Afortunadamente, el resto del viaje transcurrió sin mayores incidentes. Las nubes se dispersaron gradualmente, dejando tras de sí un cielo de un azul pálido y uniforme.
No hubo más sacudidas violentas, sólo las suaves oscilaciones habituales de un avión atravesando las corrientes de aire a gran altitud.
El avión continuó su trayecto sin contratiempos.
Los semidioses, aunque aún con la adrenalina residual danzando en sus venas, pudieron relajarse ligeramente, algunos incluso cediendo al agotamiento acumulado de las últimas horas.
El silencio en la cabina era pesado, no tanto por la tensión, sino por el cansancio.
Liam tenía la mirada fija en el respaldo del asiento delantero, sus ojos aún vidriosos por el esfuerzo de contener la tormenta en el aire. A su lado, Orion observaba el paisaje lejano a través de la ventanilla, su rostro inexpresivo ocultando quizás una preocupación más profunda. Romina hojeaba una revista de moda que había encontrado en el bolsillo del asiento, aunque sus ojos se deslizaban sobre las páginas sin realmente registrar el contenido. Marcus dormitaba con la cabeza apoyada en el hombro de Silas quien parecía perdido en sus propios pensamientos.
Unos asientos más adelante, Zachary y Calypso revisaban discretamente unos mapas de Atenas y Delfos que el Director Lawson les había proporcionado digitalmente antes de la partida.
Jayden permanecía en su asiento, aparentemente dormido, aunque una tensión sutil en su mandíbula delataba su estado de alerta. A su lado, Devin, intentaba conciliar el sueño, pero sus párpados revoloteaban inquietos, y ocasionalmente lanzaba una mirada preocupada hacia Hunter que permanecía absorto en sus pensamientos, mirando por la ventana sin ver realmente el cielo.
Hunter todavía sentía el escalofrío del encuentro con los Nocten Gorgones recorriéndole la espalda, y la imagen de sus ojos rectilianos y sus afilados dientes no lo abandonaba.
Finalmente, el avión comenzó su descenso, la voz suave del piloto anunciando la aproximación al Aeropuerto Internacional de Atenas-Eleftherios Venizelos. Eran las 6 de la mañana del día siguiente, hora local de Atenas.
Habían salido de Burlington alrededor de la 1 de la tarde, y con casi diez horas de vuelo y la diferencia horaria de siete horas con Grecia, su llegada se había extendido hasta el amanecer ateniense, tiñendo el cielo de tonos rosados y dorados mientras la aeronave tomaba tierra suavemente.
El desembarco fue rápido y eficiente. El grupo de semidioses, con su peculiar mezcla de nerviosismo y agotamiento, recogió sus escasas pertenencias. No llevaban equipaje voluminoso para no llamar la atención, sólo mochilas cargadas hasta arriba con lo esencial.
En la terminal, el bullicio matutino era ya palpable, con viajeros somnolientos y ansiosos por reencontrarse con sus seres queridos. Zachary y Calypso guiaron al grupo a través de los trámites de inmigración y la recogida de equipajes, utilizando los documentos que la Academia Redwood les había proporcionado con meticuloso detalle.
Una vez fuera del aeropuerto tomaron taxis que los llevarían directamente al Hotel Grand Bretagne, un majestuoso establecimiento en la Plaza Syntagma, en el corazón de Atenas.
La elección del hotel no había sido casual; su prestigio y discreción lo convertían en el lugar ideal para un grupo tan peculiar que necesitaba pasar desapercibido.
Al ser un grupo de adolescentes viajando sin supervisión adulta visible fueron los gemelos quienes se hicieron cargo del check-in y los trámites de registro en el elegante vestíbulo del hotel.
La recepcionista, una mujer de mediana edad con un impecable traje de chaqueta y una sonrisa profesional y ligeramente distante, no pareció inmutarse por la juventud de los “estudiantes" que llegaban a esas horas de la madrugada.
