Grietas En El Trono Eterno

2769 Words
El viento del cañón infernal azotaba el balcón como un aliento vivo, cargado de partículas de ceniza que danzaban en espirales rojas bajo el fulgor perpetuo de los ríos de lava abajo. El Palacio de las Sombras Eternas se erguía imponente a su alrededor, un coloso de obsidiana tallada donde cada grieta en la roca parecía un ojo que observaba, un susurro que juzgaba. Elara Voss, la mortal que había rasgado el velo con un ritual impulsado por desesperación y curiosidad, se encontraba ahora en el corazón de ese reino prohibido, su mano aún entrelazada con la de Lucifer, el Portador de Luz Caído. El beso que habían compartido en los jardines —un torbellino de deseo y revelación que había sellado su lazo más profundo— aún resonaba en su cuerpo como un eco ardiente, dejando su piel hipersensible al roce de su palma fría, su aliento entrecortado sincronizado con el pulso subterráneo del Abismo. Pero el éxtasis post-intimidad era frágil, un velo delgado sobre la realidad implacable que Liriel había anunciado: cazadores del Cielo en el horizonte, legiones de luz que no perdonarían una unión como la suya. Lucifer se apartó ligeramente de ella, su expresión —esa máscara de belleza trágica con pómulos afilados y labios curvados en una sonrisa perpetuamente ladeada— endureciéndose en una máscara de rey guerrero. Sus ojos grises, atravesados por chispas doradas que parpadeaban como estrellas agonizantes, se alzaron hacia el domo de cristal n***o sobre ellos, donde las constelaciones invertidas giraban con una lentitud ominosa, como si el cosmos mismo contuviera el aliento ante la intrusión de lo mortal. "El trueno que oíste no fue del cañón", murmuró, su voz un ronroneo grave que vibró a través del lazo, transmitiendo no solo palabras, sino una oleada de urgencia y protección que hizo que el corazón de Elara se acelerara. "Es el eco de alas puras cortando el velo. Miguel... o sus emisarios. Siempre vigilantes, siempre listos para purgar lo que consideran abominación". Elara sintió un nudo en el estómago, el calor de su unión anterior enfriándose en un escalofrío de realidad. Miró hacia el domo, donde un parpadeo sutil rompió el patrón estelar: una grieta de luz blanca, fina como una espada, serpenteando a través del cristal n***o como una vena de plata en obsidiana. No era una ilusión; era una brecha, un presagio de la guerra que su invocación había desatado. "Miguel... el arcángel que te enfrentó en la rebelión", recordó, su voz un susurro tembloroso, los ecos de sus lecturas universitarias —textos apócrifos y tratados sobre la guerra celestial— inundándola a través del lazo compartido. "El que te llamó 'hermano' antes de blandir la espada. ¿Vendrá por mí? ¿Por... nosotros?". Sus dedos se apretaron en la mano de él, buscando ancla en su frialdad eterna, y Lucifer respondió con un apretón firme, su pulgar rozando su nudillo en un gesto que era a la vez consuelo y promesa. "No por ti sola, Elara", respondió, girándose hacia ella con una gracia fluida que hacía que sus alas rotas se agitaran ligeramente, proyectando sombras vivientes que se enroscaban protectoras alrededor de sus piernas. "Por el lazo que hemos forjado. El Cielo ve en ti no una mortal, sino una profecía: la heredera del pacto que podría redimirme... o inclinar la balanza del cosmos hacia el caos. Miguel, mi antiguo hermano de ala y espada, no tolerará que un caído encuentre luz en lo efímero. Pero no temas; el Infierno es mi dominio, y tú... tú eres mi fuego renovado". Su sonrisa se profundizó, un filo de desafío en ella que lo hacía parecer más dios que demonio, y se inclinó para rozar sus labios con los suyos en un beso fugaz, un sello de posesión que envió una oleada de calor por su espina dorsal, disipando