamos cerca de él, o si su furia se intensifica. Y si es un reflejo de su oscuridad interna, como dijo la Reina, quizás este vínculo sea de doble vía. Podríamos, en teoría, intentar influir en su estado, o al menos, comprenderlo mejor.
La sala se llenó de un murmullo de discusión. Los semidioses debatían las implicaciones de lo encontrado, los peligros, las estrategias. La emoción y la adrenalina comenzaban a reemplazar el cansancio, infundiendo un nuevo vigor en sus cuerpos agotados.
—¿Creen que realmente funcione? —preguntó Romina, mirando la estatuilla con una mezcla de esperanza y escepticismo, sus brazos cruzados sobre el pecho—. ¿Una simple figurilla de toro puede influir en una criatura tan poderosa como un Minotauro ancestral? Parece… demasiado fácil.
—No es una simple figurilla, Romina —respondió Silas con paciencia, la estatuilla brillando tenuemente en la penumbra—. Está imbuida de una energía antigua, una conexión con la esencia misma del Minotauro y la isla. Piénsalo, ¿por qué los gigantes, una r**a tan antigua y conectada a la tierra, tallarían algo así? Debe tener un propósito más allá de un simple adorno. Posiblemente, es un fragmento de su propia esencia, o un nexo con su maldición.
—Quizás era un adorno para la chimenea —bromeó Marcus, aunque su tono denotaba una preocupación genuina, sus ojos entrecerrados mientras examinaba la figura—. No sé ustedes, pero la idea de depender de un muñequito de obsidiana contra un monstruo inmortal no me inspira mucha confianza. Prefiero mi martillo.
—Tenemos que usar todas las ventajas que podamos encontrar, Marcus —terció Calypso, su mirada analítica, ya pensando en cómo integrar la estatuilla en una estrategia de combate—. Incluso si la estatuilla sólo nos da una pequeña ventaja, podría ser la diferencia entre el éxito y el fracaso. Además, la intuición de Hunter sobre su conexión es un factor importante a considerar. Su don de Afrodita le permite percibir las emociones y las conexiones de una forma que nosotros no podemos.
—Exacto —intervino Jayden, su voz autoritaria y calmada a la vez, sus ojos fijos en la estatuilla—. La información de mi madre y el hallazgo de Silas y Hunter se complementan. El Minotauro no se combate sólo con fuerza, sino con entendimiento de su naturaleza. Este ídolo podría ser la clave para su apaciguamiento, o al menos para evadir su ira.
—Y la ira primordial de Pitón —añadió Zachary, con el ceño fruncido—, si el Corazón de Cristal es la única esperanza contra esa corrupción, necesitamos toda la ayuda posible. La estatuilla podría ser un amplificador para la purificación.
Después de tanto discutir, de analizar cada posible escenario y cada peligro inminente, Zachary se irguió, su voz firme cortando el murmullo de la discusión.
—Bien. Es un plan. Un plan peligroso, sí, pero es lo único que tenemos. La situación de nuestros padres no nos da más tiempo. Alístense. Saldremos esta noche.
Un revuelo de actividad se apoderó de la sala. Cada uno se dirigió a su habitación para prepararse, sus mentes ya enfocadas en la misión. Hunter, antes de salir, tomó su teléfono y envió un mensaje al chat grupal que compartía con sus hermanas, como hacía cada día para mantenerlas informadas, aunque de forma selectiva. Era su ritual, una pequeña ancla a su vida en el mundo mortal.
Hunter: Chicas, estaremos fuera por un tiempo.
Hunter: No puedo darles muchos detalles, pero no se preocupen. Estaremos bien.
Emma: Cuídense mucho, hermanito. Que los dioses los protejan. ¡Y usa siempre tu espada!
Brooklyn: Encomiéndate a los dioses, Hunter. Y a mamá. Recuerda lo que te enseñé sobre las estrategias en la batalla. La mente es tan importante como la fuerza.
Mackenzie: ¡Vuelvan pronto, Hunter! Los esperamos con galletas. ¡No se demoren!
Devin: Estaremos bien, chicas. Hunter es fuerte y tiene un buen equipo. Lo cuidaremos.