—Tenemos una reserva a nombre de la Academia Redwood —informó Zachary con una voz firme y educada, presentando un documento de identidad falsificado que lo acreditaba como un estudiante adulto acompañante.
La recepcionista tecleó en su ordenador con dedos ágiles.
—Ah, sí, señor… Clare. Dos suites contiguas reservadas. Permítame un momento —Tras unos segundos, levantó la vista—. Aquí tienen sus tarjetas llave. Suites número 301 y 302, en la tercera planta.
—Reservamos dos suites contiguas —informó Zachary a Calypso, extendiendo una de las tarjetas llave—. Esta es la 301, para ustedes. Nosotros estaremos en la 302.
Calypso asintió, su rostro aún reflejando una ligera tensión, vestigio de la adrenalina del vuelo y la reciente confrontación.
—Perfecto. Gracias, Zachary. Lo único que quiero en este momento es al menos veinte horas de sueño reparador.
—Somos dos —respondió Zachary, un leve suspiro escapando de sus labios mientras observaba las ojeras incipientes bajo los ojos de la chica—. Asegúrate de que Liam descanse de verdad. No queremos que vuelva a desmayarse.
Calypso asintió de nuevo, tomando la llave. Con un gesto cansado, indicó a Liam, Orion, Romina y Marcus que la siguieran hacia el ascensor que se encontraba a la derecha. La otra mitad del grupo—Zachary, Jayden, Silas, Devin y Hunter—se dirigió al ascensor de la izquierda.
Hunter ni siquiera se fijó en la opulenta decoración de la habitación cuando entraron en la suite 302. Estaba absolutamente exhausto, cada célula de su cuerpo clamando por descanso.
Sus músculos dolían con un dolor sordo y lo único que anhelaba con cada fibra de su ser era tumbarse sobre la superficie más cercana y hundirse en la dulce nada de la inconsciencia.
Dejó caer su mochila con un golpe sordo en la alfombra junto a sus pies, y se dejó caer pesadamente sobre el sofá de dos plazas que había en la enorme sala de estar de la suite.
Cerró los ojos durante unos segundos, sumergido en el sonido apagado de sus compañeros moviéndose por la habitación, el susurro de sus voces cansadas.
De repente, sintió que un objeto pequeño y rectangular se posaba suavemente junto a su mano en el cojín del sofá. Abrió los ojos con pereza, viendo una barrita energética. Levantó la mirada siguiendo la trayectoria de la mano que la había depositado allí y vio a Jayden, que ya se alejaba con paso ligero hacia uno de los dormitorios, su figura esbelta desapareciendo por el umbral.
—Oh —dijo Hunter, su voz arrastrada y desanimada, casi un murmullo inaudible—. Gracias... pero, eh, no tengo mucha hambre, de verdad. Estoy demasiado cansado para siquiera pensar en comer.
El pelinegro se detuvo en el umbral del dormitorio, ladeando ligeramente la cabeza en su dirección sin girarse completamente, su espalda aún hacia Hunter.
—Cómetela —dijo Jayden, con una voz baja que intentaba sonar indiferente, casi inaudible por el cansancio y el tenue zumbido del aire acondicionado—. Todos necesitamos reponer energía.
Jayden se alejó sin añadir una palabra más, dejando a Hunter con la barrita energética en la mano. Hunter fijó su mirada en el bocado nutritivo, sopesándolo en su palma antes de abrir el envoltorio con un leve suspiro de resignación.
Le dio una mordida. Era seca y ligeramente gomosa, pero el sabor dulce y artificial a cereales y frutos rojos le dio un pequeño empujón de energía. Tragó con dificultad, sintiendo cómo el cansancio seguía aferrándose a él como una segunda piel.
