Capítulo 1: El amanecer de un nuevo año escolar.

2383 Words
Era la mañana del 5 de septiembre, y el aire fresco de Vermont ya anunciaba la inminente llegada del otoño. En Redwood Academy, un internado de élite para semidioses, oculto entre los densos bosques de coníferas y arces, el primer día del segundo año escolar se alzaba con la promesa de nuevas aventuras, misterios por desvelar y, para algunos, la persistencia de viejas ansiedades. Las hojas comenzaban a teñirse de ocres y dorados, un preludio visual a los desafíos que aguardaban entre los muros de piedra centenarios de la academia. Hunter se levantó de la cama con una mezcla palpable de resignación y nerviosismo. Su habitación en el ala de Afrodita, compartida con sus cuatro vibrantes hermanas, era, incluso a esas tempranas horas, un torbellino de ropa semidispersa, cosméticos de alta gama y el aroma dulce y embriagador de perfumes florales. Brooklyn, Emma, Dianne y Mackenzie, todas mayores que él y poseedoras de la gracia etérea y la belleza luminosa de su madre divina, ya estaban enfrascadas en la meticulosa y casi ritualista tarea de prepararse para el gran día. Para ellas, el primer día de clases era una pasarela, una oportunidad dorada para deslumbrar y reafirmar su estatus en la jerarquía social de Redwood. Para Hunter, sin embargo, era un recordatorio constante de lo poco que sentía que encajaba en ese mundo de perfección y divinidad manifiesta. Se miró en el espejo de cuerpo completo que estaba en una esquina de su habitación, examinando su reflejo con una mueca de desaprobación. Su cabello, de un n***o azabache tan profundo como la noche sin luna, estaba salpicado de mechones rosa vibrante que su madre, en un capricho divino, había decidido que “le daban un toque único”. Sus ojos eran un estudio de contrastes: uno, un verde esmeralda profundo, y el otro, un gris tormentoso, la manifestación visual de su herencia dual. Sin embargo, a menudo los sentía como una marca, una señal que lo diferenciaba demasiado de la norma. Su piel, tan pálida que parecía casi translúcida, contrastaba fuertemente con el bronceado natural y saludable de sus hermanas, que parecían besadas por el sol de los veranos mediterráneos. No era su estatura, 1.59 cm, lo que le causaba una inseguridad tan punzante; era la singularidad de su aspecto general lo que lo hacía sentirse, en esencia, como una rareza biológica en un entorno donde la divinidad se manifestaba de formas más convencionales. —¿Ya te levantaste, bello durmiente? —canturreó Brooklyn, la mayor de todos, con una voz tan melódica como el susurro de la brisa de primavera, mientras se aplicaba delineador de ojos con una precisión que rivalizaba con la de un cirujano. Su cabello rubio dorado caía en cascada por su espalda, y sus ojos azules, heredados de su padre mortal, brillaban con una picardía innata—. No querrás llegar tarde a la presentación del Director queriendo deslumbrar con tu belleza. Hunter resopló, una leve sonrisa asomando en sus labios, una batalla perdida contra el buen humor de Brooklyn—. Preferiría llegar tarde que unirme a la competencia matutina de quién es más fabuloso —replicó, dirigiéndose al baño, buscando un respiro del perpetuo caos rosa que dominaba la habitación de Afrodita. Al regresar, ya vestido con unos jeans oscuros y una sudadera con capucha de un color n***o que absorbía la luz, vio a Emma, la más práctica y organizada de las hermanas, consultando su horario con el ceño fruncido en concentración. Dianne, la más extrovertida y audaz, ya estaba escogiendo un labial de un tono tan atrevido como su personalidad, mientras Mackenzie, la más joven después de Hunter, jugueteaba con una trenza en su cabello cobrizo, sumida en sus propios pensamientos. —No te preocupes por eso, Hunt —dijo Emma, alzando la vista de su pergamino de horario con una expresión tranquilizadora—. Hoy es sólo un día de reencuentro y formalidades, y repasar algunos temas de grados anteriores para no olvidarlos. Las clases de verdad, las que requieren usar la cabeza, empiezan mañana. —Eso no quita el hecho de que tengo que enfrentarme a todo el mundo —murmuró Hunter, la frustración tiñendo sus palabras. La Academia Redwood estaba poblada por semidioses, hijos e hijas de los poderosos dioses griegos, y muchos de ellos poseían atributos físicos que gritaban linaje divino a los cuatro vientos. Él, con su apariencia inusual, a menudo se sentía como una anomalía, un error en el patrón establecido. Dianne se giró, su labial ya perfectamente aplicado y un brillo juguetón en sus ojos—. Oh, vamos, Hunter. Eres el hijo de Afrodita y Ares. ¿Sabes cuántos