Brooklyn: ¡Devin! Cuídense mutuamente. Que los dioses los protejan. ¡Y no olvides enviar un mensaje cuando puedan!
No llevaron sus mochilas grandes ni equipamiento pesado. Sólo pequeñas bolsitas de tela, ligeras y discretas, con raciones concentradas de néctar y ambrosía, el alimento de los dioses, vital para su recuperación y mantenimiento de sus fuerzas. Suficiente para unos días, si la misión se extendía más de lo previsto.
Todos se reunieron en la imponente salida del Palacio. El aire exterior era gélido, pero no por el frío, sino por la densidad de las almas y la cercanía de los ríos. Era un frío que calaba los huesos, una ausencia de vida que diferenciaba al Inframundo del mundo mortal. Caminaron en silencio, sus armas invisibles a mano, hasta la orilla del Estigia, el río del odio y los juramentos inquebrantables.
Jayden, sin dudar, sacó de su bolsillo un Óbolo de Caronte, una pequeña moneda de plata deslustrada, utilizada para pagar al barquero por el paso al otro lado. Con un movimiento fluido, la lanzó al agua oscura. Al principio, no ocurrió nada, sólo el débil chapoteo que se perdía en el silencio. Pero luego de unos segundos, una silueta oscura comenzó a vislumbrarse a través de la espesa niebla que cubría el río. Una barca fantasma, enorme y robusta, remada por una figura alta e imponente.
Cuando la barca se detuvo en la orilla frente a ellos, los semidioses pudieron ver a Caronte en primer plano. El barquero de los muertos era una figura alta y demacrada, envuelto en un ropaje andrajoso que parecía hecho de sombras. Su piel era de un gris ceniciento, y sus ojos, hundidos en cuencas profundas, eran dos pozos vacíos, sin pupilas ni iris, reflejando el vacío de la muerte y el sinfín de almas que había transportado. Su rostro era una máscara sin expresión, tallada por el tiempo y la desesperación de las almas que transportaba. En sus manos huesudas sostenía una larga pértiga con la que impulsaba la barca.
Algunos de los chicos se removieron sobre sus pies, inquietos ante la mirada vacía y la altura innegable del barquero, que parecía elevarse sobre ellos como un espectro.
Los gemelos ni se inmutaron. Estaban acostumbrados a su presencia. Zachary, luciendo imponente y estoico, una expresión rara de ver en él, se paró en la orilla y le sostuvo la mirada a Caronte, su voz firme y resonante en el silencio de la orilla.
—Caronte —dijo Zachary, su voz grave y resonante en el silencio de la orilla—, necesitamos que nos lleves a Creta Magna.
Cuando Caronte habló, su voz le produjo escalofríos al resto de los semidioses. Hunter sintió como si una mano helada recorriera su espalda. El barquero ni siquiera movió los labios; fue como si su voz resonara directamente en sus mentes, un murmullo cavernoso y antiguo, lleno del eco de incontables lamentos.
No puedo llevarlos a ese lugar, joven príncipe. Al menos, no desde aquí. Las barreras son demasiado fuertes para esta embarcación. Mi barca está ligada a las almas que cruzan el Estigia, no a los velos del mundo mortal.
Zachary asintió, supo que Caronte no mentía.
—Lo sé. Lo sé. Pero puedes llevarnos al Puerto Olvidado. Estoy seguro de que conoces la ubicación. Es la única forma de acceder a las Barcas del Anochecer. El camino secreto que atraviesa las sombras.
Caronte permaneció en silencio, sus ojos vacíos fijos en el hijo de Hades. La inmensa barca se meció suavemente en el agua oscura, un silencio expectante se instaló.
Zachary suspiró, sacando de su ropa un pequeño saquito de cuero que tintineó suavemente con el sonido de monedas. Lo abrió, revelando una pequeña fortuna en Talentos, su brillo opaco en la penumbra del Inframundo. No eran sólo las monedas del mundo mortal; eran Talentos antiguos, forjados con metales raros y hechizos de valoración que sólo los dioses o los seres del Inframundo reconocerían.