Ya dentro de su dormitorio, Jayden sintió una sutil punzada de algo parecido a la complacencia al imaginar al menor comiendo, por mínimo que fuera el bocado. Había notado perfectamente cómo, después de la brutal pelea con los Noctem Gorgones en el aire, el pequeño pelirosa se había debilitado visiblemente, casi tanto como el impulsivo hijo de Zeus.
Sí, Liam también estaba exhausto, pero su primo no le interesaba en lo más mínimo; de hecho, podría decirse que no le importaba lo que les pasara a ninguno de ellos, aparte de su hermano, claro, y, al parecer, también el chico de ojos peculiares.
Había algo en Hunter, en su aparente vulnerabilidad, que inexplicablemente llamaba la atención de Jayden, algo que contradecía la ferocidad que había demostrado en el avión.
Cuando Jayden estuvo junto a su gemelo, en el espacioso dormitorio que compartían, Zachary lo miró con una ceja levantada, una sonrisa divertida danzando en sus labios.
Zachary conocía a su hermano mejor que nadie y había captado la sutil interacción con Hunter.
—¿Qué? —preguntó Jayden, encogiéndose de hombros con una aparente despreocupación que no terminaba de convencer a Zachary. Se dejó caer en una de las dos camas individuales con un suspiro.
Zachary se acercó y se sentó en el borde de la otra cama, bajando la voz instintivamente, asegurándose de que sólo su hermano pudiera escucharle en la tranquilidad de la habitación.
—Así que... ¿te gusta el chico?
Jayden bufó una risa breve y carente de humor, cruzándose de brazos sobre el pecho.
—Estás diciendo tonterías, Zach. Deja de inventar cosas donde no las hay. Es sólo... es el tipo de persona que nuestro padre siempre habría querido que protegiéramos, ¿no crees? Débil. Necesitado. Un blanco fácil para cualquier monstruo que se cruce en nuestro camino.
—No es débil —replicó Zachary en un susurro, su mirada glacial como la de un dios antiguo, pero una leve sonrisa divertida se asomaba en las comisuras de sus labios—. Y te importa. Lo he notado desde la primera vez que lo viste en la Academia. La forma en que lo miras…
—Claro que me importa —concedió Jayden, con un tono más brusco y defensivo de lo habitual—. Es parte de la profecía, ¿recuerdas? La profecía del “guerrero de dos sangres”. Necesitamos que esté vivo y funcional para cumplirla. Es una carga. Nada más que una responsabilidad impuesta.
—Oh, claro. Una “carga” que te tiene particularmente preocupado desde que esas horribles criaturas fijaron su mirada en él —bromeó Zachary, la sonrisa ahora más evidente y burlona—. Admítelo de una vez, Jay. Hay algo en él que te intriga, algo que va más allá de la profecía y la mera protección.
—Cállate, Zach —siseó Jayden, aunque sin verdadera malevolencia en su voz. Su rostro se había sonrojado ligeramente—. Es diferente. Eso es todo. Y si quieres que sobrevivamos a todo esto, necesitas ser más práctico y menos… entrometido en mis asuntos personales.
Zachary se rió suavemente, un sonido discreto que no llegaría a los demás.
—Claro. Lo que sea que te ayude a dormir por las noches, querido hermano.
La conversación quedó ahí, suspendida en el aire como una verdad tácita que ambos compartían, un entendimiento silencioso que trascendía las palabras. Zachary sabía que su hermano, a pesar de su fachada de indiferencia, sentía algo por Hunter, algo que aún no comprendía del todo, pero que era innegable.
Jayden, por su parte, luchaba contra esa incipiente atracción, intentando racionalizar sus sentimientos con la lógica fría de la profecía y la necesidad.
Poco después, se escuchó un suave y discreto golpe en la puerta de la suite. Jayden se levantó de la cama con agilidad, dejando atrás la tensa conversación con su hermano. Se acercó a la puerta con cautela y, tras una rápida inspección por la mirilla para asegurarse de que se trataba de un empleado del hotel y no de alguna amenaza inesperada, abrió el pestillo y giró el pomo.
