Capítulo 9: El Consejo de los héroes.

3414 Words
La mañana siguiente, la atmósfera en Redwood era similar a un panal de abejas alteradas. Un zumbido constante de susurros, miradas nerviosas y una palpable sensación de inquietud impregnaba el aire, un presagio de la calamidad que se cernía sobre el mundo divino. La noticia de la aparición de Pitia y la profecía ya había corrido como un reguero de pólvora, distorsionándose y ampliándose con cada boca que la repetía, alimentando el miedo colectivo. Nadie hablaba en voz alta de ello, pero la tensión era innegable, un peso que se sentía en cada pasillo, en cada aula. En clase de Química, bajo la intensa y curiosa mirada de sus compañeros, Hunter fue convocado a la oficina del director. Un murmullo bajo recorrió el aula al oír su nombre. La noche anterior había sido una tortura de insomnio; la profecía resonaba en su mente como un tambor de guerra, y las ojeras profundas bajo sus ojos bicolores eran un testimonio silencioso de su tormento. Cada estrofa se repetía, una y otra vez, clavándose en su conciencia, una melodía ominosa. Los pasillos estaban desiertos, todos los demás estudiantes en sus respectivas aulas, ajenos o al menos intentando ser ajenos a la atmósfera que impregnaba el Instituto. El silencio era casi opresivo, roto únicamente por el eco de sus propios pasos, que resonaban con una finalidad inquietante. Cada paso que daba lo acercaba más a una verdad que temía afrontar. Al llegar a la puerta de la oficina del señor Lawson, Hunter tomó un pequeño suspiro, un aliento tembloroso que apenas llenó sus pulmones. Realmente sólo quería dormir y no despertar, escapar de la abrumadora carga que sentía, de la responsabilidad que se le había impuesto. Todo el tiempo mantuvo la mirada fija en sus botines, incluso cuando cerró la puerta tras de sí, como si el suelo pudiera ofrecerle alguna respuesta, algún escape. No sentía euforia ni se sentía poderoso por tener una profecía con su nombre escrito en letras mayúsculas; sólo sentía el peso aplastante de la expectativa y el miedo, un nudo en el estómago que no lograba deshacer. Cuando finalmente alzó la vista, se llevó una enorme sorpresa, un shock que lo hizo tambalearse internamente. No era el único que había sido convocado. La revelación fue como una bofetada fría. La habitación, decorada con arte abstracto y colores terrosos al estilo vintage, que normalmente transmitía una sensación de calma, ahora albergaba una tensión palpable. Allí estaba Devin, quien lo saludó con un ligero movimiento de mano, su rostro también denotando la falta de sueño, pero con su energía habitual, aunque un poco más contenida. Sus ojos color ámbar estaban un poco más apagados de lo normal, pero su sonrisa seguía siendo un faro en la penumbra. Liam, quien por alguna razón se encontraba allí, estaba de pie junto a la ventana, su expresión arrogante ligeramente descompuesta, una rareza que no pasó desapercibida para Hunter. Algo lo inquietaba, incluso al heredero del Olimpo, y eso era un signo de la gravedad de la situación. Y en un sofá de cuero oscuro, con una quietud casi sepulcral, estaban los misteriosos hijos de Hades, Jayden y Zachary, sus auras sombrías destacando en el ambiente, como dos sombras en la penumbra. Su sola presencia parecía absorber la luz de la habitación, sus rostros imperturbables. El director Lawson, de pie tras su enorme escritorio de caoba, su cabello ligeramente despeinado, saludó a Hunter con un gesto grave, su rostro una máscara de seriedad que pocas veces había visto. —Hunter, por favor, acércate. Siéntate si lo deseas. Hunter obedeció, acercándose y ocupando la silla vacía que estaba junto a Devin. Mantuvo la mirada baja por un instante antes de atreverse a mirar al director, la incertidumbre pesando en su pecho, una losa. —Bien, ya que todos están presentes —comenzó el hombre, su voz grave y resonante, cortando el silencio con autoridad, una voz que intentaba infundir calma, pero sólo lograba transmitir la