—Puedes quedarte con esto —dijo, ofreciéndole el saquito a Caronte con una mano extendida—. Todo. Si nos ayudas. Además, Caronte, esto es importante. No creo que tú querrías volver a estar bajo el control de la furia primordial de Pitón, ¿verdad? Imagina que aquellos encarcelados en el Tártaro se liberaran. No sería bueno para ninguno de nosotros. Y menos si los dioses desaparecieran por completo, el caos sería… total. La anarquía consumiría incluso este reino. Tu propósito, tu existencia, dejaría de tener sentido.
Caronte permaneció en silencio tan sólo unos segundos, su mirada vacía observando el saquito y luego los rostros de los semidioses, como si sopesara el peso de las monedas y la verdad de las palabras de Zachary. La amenaza del caos era una moneda más poderosa que el oro para un ser que dependía del orden para su función. Finalmente, extendió una de sus manos huesudas y tomó el dinero, sus dedos largos y esqueléticos rozando el cuero del saquito. El sonido de las monedas al ser guardadas fue el único signo de su aceptación. Con un gesto de su pértiga, indicó a los jóvenes que abordaran la enorme barca.
El ascenso a la barca fue silencioso, el suelo de madera crujiendo apenas bajo sus pies, un sonido que se sentía como un lamento ahogado. Una vez todos a bordo, Caronte se alejó de la orilla con un empuje de su pértiga, y la barca se sumergió en la espesa niebla del río Estigia. El frío de la niebla penetraba en sus huesos, y el silencio sólo era roto por el suave chapoteo del agua y el lejano gemido de alguna alma perdida, un eco de la desesperación que permeaba el ambiente.
Jayden, percibiendo el nerviosismo de Hunter, quien se había acurrucado un poco contra Devin, extendió una mano y acarició levemente el dorso de su mano. La corriente gélida de la niebla hacía que el gesto de Jayden, aunque mínimo, se sintiera como un refugio de calidez.
—¿Estás bien? —susurró Jayden, su voz apenas audible sobre el suave murmullo del río, una nota de preocupación apenas disimulada.
Hunter se giró, y una pequeña pero sincera sonrisa se dibujó en su rostro, un atisbo de calidez en la desolación del río Estigia.
—Sí, estoy bien. Sólo… un poco escalofriante. Este lugar es… más denso de lo que imaginé. Gracias.
Liam, que estaba cerca, se estremeció.
—No estoy seguro de si es el frío o la cantidad de almas las que me dan escalofríos. Este lugar es deprimente. ¿Podemos ir más rápido, Caronte?
Caronte no respondió, su forma oscura apenas visible a través de la niebla, su pértiga moviéndose con una monotonía inquietante.
—No te molestes, Liam —dijo Romina, frotándose los brazos—. Caronte sólo va a su propio ritmo. Es el barquero, no un taxista. Además, ¿qué prisa tenemos por llegar a un lugar llamado "Puerto Olvidado"?
—Es sólo que la espera es… tensa —respondió Orión, intentando aligerar el ambiente con una sonrisa forzada—. Siento que en cualquier momento alguna mano cadavérica va a salir del agua y arrastrarnos al fondo.
—No subestimes el poder del Estigia, Orión —dijo Silas, su voz sombría—. Es el río donde los dioses hacen sus juramentos más sagrados. Su poder es inmenso. Y el olvido es una de las peores torturas que este reino puede infligir.
Las horas se fundían en la niebla y la penumbra del Inframundo, un velo que distorsionaba la percepción del tiempo. Los semidioses conversaban en voz baja, compartiendo sus pensamientos sobre la misión, repasando los detalles de los mapas y la estatuilla, intentando calmar sus propios nervios y los de sus compañeros.
—Así que, Hunter, ¿qué tan fuerte es la conexión con esa estatuilla? —preguntó Calypso, su tono práctico—. Necesitamos saber qué tan fiable será como guía.
Hunter tomó la bolsita de tela donde guardaban la estatuilla, y al tocarla, sintió la vibración de nuevo.