El delicioso aroma de la comida recién hecha inundó la habitación, una mezcla embriagadora de especias y pan recién horneado que despertó el apetito incluso del más exhausto. Al mismo tiempo, Zachary confirmó por teléfono que los otros chicos también habían recibido sus pedidos.
Sin ningún tipo de formalidad todos se arremolinaron alrededor de la amplia mesa de la sala de estar, ansiosos por saciar el hambre.
Los platos humeantes llenos de fruta fresca, yogur griego, huevos revueltos, tostadas con miel y café aromático desaparecieron a una velocidad sorprendente.
Nadie hablaba, demasiado inmerso en la simple y primal gratificación de la comida caliente y la sensación reconfortante de estar a salvo, al menos por el momento.
Una vez que terminaron de comer, con los estómagos llenos y una sensación de ligero sopor comenzando a invadir sus mentes cansadas, la mayoría se dirigió directamente a sus camas, con la ferviente esperanza de poder conciliar un sueño profundo y reparador.
Antes de que el cansancio los venciese por completo, Jayden y Zachary hicieron una rápida y discreta llamada telefónica al Director Lawson.
La conversación fue concisa pero urgente: le informaron de su llegada a Atenas y el aterrador incidente con los Noctem Gorgones que habían atacado su avión en pleno vuelo.
Lawson, al otro lado de la línea, sonó profundamente preocupado al escuchar el relato, pero agradeció su pronta comunicación y los instó a extremar la precaución en todo momento.
Mientras tanto, en la otra habitación, Hunter y Devin, aún despiertos decidieron hacer una videollamada rápida a las hermanas de Hunter.
La pantalla mostró los cuatro rostros preocupados de Brooklyn, Emma, Dianne y Mackenzie, apiñados para verlos.
—¡Hunter! ¡Devin! ¡Están bien! —exclamó Brooklyn con un alivio palpable en su voz, sus ojos brillantes por las lágrimas retenidas.
—Sí, chicas, estamos perfectamente bien —dijo Hunter, esforzándose por sonar lo más normal y tranquilizador posible, aunque el profundo agotamiento era innegable en el temblor sutil de sus párpados—. Acabamos de aterrizar en Atenas, y ahora estamos en el hotel.
—¿Y el vuelo? ¿Todo tranquilo? —preguntó Emma, con una leve arruga de preocupación marcando su frente.
Devin intervino con su habitual sonrisa amable y tranquilizadora, aunque sus propios ojos mostraban el cansancio acumulado.
—Un poco de turbulencia, ya saben cómo son los vuelos largos, chicas, lo normal. Pero nada que no pudiera manejar nuestro excelente piloto, ¿verdad, Hunt? —Le dio un codazo suave a Hunter, quien asintió con una sonrisa forzada y algo lánguida.
No mencionaron a los Nocten Gorgones; no querían preocuparlas innecesariamente, ya tenían suficiente ansiedad con saber el peligro que corrían.
—Bueno, nos alegramos muchísimo de que estén a salvo —dijo Dianne, su voz un poco temblorosa y entrecortada por la emoción—. Nos preocupan mucho, Hunter. Cuídate muchísimo, por favor. Y tú también, Devin.
—Lo haremos, Dianne. Te lo prometo —respondió Devin con una sinceridad que emanaba de lo más profundo de su corazón, sintiendo una calidez reconfortante en su pecho al presenciar la genuina preocupación de las hermanas de Hunter.
Ya lo habían incluido en su pequeño y unido círculo familiar, un gesto que él valoraba profundamente.
—Intentaremos comunicarnos con ustedes cuando tengamos oportunidad, chicas —dijo Hunter, dejando escapar un ligero bostezo que no pudo contener.
Mackenzie les deseó lo mejor, y les pidió encarecidamente que regresaran sanos y salvos. Ver esa familiaridad, ese afecto incondicional, incluso a miles de kilómetros de distancia, era profundamente reconfortante para Hunter y Devin.