magnitud del problema—, es mejor que hablemos con franqueza. La situación ha escalado, y no hay tiempo para andarse con rodeos. Jayden y Zachary... —señaló a los gemelos, que apenas se inmutaron, sus expresiones pétreas como esculturas antiguas—...me hicieron una visita muy temprano esta mañana. Vinieron a informarme de lo que ocurre en el Inframundo. Su madre, la Reina Perséfone, les pidió que me pusieran al tanto de la situación. Hizo una pausa, su mirada recorriendo los rostros expectantes de los semidioses, que se tensaban cada vez más, anticipando una revelación funesta. El aire vibraba con la expectación, cargado de una electricidad ominosa. —Lo que está ocurriendo —continuó Lawson, su voz ahora un susurro cargado de peso, cada palabra un golpe que resonaba en el pequeño espacio—, es algo que ni siquiera los textos más antiguos habían previsto. Los dioses están muriendo. No de vejez, no de batalla... sino de un veneno. Un veneno desconocido y sin cura aparente que los consume desde adentro, un mal que pudre su misma divinidad. El ambiente en la oficina se volvió gélido, la revelación golpeando a los presentes como un puñetazo en el estómago, un shock helado que se extendió por cada fibra de su ser, paralizándolos. —Logré comunicarme con Hermes esta mañana, aunque fue difícil. El Olimpo es un caos, jóvenes. Los dioses están agonizando —Su voz adquirió un tono de horror, el terror plasmado en sus ojos—. Algunos simplemente no despiertan de su sueño, aunque sus pechos suben y bajan con una respiración superficial, casi imperceptible, como si apenas se aferraran a la vida, atrapados en un limbo entre la vida y la muerte. »Otros contraen una fiebre tan alta que es prácticamente imposible bajarla, sus cuerpos divinos ardiendo con un fuego interno que amenaza con consumirlos, con desintegrarlos. Sus pieles se vuelven translúcidas, como si la luz misma se escapara de ellos, revelando sus venas y órganos internos de forma fantasmal, una visión grotesca. Aquellos con dominio sobre elementos, como Zeus o Poseidón, a veces experimentan fluctuaciones incontrolables en sus poderes, tormentas eléctricas o maremotos en algunas partes del mundo sin razón aparente, agotándolos aún más hasta la extenuación, dejándolos vulnerables y débiles. »Otros sufren de una amnesia intermitente, olvidando sus nombres, sus dominios, su propia divinidad, lo que los deja en un estado de pavor y confusión, la identidad de eones desvaneciéndose en la niebla del olvido. Es una enfermedad que ataca su misma esencia, su inmortalidad. Los consume hasta que no queda nada. Los semidioses presentes, a excepción de Jayden y Zachary, quienes ya conocían la terrible verdad y la habían presenciado en carne propia en su propio hogar, se sentían peor a medida que el director hablaba. Sus rostros se descompusieron, la incredulidad inicial dando paso al terror. La idea de sus padres divinos, seres todopoderosos, sucumbiendo a una enfermedad, era impensable, una paradoja cruel. La preocupación los invadió. Pensaban en sus padres y madres, preguntándose si él o ella aún no había contraído ese terrible mal, o si ya era demasiado tarde, si en ese mismo instante estaban sucumbiendo a la misma aflicción que diezmaba el Olimpo. Era un pensamiento insoportable, un veneno en su propia mente. Una de ellas, Romina, hija del Dios del Mar, tan sólo un año mayor que Hunter, rompió el silencio con una pregunta teñida de un ligero tono mordaz, insidioso y acusador. Su voz, generalmente melodiosa, se tiñó de amargura y resentimiento. —¿Cómo es posible? —espetó, sus ojos de color aguamarina, fijos en el director—. ¿Y cómo es que Hermes y Perséfone están en perfectas condiciones? ¿Acaso no son dioses también? ¿O es que... por ser el lacayo de los dioses, Hermes tiene inmunidad a este “veneno divino”? ¿Y Perséfone... por haber sido secuestrada y obligada a casarse con el señor del Inframundo, ha desarrollado alguna clase de resistencia, o es que esta es su venganza por su