—Es como… un imán. Siento una fuerza que me atrae hacia la isla, aunque sin una dirección específica, posiblemente por estar aquí. Es innegable. Y esa dualidad, la furia y la tristeza, sigue ahí. Como si el Minotauro no quisiera ser una bestia furiosa, pero está atrapado en ella.
—Interesante —murmuró Zachary—. Eso apoya la teoría de mi madre de que la criatura está corrompida, no intrínsecamente malvada.
Finalmente, la niebla comenzó a disiparse un poco, revelando una vista desolada pero familiar para los habitantes del reino de los muertos. Se vislumbraba el Puerto Olvidado. No era un puerto bullicioso, con barcos cargados y marineros fantasmales gritando, sino una serie de muelles ruinosos que se extendían en un lago oscuro, rodeado por paredes de roca escarpadas que se alzaban hacia un cielo nebuloso.
Pequeñas embarcaciones abandonadas se pudrían en sus amarres, sus mástiles rotos apuntando al vacío. En el aire, algunas Furias revoloteaban con sus alas membranosas, sus siluetas apenas discernibles, pero nada que gritara peligro inminente. El lugar, aunque lúgubre, transmitía una extraña calma, una quietud que sólo se encontraba en los rincones más profundos del Inframundo.
Bajaron de la barca, el suelo rocoso y húmedo bajo sus pies, un inusual olor a sal y a moho impregnando el aire.
Caronte, sin decir una palabra, se dispuso a regresar al Estigia, su barca ya disolviéndose en la niebla de donde había emergido. Hunter, aprovechando que se habían alejado un poco del barquero, se acercó a Jayden.
—Jayden —susurró Hunter, la curiosidad ardiendo en sus ojos bicolores—. ¿Por qué Caronte no estaría contento de que los dioses cayeran y el caos reinara? Él se beneficiaría con todas las almas que necesitaran cruzar al otro lado, ¿no? Además, es un hijo de Nyx y Érebo, los primordiales de la noche y la oscuridad… Se supone que no tienen mucho apego a los olímpicos. ¿No preferirían un retorno al caos primigenio?
Jayden miró a Hunter.
—Piénsalo. Si los dioses desaparecieran, el universo se sumiría en un caos primario. No sólo caos, sino la aniquilación total. Si la furia primordial de Pitón se desatara por completo, si los monstruos del Tártaro se liberaran sin control… No habría almas que necesitaran cruzar el Estigia. Serían consumidas en su totalidad, su esencia drenada para alimentar esa furia primigenia, para dar poder a esos monstruos desatados. No habría un reino de los muertos. Sólo una gran… nada. Un vacío. Caronte lo sabe. No le beneficia el fin de todo, sólo el equilibrio. Es un guardián del orden... a su manera. Él existe para un propósito, y ese propósito es el flujo de almas. Sin almas, sin orden, ¿qué sería de él? Nada.
Jayden tenía razón. El caos total significaría el fin del Inframundo como lo conocían, y del mismo Caronte. Su existencia estaba ligada al ciclo de la vida y la muerte, por más que su apariencia sugiriera lo contrario.
Mientras Jayden explicaba, su mirada recorrió el Puerto Olvidado. Sus ojos se posaron en una de las plataformas rocosas más altas, donde una forma oscura se alzaba en la penumbra.
—Ahí está —dijo Jayden, señalando con un movimiento casi imperceptible de su cabeza.
Todos siguieron su mirada. A pesar de su antigüedad y de estar cubierta por una pátina de polvo y el musgo del tiempo, una barca se erguía imponente. Era una embarcación larga y estilizada, de madera de ébano pulida, con velas hechas de sombras tejidas que parecían respirar, y una proa que terminaba en una elegante cabeza de dragón, sus ojos esculpidos con amatistas que brillaban débilmente. La madera, aunque vieja, se encontraba en perfectas condiciones, como si el tiempo no la hubiera tocado, su superficie suave y casi viva bajo sus dedos. Su diseño era sobrio, pero su aura mística la hacía parecer más una criatura viva que un simple barco. Era el epítome de la maestría de los Hijos de Nyx.
—Es… magnífica —susurró Romina, maravillada, extendiendo una mano para tocar la proa. La madera se sintió fría y extrañamente suave bajo sus dedos.
