El denso dosel del bosque, que antes murmuraba secretos con el viento, se había transfigurado en un intrincado campo de batalla de entrenamiento.
Los etéreos susurros de las hojas, antaño una sinfonía natural, habían sido ahogados por el resonar constante de las botas al impactar contra la tierra húmeda y el choque metálico, aunque amortiguado, de las espadas de práctica.
Con la vibrante pañoleta amarilla ondeando con cada movimiento de su muñeca, Hunter se desplazaba entre los arbustos con una agilidad que desafiaba su propia percepción de sí mismo, su mente un torbellino de alerta máxima y anticipación.
La cruda y embriagadora adrenalina de la competencia comenzaba a velar sus habituales inseguridades, empujándolo hacia un estado de agudeza sensorial que rara vez experimentaba en su vida cotidiana.
Cada fibra de su ser, desde la planta de sus pies que apenas rozaban el suelo del bosque hasta sus singulares ojos bicolores que escudriñaban cada sombra y cada movimiento en su entorno, estaba afinada a la perfección para la misión que tenía entre manos. Era una concentración tan intensa que casi lo hacía olvidar su propia existencia.
De pronto, un destello de pañoletas carmesí irrumpió entre la densa maraña de árboles.
Eran tres figuras: dos jóvenes de complexión fornida, con la corpulencia que a menudo denotaba la estirpe de Ares o Hércules, y una chica de figura esbelta pero con una indudable complexión atlética, cada músculo tensado y listo para la acción.
El instinto de un guerrero que latía en el interior del Hunter sintió una punzada de emoción, una extraña amalgama de nerviosismo expectante y una sed casi latente por el desafío que se cernía sobre ellos.
Instintivamente, levantó su escudo ligero justo a tiempo, una fracción de segundo antes de que un golpe de espada, con una fuerza sorprendente, se dirigiera directamente a su costado. El impacto, aunque simulado, resonó a través de su brazo, enviando una vibración que lo hizo consciente de la potencia de su oponente.
Con una destreza inusual, esquivó un barrido bajo de otro de sus adversarios, girando sobre sus talones con una gracia inesperada para alguien que a menudo se sentía torpe en su propia piel.
La líder de su equipo, una imponente hija de Hefesto, con brazos musculosos que delataban sin ambigüedad su fuerza divina y una mirada decidida que no dejaba lugar a dudas, bramó por encima del creciente fragor del entrenamiento. Su voz no era sólo fuerte; era como el resonar de un martillo contra un yunque, clara, potente y cargada de autoridad.
—¡Equipo amarillo, sepárense! —ordenó, su voz cortando el aire como un látigo—. ¡Cúbranse y busquen los flancos! ¡Necesitamos más terreno, ahora!
Sin vacilar, Devin, que había estado a sólo un par de pasos de Hunter, le hizo un gesto con la cabeza, sus ojos ambarinos brillando con una mezcla efervescente de emoción y desafío.
—¡Vamos por la derecha! ¡Por este lado parece más despejado! —exclamó con una sonrisa que apenas le cabía en la cara, ya en movimiento.
Hunter asintió, su propio corazón latiendo con fuerza en su pecho, un tamborileo acelerado de adrenalina y anticipación.
—¡Entendido! ¡Muévete! —respondió, lanzándose en la dirección indicada, adentrándose en una parte más densa y salvaje del bosque, donde la luz del sol apenas se filtraba a través de las copas entrelazadas de los árboles, creando un laberinto natural de sombras danzantes.
La carrera era emocionante, un desafío a sus límites físicos; sus pulmones ardían con cada inhalación, pero la visión del otro, con su cabello rubio agitándose como una bandera dorada con el viento, lo impulsaba hacia adelante, una extraña sensación de ligereza en su pecho.
Había algo en la despreocupación y el entusiasmo del hijo de Apolo que hacía que Hunter se sintiera… menos solo en su singularidad, menos aislado en el constante torbellino de su propia mente.
No tardaron en enfrentarse a su primer obstáculo significativo: un pequeño claro, engañosamente tranquilo, que se extendía ante ellos, custodiado por una serie de árboles mecánicos.
Sus troncos retorcidos se movían con ruidos metálicos y amortiguados, como si estuvieran respirando una vida artificial, una especie de maquinaria orgánica que desafiaba la lógica.
De sus ramas, orificios pequeños pero amenazantes, surgían flechas con puntas de goma a gran velocidad, zumbando con una malevolencia controlada.
Estas flechas no eran letales; el profesor había sido enfático al respecto, repitiéndolo hasta la saciedad antes del inicio del ejercicio. Sin embargo, un impacto podía dejar un hematoma doloroso y, sin duda, frenar a cualquiera que intentara atravesar la barrera.