cautiverio, una maldición que sólo afecta a los “dioses libres”? Un silencio tenso cayó en la oficina, las palabras de Romina resonando con una imprudencia peligrosa, una osadía que heló la sangre de los presentes. El insulto a Perséfone, la insinuación de que era cómplice o inmune por su trágico pasado, era imperdonable para los hijos de Hades. —¡Pero qué mierda te pasa! —gritó un chico musculoso llamado Orion, hijo de Hermes, sus ojos brillando con indignación y furia, dando un paso adelante, listo para la confrontación. Estaba furioso por la insinuación hacia su padre. Antes de que el director pudiera responder, Jayden dio un paso al frente, su rostro, normalmente inexpresivo, ahora estaba contorsionado por una furia fría y contenida que lo hacía parecer aún más peligroso. Sus ojos cerúleos brillaban con un fuego oscuro y letal mientras miraba a Romina, que había osado siquiera insinuar semejante idiotez sobre su madre. El aire alrededor de él pareció enfriarse drásticamente, las sombras en los rincones de la habitación danzaron con su ira, alargándose y retorciéndose. —Cierra la puta boca de una vez —siseó Jayden, su voz un murmullo mortal, cargado de una amenaza que hizo que la piel se erizara y un escalofrío recorriera la columna vertebral de todos los presentes—. Si no quieres acabar en el Aqueronte, consumida con el grito y la desesperación de las almas que luchan por aferrarse a una pizca de vida mortal, te aconsejo que te calles. Mi madre no te debe explicaciones de su sufrimiento, ni de la resistencia que pueda tener. Y si vuelves a mencionar su rapto con ese tono... —su voz se volvió un trueno sordo, una promesa de dolor inenarrable— te juro por el Estigia que no habrá lugar en el Inframundo donde puedas esconderte de mi furia. Te seguiré hasta los confines del cosmos y te arrastraré de vuelta a mi reino para que ardas por toda la eternidad, un tormento que hará que la agonía de los dioses parezca un cuento de hadas. Romina, claramente aterrorizada por la amenaza y la oscura energía que Jayden emanaba, dio un paso atrás, su rostro tan blanco como el papel, su aliento entrecortado. No dijo más palabras, el terror sellando sus labios. El aura de Jayden era inmensa, opresiva, la personificación misma del dominio de su padre, un aura que prometía el infierno. El director suspiró, decidiendo pasar por alto el arrebato del pelinegro, sabiendo que su furia era justificada y que en ese momento, una reprimenda sería inútil y peligrosa. Se volvió hacia Hunter, su voz volviendo a su tono grave, intentando restaurar algo de orden en el caos que se cernía. —Hunter, la profecía indudablemente te señala como la clave. “De dos grandes sangres su vigor se teje”. No es una coincidencia el que Pitia sólo tuviera su mirada posada en ti, ni la intensidad con la que te observó. He reunido a estos chicos basándome en lo que recitaba la profecía, ellos son quienes te acompañarán. Son tu consejo, tu apoyo en esta misión que definirá el futuro de todos. Hunter paseó su mirada por la habitación, observando a cada uno de los que, aparentemente, serían sus compañeros en esta misión suicida. La responsabilidad de su vida y la de ellos recaía ahora sobre sus hombros, un peso insoportable. Allí estaba Liam, descendiente del Dios del rayo, con su aura de poder y su expresión engreída, aunque ahora con un matiz de preocupación que le daba un aspecto más humano. Su cabello rubio y ojos celestes resaltaban su linaje, pero la altivez de su postura no disminuía. Romina, la hija de Poseidón, aún pálida por la amenaza de Jayden, pero con la mirada desafiante, a pesar del miedo. Su cabello castaño y ojos tormentosos reflejaban la furia de su padre, aunque ahora contenida. Los gemelos, Jayden y Zachary, hijos de Hades, la personificación misma de la oscuridad y la lealtad, una mezcla de terror y fascinación. Sus expresiones impasibles ocultaban un poder inmenso, una fuerza que se sentía palpable en el aire. Junto a ellos, de pie con una postura