Después de una breve despedida llena de promesas de mantenerse en contacto, el peso del cansancio finalmente los venció. Se dejaron caer en sus mullidas camas y, a pesar de la tensión persistente que aún flotaba en el aire, el agotamiento físico y mental les permitió caer en un sueño profundo.
Mañana, o más bien, en unas pocas horas, cuando el sol griego ya estuviera en lo alto y bañara de luz dorada las antiguas piedras de la Acrópolis, sería un día largo y crucial. Se dirigirían a Delfos en busca de las respuestas que tanto necesitaban, con la esperanza de desentrañar el misterio de la enfermedad de los dioses antes de que fuera demasiado tarde.
[...]
El autobús se abría paso con suavidad por las sinuosas carreteras de Grecia.
Los jóvenes semidioses se dirigían hacia Delfos, un lugar envuelto en una espesa niebla de historia antigua y misterio aún palpable.
No era una provincia, como Hunter había pensado fugazmente en su ignorancia geográfica, sino un sitio arqueológico de inmensa importancia histórica y espiritual en la Grecia antigua, majestuosamente ubicado en la ladera sur del imponente Monte Parnaso, en la región de Fócida.
Era famoso en todo el mundo antiguo por ser la sede del Oráculo de Apolo, un santuario sagrado donde reyes, filósofos y ciudadanos comunes venían desde todos los rincones del mundo conocido para consultar a los dioses y recibir las enigmáticas profecías sobre su incierto futuro.
En la actualidad, Delfos es un impresionante conjunto de ruinas antiguas que atestiguan su pasado glorioso, un museo al aire libre que atrae a miles de turistas cada año, fascinados por sus mitos.
A medida que el autobús ascendía por las serpenteantes laderas del Parnaso, el paisaje experimentó una transformación drástica. Los extensos olivares plateados y los esbeltos cipreses oscuros se aferraban con tenacidad a las escarpadas laderas rocosas, y el aire se hizo más fresco, más nítido, impregnado de un aroma terroso y con un matiz casi eléctrico, como si la propia atmósfera estuviera cargada de una energía invisible.
El cielo se extendía vasto sobre ellos, salpicado de nubes blancas. Sin embargo, a medida que se acercaban al corazón del antiguo sitio arqueológico, una extraña y sutil sensación comenzó a envolver al grupo de semidioses.
No era una sensación física de frío o de opresión palpable, sino una especie de vibración sutil en el aire que sólo aquellos con sangre divina corriendo por sus venas podían percibir con claridad.
Era como si el mismo suelo bajo sus pies estuviera pulsando con una energía ancestral, una mezcla compleja de poder antiguo dormido y de algo más indefinible.
—¿Sienten eso? —preguntó Silas, rompiendo el silencio casi absoluto que reinaba en el interior del autobús. Su voz era apenas un susurro. Sus ojos oscuros, ocultos bajo la sombra de su capucha, que Hunter creía que nunca se quitaba, parecían más brillantes de lo usual, absortos en el austero y majestuoso paisaje que desfilaba rápidamente por la ventana.
Liam, quien se había recuperado parcialmente gracias a la pequeña dosis de ambrosía que Calypso le había administrado discretamente y a las pocas horas de descanso, frunció el ceño ligeramente, su mirada escrutando el horizonte.
—Es... peculiar. Como estática. Pero no es el clima. El aire está perfectamente despejado.
—No —concordó Zachary, su voz grave y pensativa—. Es la energía de la tierra. Delfos siempre ha sido un nexo de poder divino, un lugar donde los velos que separan los mundos de los mortales y los dioses son más delgados. Pero esto... esto se siente diferente. Es mucho más intenso de lo que debería ser, incluso para este lugar.