—Y no hace ruido —añadió Orión, con una nota de asombro—. Es como si se moviera a través del aire.
Caronte, antes de desaparecer en el Estigia, les hizo un último gesto con su pértiga, confirmando que esa era la embarcación que necesitaban. Luego, su barca y su figura se desvanecieron por completo en la niebla del río, como si nunca hubieran estado allí.
Los semidioses abordaron la Barca del Anochecer, el aire alrededor de ellos se volvió más denso, cargado de magia antigua, como si hubieran entrado en una burbuja de otro reino. Zachary tomó el timón, sus manos instintivamente encontrando el tacto de la madera antigua, los controles fluyendo naturalmente bajo sus dedos, como si el barco fuera una extensión de su propia voluntad.
—¿Listos? —preguntó Zachary, su mirada seria recorriendo los rostros de sus compañeros, un capitán nato asumiendo el control.
Un coro de asentimientos y breves afirmaciones resonó en la cubierta.
—Vamos a buscar ese corazón —dijo Liam, apretando los labios, una mezcla de determinación y ansiedad en sus ojos.
—Y a detener la furia de Pitón —añadió Devin.
Con una sincronización perfecta, los gemelos invocaron sus poderes. El barco no se movió con un chapoteo, ni con el sonido de las velas hinchándose. En cambio, con una suave disolución, la barca se fundió en las sombras del Puerto Olvidado, volviéndose completamente invisible.
El viaje fue una experiencia extraña. No navegaban a través del agua, sino a través de la esencia misma de la oscuridad y el espacio entre dimensiones. A veces, las sombras se retorcían como serpientes gigantes, otras veces se extendían como un vasto océano de tinta. Podían sentir el cambio de reinos, una sensación de compresión y expansión a la vez, como si el espacio mismo se estirara y encogiera a su alrededor. El tiempo se volvió irrelevante.
—Esto es… surrealista —murmuró Romina, su voz llena de asombro—. No siento el viento, pero sé que nos movemos. Es como si el barco fuera parte de mi propia mente.
—Es la magia de la Noche —explicó Jayden, sin apartar la vista de los senderos de sombras que se abrían ante el barco—. Las Barcas del Anochecer no navegan, tejen su camino a través de la realidad misma. Perciben el propósito y la intención del que las comanda.
—¿Cuánto falta? —preguntó Calypso, su tono práctico—. La sensación de ingravidez es un poco desorientadora.
—No lo sé con certeza —respondió Jayden, con la mirada fija en la negrura circundante—. El tiempo no fluye igual aquí. Pero estamos cerca. Puedo sentir la influencia de la magia mortal volviéndose más fuerte.
—Es una sensación… peculiar —comentó Liam, con el ceño fruncido, intentando acostumbrarse a la extraña quietud del viaje—. Como si estuviéramos al borde de dos mundos a la vez, el mortal y el divino.
—Estamos en el umbral —dijo Zachary, su voz grave—. Entre la realidad y el mito. El punto de convergencia que mencionaba el pergamino.
Finalmente, después de lo que parecieron horas o quizás sólo minutos en ese estado etéreo, la oscuridad comenzó a diluirse. La niebla del Inframundo fue reemplazada por una niebla más espesa, una bruma gris y opaca que los envolvía por completo, con un matiz verdoso que la diferenciaba de la niebla del Estigia. El aire se volvió más salado, más húmedo, con el aroma inconfundible del mar, y un toque de azufre, un recordatorio de la maldición.
La barca emergió de las sombras, deslizándose suavemente sobre las olas grises de un mar desconocido, el Egeo.
Ante ellos, la silueta fantasmal de una isla se recortaba en el horizonte, envuelta en nubes grises y una niebla perpetua que parecía emanar de la propia tierra, una mortaja mística. Era Creta Magna, la isla maldita.
No había un solo rayo de sol, sólo una luz difusa y lúgubre que no revelaba el color de las nubes.