elegante y el mentón alto, estaba Calypso, la hija de Atenea, sus ojos grises brillantes con inteligencia, observando la situación con una calma analítica, evaluando cada detalle. Su n***o cabello caía sobre sus hombros, y una pequeña pluma de búho adornaba su oreja, un símbolo de su sabiduría. Cerca de ella, con una complexión atlética y una concentración silenciosa, se encontraba Marcus, hijo de Hefesto, sus manos manchadas de grasa, un signo de su habilidad en la forja, su rostro serio y sus ojos oscuros examinando cada detalle. Vestía un delantal de cuero sobre su camiseta, y un martillo de plata colgaba de su cinturón, un recordatorio de su poder. A su lado, con una sonrisa fácil y el cabello castaño revuelto, estaba Orion, hijo de Hermes, ya inquieto por la inactividad de la reunión. Sus ojos pícaros no podían ocultar la seriedad del momento, aunque una pizca de su habitual picardía permanecía. En el rincón, con una capa con capucha que lo cubría casi por completo y la mirada siempre vigilante, se hallaba Silas, hijo de Hécate, su presencia casi imperceptible, como una sombra que apenas rompía la penumbra, sus ojos brillando con una luz extraña bajo la capucha, observando a todos con una intensidad silenciosa. Hunter volteó a ver al rubio a su lado, sus ojos bicolores se llenaron de una nueva preocupación. Luego miró al director, su voz baja, casi inaudible, una súplica. —Director, ¿por qué está él aquí? Devin... Él no debería ir. Esto será demasiado peligroso para él. Recién llegó a Redwood ayer. Sería mejor que se quedara en el Instituto, a salvo. Aquí no correrá el mismo peligro. Su voz subió un poco, un ruego, una desesperación que no pudo ocultar. —Sería mejor si todos se quedaran, pero entiendo que eso no es posible. Pero Devin... él es un sanador, no un guerrero. El director explicó, su tono gentil, pero firme, sin dejar lugar a objeciones. —El joven Russo se ha ofrecido como voluntario, Hunter. Fue su decisión, una que tomé muy en cuenta. Y además, Hunter, un hijo de Apolo podría ser de vital importancia en una misión como esta. Su luz puede disipar las sombras, su música levantar el ánimo y curar las heridas, y sus poderes curativos serán invaluables. Siempre es mejor estar preparado para cualquier cosa, incluso para lo inesperado. Devin le sonrió a Hunter, una sonrisa tranquilizadora que no llegó a sus ojos color ámbar, que reflejaban la misma preocupación que los de Hunter, pero también una determinación silenciosa. —No te preocupes por mí, Hunt —dijo Devin, su voz tratando de sonar despreocupada, aunque su mano apretaba el hombro de Hunter con más fuerza de lo necesario—. Estaré bien. Todos lo estaremos. Nos cuidaremos los unos a los otros, ¿verdad? Para eso estamos aquí. Somos un equipo, y no dejaré que te enfrentes a esto solo. Estoy contigo. Sus palabras no aliviaron al chico de ojos bicolores. El miedo por Devin se sumó a la ya abrumadora carga de la profecía. Tantas vidas estaban en juego. La idea de que algo le pasara a su nuevo amigo, a quien ya consideraba un hermano, era insoportable. Fue entonces cuando Liam, el hijo de Zeus, con una expresión engreída y ligeramente torcida que apenas ocultaba su fastidio por la preocupación de Hunter, intervino, su voz llena de burla, como un rayo venenoso que buscaba herir. —Si no querías que tu nuevo novio fuera, debiste atarlo a la cama, príncipe del amor. O ajustarle la correa, parece que es demasiado apegado a ti para soltarlo un momento. ¿Acaso temes que le pase algo al pobre angelito, o es que sin él no puedes funcionar? No es como si todos tuviéramos niñeras. Es un completo imbécil, pensó Hunter, una oleada de furia recorriendo su cuerpo. La humillación era palpable. Quería tanto cerrarle la boca, darle un golpe que lo dejara inconsciente, silenciar su arrogancia, pero se contuvo. Ugh, debían centrarse en lo importante, en la profecía, no en las estúpidas provocaciones de Liam. Este no era el momento para disputas infantiles. Aunque el futuro