Nicholas observó a Emelie entrar al aula. Su faldita parecía más pequeña que nunca, y estaba seguro de que algún día le echaría un vistazo a sus bragas.
A Emelie se le cayó algo y se agachó para recogerlo. Se le subió la falda y su adorable trasero cubierto de encaje quedó a la vista.
No podía esperar más.
Nicholas salió corriendo de su asiento y agarró a Emelie por su pequeña y firme cintura. La colocó sobre su escritorio y rápidamente se colocó entre sus muslos, rodeándolos con fuerza. La agarró por el trasero y la atrajo hacia adelante, de modo que el calor de su coño le rozaba directamente su polla dura. Emelie jadeó y se lamió los labios.
—Señor Carlisle... es usted tan duro —murmuró con voz ronca. Nicholas le arrancó la blusa del colegio y empezó a besarle el cuello.
—Eso es porque siempre me tomas el pelo, Emelie —gruñó, apretándole los pezones a través del sujetador. Emelie jadeó.
"No intento provocarlo, señor", dijo en voz baja. Nicholas sintió que su pene se hinchaba aún más mientras Emelie se frotaba contra él.
Nicolás agarró un puñado de su cabello, obligándola a mirarlo directamente a los ojos.
"Sabes exactamente lo que me haces, niña burlona. Y mereces un castigo por ello", dijo Nicholas con dureza.
La agarró por las caderas y la volteó sobre su escritorio, presionando su estómago contra él. Se colocó detrás de ella y le subió la falda del colegio hasta la cintura. Le bajó las bragas hasta las rodillas y, furioso, se desabrochó los pantalones. Admiró la imagen de la inocente zorrita sobre su escritorio por un instante antes de perder el control y meterle la polla dentro de su estrecho coño por detrás.
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Nicolás abrió los ojos, sintiéndose increíblemente perverso e impuro. El corazón le latía con fuerza en el pecho y respiraba con dificultad, aún alterado por el sueño ardiente. Tenía una erección dolorosa, y sabía que solo una ducha fría lo aliviaría en ese momento.
Se enjabonó con furia, sintiéndose sucio por mucho que se frotara. Había soñado con Emelie antes, pero nunca había soñado con tener sexo con ella. Le daba asco lo excitado que estaba por el sueño. Ella era su alumna, él su maestro. Tenía dieciocho años, o al menos, esperaba desesperadamente que los tuviera, y él treinta y tres. Estaba mal, muy mal, desearla como lo hacía.
La ducha fría no ayudaba, pues solo pensar en ella lo excitaba dolorosamente. Necesitaba correrse para apaciguar sus lujurias.
Nicholas cerró los ojos e intentó centrar su excitación en alguien, cualquiera, menos en Emelie. Pensó en actrices, modelos, incluso exnovias, pero no pudo apartar sus pensamientos de Emelie por mucho tiempo.
Pronto, empezó a preguntarse cómo sería si Emelie estuviera en la ducha con él. Con sus largas piernas envueltas alrededor de su cintura, el agua cubriendo cada centímetro de su cuerpo, se deslizaría dentro de ella lenta y suavemente, agarrando su perfecto trasero con las manos mientras sus cuerpos resbaladizos se deslizaban juntos bajo el agua palpitante.
Nicholas empezó a acariciarse mientras imaginaba hacer el amor con su hermosa alumna en la ducha. Intentó imaginar cómo sonaría al gemir de placer. Su voz siempre era tan dulce y alegre, tan inocente y a la vez tan profundamente seductora, y se preguntó cómo sonaría en forma de grito gutural.
Pensó en cómo se sentirían sus pechos apretados contra su pecho, y sus embestidas se volvieron más fuertes y rápidas. Intentó imaginar la expresión de éxtasis en su rostro, la sensación de su coño apretando su polla, mientras se corría hacia él, gritando su nombre. Nicholas comenzó a sacudirse violentamente mientras la presión en su ingle se volvía insoportable. Presenciar el orgasmo de Emelie, sentirlo a su alrededor... no podía imaginar una visión ni una sensación más erótica.
Con un pesado gemido, Nicholas estalló en un orgasmo masivo y poderoso que lo dejó sin aliento y temblando en la ducha fría.
.......
"Emmy, ¿de verdad tienes que llevar el pelo así todos los días?" le suplicó su madre.
Emelie puso los ojos en blanco y picoteó su desayuno, una especie de revoltillo de claras de huevo, tomates, tofu y espinacas que apenas alcanzaba para llenar una cuarta parte de su plato. Su madre era muy estricta con lo que permitía que su cocinera preparara, siempre dispuesta a probar las últimas dietas de moda. Actualmente estaba en una dieta vegetariana baja en carbohidratos, lo que hacía que todos en casa se sintieran miserables, aunque su cariñoso padre nunca se quejaba.