Hunter, sentado junto a Devin en los asientos traseros del autobús, sintió un escalofrío que no tenía absolutamente nada que ver con la temperatura agradable del interior del vehículo. Era la misma sensación inquietante que a veces experimentaba cuando se encontraba cerca de un lugar con una fuerte concentración de magia antigua o de poder divino latente, pero esta vez la sensación era mucho más intensa y perturbadora, casi abrumadora.
Sus ojos bicolores recorrieron instintivamente las antiguas laderas del Monte Parnaso, buscando sin éxito la fuente de esa palpable inquietud que les erizaba la piel.
—Se siente... pesado —comentó Devin, su voz baja y pensativa, casi para sí mismo—. Como si el aire estuviera cargado de algo invisible. Es una sensación muy extraña.
Jayden, que había estado observando el paisaje con una intensidad sombría y escrutadora, como si buscara algún signo oculto en las formas de las rocas o el movimiento de las sombras, asintió con un movimiento de cabeza casi imperceptible.
—La agonía de los dioses se siente con mucha más fuerza aquí. Este lugar es un espejo amplificado de su poder ancestral, y ahora... también refleja su sufrimiento.
Romina resopló con su habitual actitud desdeñosa, aunque incluso ella no pudo evitar que un ligero escalofrío recorriera su cuerpo al sentir la extraña energía del lugar.
—Maravilloso. Lo que nos faltaba para completar la experiencia, un spa de vibraciones divinas deprimentes. ¿No podrían haber elegido un lugar un poco más animado y menos… cargado?
Marcus, siempre pragmático, se encogió de hombros con resignación.
—Es Delfos, Romina. Es la sede del Oráculo. Es lógico que tengamos que venir precisamente a este lugar. Si hay respuestas que encontrar a todo este caos, lo más probable es que estén ocultas aquí.
El autobús finalmente se detuvo en un pequeño aparcamiento situado a las afueras del moderno pueblo de Delfos, desde donde se podía acceder al vasto complejo arqueológico.
Los semidioses descendieron del vehículo, sintiendo el peso de la incertidumbre sobre sus hombros. El aire era fresco y limpio, con un aroma a tierra y hierbas silvestres.
Cada paso que daban los adentraba más profundamente en el misterio de este lugar sagrado, en la historia de un mundo antiguo que ahora parecía resurgir con una amenaza aterradora y desconocida.
Mientras se mezclaban discretamente con los escasos grupos de turistas que ya comenzaban a recorrer el sitio a esa hora temprana de la mañana, se movían entre las imponentes columnas rotas de los templos derruidos y los restos erosionados de antiguos edificios públicos, escuchando fragmentos de las explicaciones que los guías turísticos ofrecían a sus pequeños grupos.
—Y aquí —entonaba un guía corpulento con una voz teatral, señalando con un gesto amplio las imponentes ruinas—, se alzaba en la antigüedad el famoso Oráculo de Delfos, donde la Pitia, la sacerdotisa elegida por el propio Apolo, pronunciaba sus enigmáticas profecías, interpretando los designios del dios para aquellos que venían a consultarle. Las ofrendas a los dioses fluían sin cesar hacia este lugar sagrado, y reyes poderosos y humildes plebeyos viajaban desde los confines del mundo conocido para buscar respuestas a los grandes dilemas y las cruciales decisiones de su tiempo.
Una turista protegida del sol bajo un elegante sombrero de ala ancha, comentó a su compañero de viaje con un tono de incredulidad divertida:
—Imagínate, estar de pie aquí hace miles de años, esperando ansiosamente una palabra que pudiera cambiar todo tu futuro. ¿De verdad crees que todo eso funcionaba?
Su compañero se encogió de hombros con escepticismo.
—Quizás sólo eran gases volcánicos emanando de las profundidades de la tierra. O simplemente, el poder de la sugestión colectiva. Quién sabe realmente.
Los semidioses intercambiaron miradas significativas entre ellos. Gases volcánicos… Si tan sólo supieran.