El Mar Egeo se extendía sombrío y melancólico bajo un cielo que nunca parecía terminar de amanecer. El aire era pesado, la promesa de peligro flotando en cada ráfaga de viento. No había pájaros, ni el rastro de vida marina que se esperaría en un mar abierto. Sólo el vasto silencio de la maldición, un silencio roto sólo por el suave chapoteo de las olas.
La barca se deslizó sin ruido hacia la costa rocosa de la isla, sus velas de sombra apenas agitadas por el viento. El Minotauro, el Corazón de Cristal, la esperanza de sus padres… todo los esperaba en la bruma.
Mientras la barca se acercaba a la orilla, Silas sacó la estatuilla de obsidiana de la bolsita de tela, y la sujetó con firmeza.
—Hunter, ¿sientes algo? ¿Alguna dirección, alguna intensidad? —preguntó Silas, su voz contenida.
Hunter cerró los ojos, concentrándose en la energía que emanaba del ídolo. Pudo sentir el latido rítmico, fuerte y constante, del Corazón de Cristal en la distancia. Y, superpuesto a eso, el pulso errático y cargado de furia de la criatura.
—Sí… se intensifica a medida que nos acercamos a la isla. Siento una… una pulsación, como un corazón latiendo en la distancia, poderoso y puro. Y el otro pulso, el del Minotauro, es como un trueno distante, lleno de ira y desesperación. Está… hacia el centro de la isla, creo. Se mueve, pero su epicentro está allí.
—Un corazón latiendo de furia, probablemente —murmuró Marcus, ajustando el agarre del martillo visible en su cadera, sintiendo la tensión del momento—. Espero que ese "apaciguamiento" de Perséfone no sea sólo una forma bonita de decir "salgan corriendo lo más rápido que puedan".
La barca tocó tierra suavemente en una cala rocosa, las olas grises rompiendo silenciosamente contra las piedras, como si el mar mismo estuviera agotado por la maldición. La niebla era tan densa que apenas podían ver unos metros más allá, creando un laberinto natural de sombras y siluetas fantasmales.
—Bien —dijo Jayden, desembarcando con cautela, sus ojos penetrantes explorando la oscuridad. Su voz era un comando tranquilo pero inquebrantable—. Manténganse juntos. La niebla dificulta la visión y la magia de ocultamiento de la isla podría intentar separarnos. Silas, mantén la estatuilla cerca. Hunter, tú serás nuestro guía. Confiaremos en tus sentidos.
—Y ustedes, gemelos, mantengan a todos alerta —añadió Silas, desenvainando una daga—. Los sentidos pueden engañar en un lugar como este. Confíen en su instinto y en los demás.
Con Hunter a la cabeza, siguiendo el débil pero constante pulso que emanaba del centro de la isla, el grupo se adentró en la bruma. El terreno bajo sus pies era irregular, cubierto de rocas resbaladizas y una vegetación escasa y retorcida, con árboles que parecían esqueletos cubiertos de musgo. El silencio era opresivo, roto por el lejano graznido de algún ave desconocida y el suave susurro de la niebla que se movía a su alrededor como un ser vivo.
Cada sombra parecía contener una amenaza, cada sonido distante, un eco de la maldición.
—El Minotauro debe haber sentido nuestra llegada —dijo Devin, su voz baja—. Esta niebla es un escudo, pero también una prisión para él.
—Siento… algo más —dijo Hunter de repente, deteniéndose en seco, sus ojos bicolores brillando con una intensidad inusual. La estatuilla en la mano de Silas vibró con más fuerza—. Una presencia. Pesada… furiosa. Y algo más… un dolor inmenso. Está muy cerca. El pulso es abrumador ahora.
Un rugido bestial, profundo y aterrador, resonó a través de la niebla, haciendo que la tierra temblara bajo sus pies. Era un sonido primordial, que parecía surgir de las entrañas de la isla misma, resonando con el dolor de milenios de tormento. Todos se pusieron en alerta, sus armas listas, sus cuerpos tensos. El Minotauro les daba la bienvenida a su dominio, un gruñido furioso que prometía una batalla inminente.
La niebla, en respuesta al rugido, se arremolinó a su alrededor, volviéndose más densa, como si la isla intentara devorarlos.