El sonido sibilante de las flechas cortando el aire era un recordatorio constante de su peligro inherente, una banda sonora de advertencia que no se podía ignorar.
Antes de que pudieran siquiera formular un plan para esquivar la ráfaga implacable de proyectiles, dos figuras emergieron de la maleza circundante, interponiéndose en su camino con la precisión calculada de depredadores emboscando a su presa.
Una chica esbelta, con la gracia implacable y la velocidad felina de una hija de Nike, se abalanzó con una velocidad sorprendente, sus movimientos tan fluidos y difíciles de seguir como el viento mismo. Detrás de ella, un hijo de Deméter extendió sus manos hacia el suelo, y de la tierra, con un crujido ominoso y audible, brotaron gruesas enredaderas verdes. Estas se enroscaron rápidamente alrededor de los tobillos de los dos compañeros, inmovilizándolos con una fuerza asombrosa, como grilletes vivos.
Las lianas eran fuertes, con espinas diminutas que, aunque no perforaban, irritaban la piel a través de la tela de sus pantalones, una molestia constante que aumentaba la frustración de la inmovilización.
—¡Maldición! —exclamó el hijo de Apolo, forcejeando con las enredaderas que lo sujetaban firmemente al suelo, su sorpresa palpable en la exclamación. —¡No puedo liberarme!
La hija de Nike ya se preparaba para desarmarlos, su rostro un reflejo de concentración competitiva y una sonrisa de triunfo comenzando a formarse en sus labios, una clara señal de victoria anticipada.
Fue entonces cuando el hijo de Apolo actuó. Sus ojos ambarinos, que hasta ese momento reflejaban sorpresa, brillaron de repente con una luz dorada y resplandeciente. De su mano derecha, con una fluidez asombrosa, apareció de la nada una lira mágica bellamente elaborada, su madera pulida brillando bajo la escasa luz del bosque y sus cuerdas tensas, listas para la melodía.
No perdió un segundo y, con una agilidad sorprendente que parecía inherente a su ser, comenzó a tocar una melodía hipnotizante.
La música, aunque no era audible para su compañero en el sentido convencional, el efecto en sus captores fue inmediato y sorprendente. Era una melodía que no se escuchaba con los oídos, sino que resonaba directamente en el alma.
La hija de Nike y el hijo de Deméter se detuvieron en seco, sus ojos se vidriaron, vacíos de voluntad, sus mentes aparentemente enajenadas.
Sus cuerpos comenzaron a moverse rítmicamente, como si una fuerza invisible e ineludible los impulsara a bailar. Sus movimientos eran fluidos y gráciles, pero completamente desprovistos de su propósito original, atrapados en un compás irreal que sólo ellos parecían percibir.
Hunter, sintiendo la urgencia inminente de la situación, sabía que tenía que hacer algo, y rápido. Las enredaderas aún los aprisionaban con tenacidad, y las flechas de goma de los árboles mecánicos comenzaban a zumbar peligrosamente cerca, rozando sus cuerpos con una amenaza silenciosa.
Su mente, que a menudo se sentía como un remolino caótico de ansiedades y dudas, se centró con una claridad inusual. Cerró los ojos por un instante, buscando esa quietud interna que rara vez encontraba. Pensó en las miradas inquisitivas, en los susurros sobre su apariencia, en el peso constante de ser tan diferente y único.
Intentó dejar su mente en blanco, o al menos vaciarla de cualquier duda o inseguridad persistente.
Se concentró lo mejor posible en la esencia misma de Afrodita, en la atracción y el deseo que su madre encarnaba con cada fibra de su ser, y en la pasión, la fuerza cruda y la brutalidad inherente a su padre, Ares. No era una invocación de combate en el sentido tradicional; no, era algo más primordial, más... suyo.
Era una habilidad que había surgido esporádicamente en momentos de gran necesidad o emoción intensa, pero que nunca había intentado controlar del todo, siempre sorprendido por su manifestación.
Abrió las manos frente a él, las palmas hacia afuera, visualizando con una intensidad inusitada una barrera protectora, una especie de velo etéreo. Poco a poco, del aire mismo, comenzaron a formarse estelas de luces doradas y rosadas, etéreas y brillantes, entrelazándose y girando con una danza propia, hipnótica y cautivadora.
La energía se condensaba con cada latido de su corazón, con cada segundo que pasaba, tomando una forma semi-transparente que crecía a su alrededor, una burbuja vibrante y palpitante.
No era el escudo de bronce o de cuero que otros semidioses invocaban, objetos tangibles y resistentes; era algo más suave, más efímero en apariencia, pero cargado de una fuerza intangible y profunda. Era un escudo de Amortentia, la más poderosa poción de amor, manifestada en su forma más pura y protectora.