"¿Tenemos que tener esta conversación todas las mañanas? Me gusta llevarla suelta", espetó Emelie, cogiendo un plátano del frutero del centro de la mesa.
¡Emmy, el azúcar! ¡Tienes que cuidar tus carbohidratos! ¡No vas a ser talla dos para siempre sin esfuerzo, lo sabes!, exclamó su madre. Sin inmutarse, Emelie peló la fruta y le dio un mordisco con rencor, fulminando a su madre con la mirada.
"La dieta la está volviendo un poco paranoica, cariño. No creemos, en absoluto, que estés gorda", dijo su padre, picoteando nerviosamente el tofu con el tenedor. Su forma de hablar, tan ensayada, hizo que Emelie se preguntara si había leído algo sobre trastornos alimenticios en el último capítulo de uno de sus libros sobre paternidad. Se había obsesionado con él desde que su hermano mayor, Sam, había ingresado en rehabilitación por tercera vez a principios de ese mes.
No pudo evitar reír con amargura. No sabía muy bien cómo explicarle a su padre que su cuerpo y su apariencia eran prácticamente las únicas partes de sí misma de las que se enorgullecía.
Emelie no tenía ningún talento artístico, ni se le daba bien ningún deporte, salvo las animadoras y las máquinas de cardio del gimnasio. A pesar de lo que sugerían sus mediocres calificaciones, en el mejor de los casos, en su expediente académico, Emelie sí que se esforzaba mucho en la escuela. Pero, por desgracia para ella, el conocimiento de los libros no le resultaba natural. Nunca llegaría a ser una académica ni una erudita.
Lo único que tenía de valor era su apariencia. Sabía que tenía suerte con el aspecto de su rostro, pues había heredado la estructura ósea y el cabello rubio de su madre, una exmodelo, y los ojos exóticos y la piel bronceada de su padre. Pero su verdadero orgullo era su cuerpo, pues se había esforzado mucho para verse como estaba. No le daba vergüenza presumir de sus esfuerzos, pues necesitaba algo en sí misma de lo que enorgullecerse.
"Quizás deberías decirle eso, es ella la que está intentando bajar de peso", dijo Emelie entre mordiscos. De inmediato, se sintió mal por ser tan malcriada. Su madre siempre había sido una mujer delgada y activa, pero había llevado los problemas de Sam con las drogas a un extremo personal. Emelie sabía que se culpaba por la adicción de Sam y lo afrontaba intentando sofocarla y controlarla lo más posible.
"Emmy, querida, ¿qué te pasa? ¿Por qué estás tan gruñona hoy?", preguntó su madre, cada vez más alarmada. Emelie suspiró, sabiendo que su madre estaba repasando la lista de problemas de la adolescencia con los que el terapeuta de Sam la había asustado. Imagen corporal, drogas, promiscuidad, presión social... Emelie no sufría de nada de eso. De hecho, se consideraba una chica bastante equilibrada y sana.
Excepto por el problema que de repente la estaba molestando...
"Mamá, estoy bien. Solo que no dormí mucho. Perdón por estar de mal humor", respondió Emelie.
Lo cierto era que Emelie apenas había dormido. Cada vez que se quedaba dormida, tenía extraños sueños eróticos que la despertaban con una excitación palpitante y frenética.
Había intentado masturbarse varias veces, bajando las bragas para acariciar su clítoris y aliviar el dolor, pero sus esfuerzos habían sido infructuosos. Seguía sin conseguir correrse.
Y ahora, no sólo estaba cansada, sino que además, de repente, se encontraba sexualmente frustrada.
"Tienes que asegurarte de descansar bien, no quieres arrugar esa cara tan bonita. ¿Quieres que te invite a un tratamiento facial de caviar este fin de semana? ¡Cuánto tiempo sin ir al spa!", escuchó decir a su madre.
Un pensamiento perverso la asaltó mientras Emelie se preparaba para darle otro mordisco al plátano. La forma era evidente, al igual que la forma en que lo agarraba, pero fue el movimiento de su boca lo que realmente la hizo pensar en chupar una polla.
Solo lo había hecho una vez, con su último novio, y la experiencia no le había resultado tan emocionante. En su voraz afán, Paul ni siquiera le había dado a Emelie la oportunidad de probar el sexo oral de verdad. Al primer contacto de sus labios con su pene, la agarró del pelo y la embistió, moviendo las caderas con furia hasta que explotó en su boca, sin previo aviso, en menos de dos minutos.
Y menos de treinta segundos después, se había quedado dormido en el sofá.