gobernante del Olimpo no estuviera de acuerdo. Al estar ocupado dándole una mirada desafiante a Liam, no notó la mirada de muerte que Jayden le dedicó al idiota, ni el paso hacia adelante que dio, una amenaza silenciosa, letal. Sólo Zachary lo hizo, el gemelo menor enarcó una ceja, una expresión rara en su rostro habitualmente tranquilo, y sujetó el brazo de su gemelo para que no cometiera asesinato, un acto que claramente Jayden consideraba una opción viable y gratificante. —No te rebajes, Jay —murmuró Zachary, su voz baja y uniforme, como el eco de una tumba. Sabía que la furia de su hermano era un arma peligrosa, y el rubio imbécil no valía la pena. —Lo mataré si sigue hablando así —siseó Jayden, sus ojos cerúleos fijos en Liam, un brillo peligroso en ellos. La promesa en su voz era fría y contundente. Zachary no entendía por qué el pequeño pelinegro rosita con ojos de diferentes colores había captado la atención de su hermano, o si Jay sólo sentía curiosidad por él, pero sabía que un ataque en la oficina del director no era el momento ni el lugar. La situación era demasiado grave para permitir que las disputas personales pusieran en peligro la misión. El director dio un aplauso fuerte, llamando la atención de todos, el sonido resonando en el tenso silencio de la oficina, un intento desesperado de retomar el control. —¡Atención, jóvenes! Por favor, acérquense. Tenemos poco tiempo. Todos se agruparon alrededor del mueble de caoba oscura y observaron el mapa que se extendía sobre la superficie, un mapa antiguo y detallado del mundo conocido, sus líneas descoloridas por el tiempo. Parecía un artefacto de una época pasada. El señor Lawson, con un gesto de mano, señaló un punto en el mapa, un lugar en el centro del mundo antiguo. —He pasado la noche en vela, tratando de interpretar cada palabra de la profecía, buscando un camino, una esperanza en la oscuridad. Y he llegado a una conclusión: deben ir a donde todo comenzó. A Grecia. El santuario original de los dioses, donde su poder se manifestó por primera vez. Allí, y sólo allí, debe estar la respuesta a lo que sea que esté ocurriendo. Su dedo trazó una línea desde Vermont hasta la Península Balcánica, una distancia que parecía insuperable, un viaje a lo desconocido. Y debemos actuar rápido. Por la profecía, por el ritmo en que la enfermedad avanza entre los dioses según Hermes, calculo que podemos tener, como máximo, cinco meses para hallar la respuesta, para encontrar la cura. Quizás menos, si el mal se acelera y los dioses caen más rápido. Su voz se volvió urgente, cada palabra cargada de la inminencia de la catástrofe, de la aniquilación de la divinidad. —No hay tiempo para una preparación exhaustiva. Deben partir hoy mismo, lo más rápido posible. Su destino inicial será Delfos, la antigua morada del Oráculo, un lugar sagrado para Apolo. Quizás allí encuentren pistas sobre el veneno o la cura. La Pitia los señaló. Ella es la clave de todo. El director levantó la mirada, sus ojos cansados pero firmes, una determinación férrea brillando en ellos, una última esperanza. —Les daré tiempo para empacar lo esencial. Un avión especial los espera en la pista privada en menos de una hora. Estén preparados para cualquier cosa. Esto es real. Mucho más real que cualquier entrenamiento al que se hayan enfrentado. El destino del Olimpo, y quizás del mundo mortal, depende de ustedes. Que los dioses, o lo que quede de ellos, los guíen en esta misión. ¡Vayan! El silencio que siguió a sus palabras fue ensordecedor. Hunter miró a Devin, a los rostros de los que serían sus compañeros. Un equipo forjado por la desesperación y la profecía. El tiempo se agotaba, y una aventura que definiría sus vidas, y quizás la existencia misma, estaba a punto de comenzar. La sombra que había sentido, el zumbido, ahora tenían un propósito. La búsqueda de la verdad comenzaba, y con ella, la lucha por la supervivencia de los dioses y de la humanidad.
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