matarían por esos genes? ¡Eres un dios del amor con un toque de furia! ¡Eso es... sexy! Hunter se sonrojó furiosamente, la vergüenza tiñendo sus mejillas pálidas. —No es tan fácil cuando la parte de Afrodita te hace lucir como un elfo gótico sacado de un cuento de hadas oscuro y la de Ares sólo te da un temperamento que no puedes controlar, sin la fuerza bruta para respaldarlo. La verdad era que, a pesar de sus genes supuestamente “envidiables”, Hunter se sentía más como una broma cósmica que como un guerrero temible o un amante irresistible. La combinación de la belleza etérea de Afrodita y la fuerza bruta de Ares se había manifestado en él de una forma tan peculiar, casi discordante, que a menudo le resultaba difícil conciliar ambas partes de su identidad. Mackenzie, que había permanecido silenciosa hasta entonces, se acercó a él y le dio un suave golpecito en el brazo, una expresión de genuina empatía en sus ojos. —Deberías usar esos mechones rosas para tu ventaja, Hunter. Son únicos y llamativos. Y tus ojos... son hipnotizantes. De verdad. Hunter le dedicó una sonrisa débil, agradecido por su amabilidad. Mackenzie siempre fue la más gentil y comprensiva con él, quizás porque ella también, a pesar de su innegable belleza, a veces se sentía eclipsada por la exuberancia y la personalidad arrolladora de sus hermanas mayores. Brooklyn se rió, una risa clara y melodiosa que disipó momentáneamente la tensión—. Oh, Hunter, no seas tan dramático. Estás en Redwood, no en una pasarela de moda mortal. Aquí lo único que importa es poder esquivar una flecha de Apolo o lanzar un hechizo sin explotar la cafetería entera. —Fácil para ti decirlo —replicó Hunter, con un tono ligeramente sarcástico—. Eres la personificación de la gracia y la belleza. Y tus poderes son tan útiles como tu buen gusto en la moda. —Cierto —dijo Brooklyn, girando para mostrar su atuendo perfectamente coordinado, una obra de arte en sí misma—. Pero a veces me gustaría tener un poco de esa furia de Ares para lidiar con ciertos... especímenes —Miró de reojo a Hunter, quien sabía con certeza que se refería a los bulliciosos, y a menudo arrogantes, hijos de Zeus y Poseidón que solían rondar el ala de Afrodita, atraídos como polillas a una llama por la indudable belleza de sus hermanas. Después de un desayuno rápido y algo caótico en el bullicioso comedor, donde el aroma a café recién hecho se mezclaba con el de panqueques y una sutil, pero inconfundible, aura de magia y ambición juvenil, los hermanos se dirigieron al Auditorio Principal para la tradicional asamblea de inicio de año. El director, un severo pero justo hijo de Atenea, se erguía imponente en el estrado, su voz resonaba con autoridad, llenando el vasto espacio mientras les recordaba sus responsabilidades como semidioses. Hunter se esforzó por prestar atención, pero su mente divagaba, perdiéndose en el murmullo de las conversaciones y el zumbido de la energía divina en el aire. El auditorio estaba repleto de jóvenes, cada uno con una chispa divina, perceptible o no, en sus ojos. Había hijos de Zeus con miradas imperiosas y un porte majestuoso, descendientes de Poseidón con el cabello salado por el mar y la piel bronceada, y los hijos de Hermes, con su aura traviesa y una constante búsqueda de diversión. Hunter se sintió aún más ajeno entre ellos, un punto discordante en una sinfonía de divinidad más convencional. Intentó no encorvarse, intentó parecer más grande, más seguro, pero era difícil. —Este año, como bien saben, trae consigo nuevos desafíos —continuó el Director, su voz adquiriendo un tono más grave—. Las sombras se agitan más allá de nuestros muros, y los dioses, en su infinita sabiduría, han depositado su fe en ustedes, la próxima generación de héroes. En las próximas semanas, se embarcarán en misiones que pondrán a prueba su valor, su ingenio y, sobre todo, su unidad como semidioses. Las palabras del Director resonaron en el silencio expectante del auditorio. Hunter sintió un escalofrío que le recorrió la espalda. Misiones. La palabra era a la vez emocionante y aterradora. Había escuchado rumores velados sobre una oscuridad creciente, sobre amenazas que incluso los olímpicos no podían contener por sí solos. ¿Era posible que él, con su apariencia peculiar y sus luchas internas, también tuviera un papel que desempeñar en algo tan grande y trascendental? Después de la asamblea, los pasillos se llenaron de un torbellino de voces, risas y la prisa de cientos de pies. Hunter intentó mezclarse con la multitud, aunque le costaba, sintiéndose como un fantasma entre la vivacidad de los demás. Sus hermanas, en