Justo cuando el escudo terminó de materializarse, con un brillo iridiscente que parecía respirar y latir al unísono con él, su compañero hizo un movimiento rápido con su daga, cortando las enredaderas que los aprisionaban. Por la carencia de filo en el arma, no se partieron del todo, pero la fuerza de su movimiento combinada con la distracción total de los enemigos hizo que las lianas se aflojaran lo suficiente como para que ambos pudieran liberarse con un tirón simultáneo.
El impacto de las flechas rebotó inofensivamente contra el brillante y suave velo de amor concentrado, disipándose sin causar daño.
El hijo de Apolo guardó la lira con un gesto fluido y miró el escudo de su compañero, sus ojos ambarinos muy abiertos por el asombro y la incredulidad. La luz rosada y dorada de la Amortentia se reflejaba en ellos, dándoles un brillo casi mágico, como si también se hubieran teñido de la esencia del amor.
—¡Esto es increíble! —exclamó el hijo de Apolo, su voz baja, casi un susurro de asombro reverente, como si temiera romper el hechizo visual. Se acercó más, extendiendo una mano como para tocar el escudo, pero deteniéndose a tiempo—. Nunca había visto nada igual ¡Es como si hubieras invocado la aurora boreal! De verdad, esto es alucinante.
Hunter sintió un rubor ascender por sus mejillas pálidas, una reacción que siempre lo acompañaba cuando era el centro de atención, incluso si era por algo tan extraordinario.
—No fue para tanto —murmuró, intentando restarle importancia, aunque una parte de él, una parte muy profunda y necesitada de validación, se sentía extrañamente complacida y cálida por la reacción de su compañero—. Sólo... Amortentia concentrada, supongo. Es algo que... a veces me sale. Lo tuyo fue mucho más asombroso. ¡Los hiciste bailar! ¡Con una lira! Eso es de otro nivel. De verdad, eso fue genial.
El hijo de Apolo se rió, una risa clara y despreocupada que resonó en el claro, contrastando con el hipnótico silencio de sus enemigos, que seguían atrapados en su peculiar ballet.
—Bueno, la música de Apolo tiene ese efecto, ya sabes. ¡Nadie se resiste a un buen ritmo! —Comentó con picardía, observando a los semidioses embelesados, que seguían enfrascados en su extraña danza, sus cuerpos moviéndose con una cadencia que variaba cada dos por tres, sin ningún estilo aparente. Uno de ellos incluso intentó dar una vuelta de tango, casi tropezando con una raíz expuesta, un cuadro surrealista en medio del entrenamiento—. El efecto no durará mucho, aunque es fascinante verlos bailar tango en el bosque. ¡Quizás debería patentar esto para festivales!
Hunter asintió, mirando en la dirección de los árboles mecánicos. La distracción, por maravillosa que fuera, no era permanente, y ya podía escuchar a lo lejos los sonidos amortiguados de otras escaramuzas entre equipos, lo que indicaba que la batalla general seguía su curso.
—Tenemos que movernos —dijo, su voz teñida de urgencia, rompiendo el breve interludio de asombro—. ¡La ventaja no durará!
—¡Tienes razón! —dijo el hijo de Apolo, su entusiasmo renovado y una chispa de picardía en sus ojos ambarinos—. ¡Vamos! ¡Estamos protegidos por una bomba de amor en potencia! Eso sí que es un escudo de verdad, ¿quién lo diría? ¡No te detengas!
Y con eso, el hijo de Apolo tomó la delantera, dirigiéndose hacia los árboles mecánicos con una confianza renovada, sorteando hábilmente las flechas que aún volaban y rebotaban inofensivamente en el escudo que su compañero mantenía, un halo vibrante a su alrededor.
Hunter lo siguió de cerca, una sensación inusual de camaradería y asombro por su propia habilidad flotando a su alrededor.
La extraña, y sorprendentemente poderosa, esencia de la Amortentia había sido un arma inesperada, una manifestación de su herencia que desafiaba la lógica del combate convencional. Y en compañía de Devin, cuyo espíritu jovial y su asombro genuino eran un bálsamo para sus inseguridades, el camino por delante no parecía tan intimidante.
Por primera vez en mucho tiempo, Hunter no se sintió como una rareza andante, un ser peculiar que no encajaba en ninguna parte, sino como parte de algo más grande, con un poder que, aunque peculiar y difícil de categorizar, podía ser… asombroso.
Era una sensación de pertenencia y de capacidad que lo llenó de una nueva y extraña euforia, una promesa de lo que podría lograr si aprendía a abrazar plenamente su singularidad.
El bosque, con sus sombras y desafíos, se había convertido en un lugar de descubrimiento, no sólo de sus habilidades, sino también de sí mismo.