Liam susurró con desdén mientras observaba a los turistas:
—Están completamente ciegos a la verdad de este lugar, como la gran mayoría de los mortales. No tienen la más remota idea de nada.
Jayden asintió en silencio, su mirada fija en el suelo polvoriento, como si estuviera buscando algo invisible a los ojos de los demás.
—No podemos perder más tiempo del necesario prestando atención a los turistas. Necesitamos dispersarnos y cubrir la mayor cantidad de terreno posible.
Tres grupos se separaron con una discreción notable, disolviéndose entre los turistas y los imponentes restos milenarios. Sus pasos resonaban levemente en el silencio matutino, un constante recordatorio de la inmensidad del lugar.
El grupo liderado por Marcus se dirigía hacia la zona del antiguo teatro, con Thalia a la cabeza, sus agudos ojos de escaneando cada sombra proyectada por las columnas rotas, cada rincón oscuro que pudiera ocultar algún peligro.
Silas observaba el suelo con una concentración intensa, como si esperara que una antigua runa grabada en la piedra apareciera repentinamente ante sus pies.
Marcus, por su parte, caminaba con su habitual paso firme.
De repente, el sonido del crujido de la grava bajo la bota de Calypso sonó diferente, más hueco de lo normal. Antes de que ninguno de los dos chicos que la acompañaban pudiera reaccionar o advertirle del peligro, el suelo bajo sus pies cedió inesperadamente.
Con un grito ahogado de pura sorpresa, Calypso desapareció de la vista, cayendo en el agujero que se abrió súbitamente bajo sus pies.
—¡Cal! —exclamó Marcus al instante, sus ojos abiertos de par en par por el asombro y la preocupación.
Silas se asomó al foso que se había abierto en el suelo. Abajo, a unos metros de profundidad, Calypso yacía en el suelo, retorciéndose ligeramente por el impacto, pero ya comenzando a incorporarse con sorprendente rapidez.
—¡Estoy bien! —gritó Calypso desde el fondo, su voz un poco amortiguada por la profundidad, pero claramente audible para sus compañeros—. ¡Sólo me raspé un poco la rodilla! ¡No se preocupen!
Marcus se giró rápidamente hacia Silas, con el rostro tenso.
—Ve a buscar a los demás. ¡Rápido, Silas! Necesitamos ayuda para sacarla de ahí.
Silas asintió con determinación y salió corriendo, su velocidad aumentada por la intensa preocupación por su compañera.
Poco después el resto de los semidioses llegaron al lugar del accidente, sus rostros reflejando tensión y alarma al ver el inesperado agujero en el suelo.
—¡Calypso, ¿estás completamente segura de que estás bien?! —preguntó Liam, asomándose con cautela al borde del foso.
—¡Sí, Liam, ya se los dije a estos dos! —respondió Calypso desde abajo. Se incorporó por completo, sacudiéndose el polvo y las pequeñas piedras que se habían adherido a su ropa.
Sacó su teléfono del bolsillo, comprobando con alivio que afortunadamente no se había roto con la caída, y encendió la linterna. La potente luz parpadeó en la oscuridad del foso, revelando algo sorprendente.
—Chicos —dijo la hija de Atenea, su voz teñida de una genuina sorpresa que la hizo olvidar sus pequeños golpes y rasguños—. Tienen que bajar a ver esto.
Sin necesidad de más palabras, y con sumo cuidado de los pocos turistas restantes que deambulaban, uno por uno se deslizaron por el agujero. No era tan profundo como parecía desde la superficie, quizás unos dos metros de caída vertical.
Al llegar al fondo, lo que encontraron los dejó pasmados.
La potente luz de la linterna del teléfono de Calypso reveló una cavidad oculta bajo las ruinas, un espacio que parecía no haber sido tocado por la luz del sol en milenios. El aire era denso, pesado, con un olor peculiar a tierra húmeda.