cambio, eran imanes naturales. Brooklyn ya estaba rodeada de un grupo de admiradores, su risa tintineaba mientras respondía a sus halagos. Dianne charlaba animadamente con un hijo de Hermes, sus gestos animados y expresivos. Emma y Mackenzie estaban un poco más apartadas, pero también tenían sus propios círculos de amigas, inmersas en conversaciones sobre los horarios y las clases. Mientras se dirigía a su primera clase del día, una introducción a la defensa personal con un intimidante hijo de Ares, Hunter sintió una punzada de soledad. Siempre había sido el extraño, el que no encajaba del todo. No era un guerrero feroz e imponente como sus hermanos paternos, ni una figura de belleza y gracia arrolladora como sus hermanas. Era una mezcla inusual, un híbrido de dos mundos tan diferentes, y a veces le resultaba insoportablemente difícil encontrar su lugar. —Hey, tú —una voz profunda y condescendiente lo sacó abruptamente de sus pensamientos. Hunter se giró, su corazón dio un vuelco al reconocer la voz. Era Liam, un hijo de Zeus, con cabello dorado como el sol de verano y ojos del color del cielo despejado. Liam era el epítome de la popularidad, atlético, carismático y, para ser franco, aterradoramente atractivo. Solía ser el centro de atención dondequiera que fuera, y Hunter, por alguna razón que no podía comprender del todo, siempre había evitado su mirada, sintiéndose diminuto en su presencia. —¿Yo? —preguntó Hunter, sintiéndose extrañamente torpe y desarticulado. Liam sonrió, y no era una sonrisa amable; era una mueca cargada de burla. —Sí, tú. El chico del cabello rosita y los ojos raros. ¿Eres nuevo o algo así? Nunca te había visto por aquí, y creí que conocía a todos los que valen la pena en este lugar. Hunter sintió que la sangre le subía a las mejillas, el calor de la vergüenza tiñéndolas de un profundo color carmesí. —No, no soy nuevo. Estoy en mi segundo año. Liam arqueó una ceja, una expresión de incredulidad y desdén en su rostro impecable. —Ah, ¿sí? Qué extraño. Nunca te noté. Supongo que eres uno de esos raritos que se esconden en las sombras, ¿eh? La verdad, no sé si Afrodita se sentiría muy orgullosa de su... peculiar creación. En realidad, sabe perfectamente quién soy, pensó Hunter con una furia silenciosa. Un arrebato de ira, un eco primordial de la sangre de Ares que corría por sus venas, recorrió a Hunter. Quiso replicar, gritarle a Liam que no tenía derecho a juzgarlo, que su madre estaba tan orgullosa de él como de cualquiera de sus hermanas, quizás incluso más por su singularidad. La Diosa siempre se lo recordaba con palabras de cariño y ese afectuoso aire maternal que poseía. Pero las palabras se quedaron atrapadas en su garganta, ahogadas por la sorpresa y la humillación. En cambio, sólo apretó los puños a sus costados, sus nudillos blanqueando, su mirada fija en el frío suelo de piedra. Liam se rió, una risa áspera que resonó en el pasillo, amplificando el malestar de Hunter. —Lo que pensaba. Una cara bonita, pero sin agallas. Deberías pedirle a tus hermanas que te den algunas lecciones de cómo ser un verdadero hijo de Afrodita. O a tu papá, el dios de la guerra, para que te dé un poco más de valor... si es que siquiera tienes algo. Con eso, Liam se dio la vuelta con un giro arrogante y se alejó por el pasillo, dejando a Hunter de pie, con el rostro ardiendo y el corazón latiendo furiosamente en su pecho. Las palabras de Liam le dolieron más de lo que quería admitir, más de lo que cualquier palabra debería doler. No era la primera vez que escuchaba comentarios así, pero siempre se sentían como un golpe fresco, una herida abierta en su ya de por sí frágil autoconfianza. Se obligó a respirar hondo, intentando calmar la tormenta de emociones que se agitaba dentro de él. No iba a dejar que Liam lo afectara, no más. Este era su segundo año, y no iba a pasarlo escondiéndose en las sombras de Redwood, ni física ni emocionalmente. Mientras continuaba su camino hacia la clase de defensa personal, Hunter sintió una determinación inusual, una chispa de fuego que crecía en su interior. Quizás no fuera el semidiós más convencional, el más fuerte o el más bello según los estándares de Redwood, pero era un semidiós al fin y al cabo. Y si este año iba a traer consigo nuevas amenazas, entonces él tendría que estar preparado. No sólo para esquivar flechas, sino para enfrentar lo que se interpusiera en su camino. Puede que tal vez, y sólo tal vez, su mezcla de herencia única no era una debilidad, sino una fortaleza aún por descubrir. Y Liam, y todos los demás, tendrían que aprenderlo.
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