El lugar estaba lleno de sombras danzantes y alargadas, creadas por la luz titilante del teléfono. Las paredes de la cavidad eran de roca tosca y sin pulir, pero en el centro se extendía una especie de altar o plataforma de piedra, como si hubiera sido pulida por incontables manos a lo largo de los siglos o por algo mucho más siniestro y poderoso.
Alrededor de este altar había innumerables ánforas de barro y recipientes de cerámica, algunos de ellos intactos, otros hechos añicos, revelando restos de polvos secos y líquidos cristalizados.
Sobre algunas superficies de piedra se veían inscripciones en griego antiguo, talladas con una precisión aterradora, cuyos símbolos parecían vibrar con una energía latente y misteriosa.
En el suelo, mezclados con los fragmentos de cerámica rota, había huesos blanquecinos, algunos humanos y otros de animales, esparcidos de forma irregular y caótica.
Un frío gélido se extendía desde la plataforma central, un frío que se aferraba a la piel y no tenía absolutamente nada que ver con la temperatura ambiente de la caverna.
—¿Qué... qué es todo esto? —preguntó Hunter, su voz apenas un susurro ahogado, sus ojos bicolores abriéndose de horror y fascinación ante la macabra escena.
La linterna de Calypso se detuvo en una cadena de hierro gruesa y oxidada, rota en un extremo y anclada firmemente a la pared de roca, como si algo inmenso y poderoso hubiera estado encadenado allí en algún momento.
Liam dio un paso adelante, sus ojos azules recorriendo el lugar con una intensidad perturbadora. El zumbido energético que habían sentido arriba era aquí un rugido ensordecedor, una vibración constante que resonaba en sus huesos.
—Esto —dijo Liam, su voz profunda y resonante en la pequeña cámara subterránea—, es La Fosa de la Serpiente. El lugar donde Apolo, hace eones, derrotó a Pitón y lo desterró a las profundidades de la tierra. Pero... no es sólo su prisión. Es el rastro de su dolor, de su ira contenida durante milenios. Y también, la fuente primordial del oráculo de Delfos, el lugar de donde emanaba su poder profético.
La luz del teléfono de Calypso se posó sobre una veta de roca oscura y brillante que surgía directamente del centro de la plataforma de piedra, emitiendo un vapor apenas visible, como un aliento gélido de las profundidades.
El aire alrededor de ellos se volvió aún más denso, más opresivo.
—¿Estás diciendo que... esto es donde el monstruo solía vivir? —preguntó Romina, su voz rara vez tan baja y casi temblorosa, mientras observaba los huesos esparcidos con un nudo de horror en el estómago.
—No sólo vivir —corrigió Jayden, sus ojos sombríos observando la plataforma con una expresión de profunda preocupación—, sino sufrir. Y ser... contenido. La profecía que la Pitia nos dio en Redwood, su poder y su locura, nacen de un lugar como este. El sufrimiento de Pitón ha estado impregnando este lugar durante miles de años, corrompiendo la misma esencia de la tierra.
—Y si los dioses están enfermos... —comenzó a decir Devin, pero su voz se apagó en el aire denso, las piezas del rompecabezas encajando con una verdad aterradora que se revelaba ante sus ojos.
—Entonces el poder que lo contiene, o lo que lo mantiene a raya, se está debilitando —terminó Zachary, su rostro inexpresivo, pero sus ojos denotando la gravedad y la inmensidad de la situación—. Y si eso ocurre... si la barrera que contiene a Pitón se rompe...
El silencio que siguió a las palabras de Zachary fue más elocuente y aterrador que cualquier palabra.
El destino, que hasta ahora había sido una idea abstracta y lejana, se hizo tangible. La verdadera naturaleza de su misión, y la magnitud del peligro que enfrentaban, comenzaba a revelarse en las entrañas de la tierra, en el corazón mismo del antiguo Oráculo de Delfos.