momentáneamente el miedo. Sin embargo, el trueno retumbó de nuevo, más cercano esta vez, haciendo que las venas de lava en las paredes pulsaran con un fulgor alarmado, y Liriel emergió de las sombras del balcón como un torbellino de furia encarnada. Su forma era un espectáculo de ferocidad primal: piel escamosa iridiscente que brillaba como armadura bajo el resplandor rojo, ojos ámbar llameantes entrecerrados en alerta, y alas coriáceas desplegadas en un abanico de garras afiladas que cortaban el aire con un silbido sordo. Su melena de fuego trenzado se agitaba como llamas vivas, y sus cuernos curvados como hoces coronaban una cabeza angulosa, dándole el aspecto de una diosa vengadora nacida del Abismo. "Mi Señor", rugió, su voz un gruñido gutural que reverberó en el cañón como un eco de batalla, arrodillándose brevemente antes de alzarse con garras extendidas. "Los oráculos confirman: una brecha en el velo superior, luz pura filtrándose como veneno. No es un emisario; es una vanguardia. Miguel envía exploradores —serafines de ala flamígera, invisibles al ojo mortal, pero su hedor a incienso bendito apesta el éter. Debemos sellar las grietas o prepararnos para la purga". Lucifer soltó la mano de Elara, su postura cambiando de amante a soberano en un instante, alas desplegándose en un manto intimidante que proyectaba sombras alargadas sobre el balcón. "Que vengan, Liriel. El velo rasgado por Elara es mi voluntad ahora; no lo sellaremos, lo defenderemos". Su voz resonó con autoridad divina, un trueno propio que hizo que las llamas en el cañón rugieran en respuesta, y extendió una mano hacia el domo, invocando un escudo de sombra que se extendió como una telaraña negra, reforzando el cristal contra la grieta de luz. Pero en su interior, a través del lazo, Elara sintió la grieta en su armadura: no miedo, sino una fatiga antigua, el peso de milenios de guerras pasadas que lo había erosionado como ácido. "Elara", añadió, girándose hacia ella con ojos que suavizaban su ferocidad, "esto es lo que soy: rey en un reino asediado. Quédate a mi lado, y verás cómo el Infierno repele la luz falsa". Ella asintió, el lazo infundiéndole una valentía prestada, aunque su corazón mortal latía con pánico ante la inminencia del conflicto. "Enséñame a pelear en tu mundo", pidió, su voz firme pese al temblor, y Lucifer sonrió —un destello genuino de orgullo en su expresión—, tomando su mano para guiarla de vuelta al interior del palacio. Liriel los siguió como una sombra armada, sus garras tintineando contra la obsidiana, un trío improbable: el rey caído, su protectora vengativa, y la mortal invocadora que había alterado el equilibrio cósmico. El pasillo que recorrieron era un laberinto vivo, paredes de obsidiana que se curvaban en ilusiones ópticas diseñadas para desorientar a intrusos, proyectando hologramas de batallas pasadas: legiones angélicas chocando en estallidos de luz y sombra, plumas ardientes lloviendo como nieve infernal. Lucifer narraba mientras caminaban, su voz un hilo conductor en el caos sensorial, explicando el diseño de su reino como un amante orgulloso mostrando su hogar. "Cada grieta es una memoria", dijo, señalando una fisura que sangraba lava y proyectaba un eco de su caída: él, herido y acorralado en el borde del Abismo, gritando "¡Por la libertad!" mientras Miguel blandía la espada flamígera. "El Infierno no es estático; responde a mi voluntad, pero también a la de sus habitantes. Las almas condenadas alimentan sus venas, sus lamentos tejiendo la tela del velo". Elara tocó la pared, sintiendo el pulso bajo su palma —un latido colectivo de agonía y éxtasis—, y a través del lazo, visiones la inundaron: un usurero encadenado a monedas ardientes, su grito un contrapunto a un banquete donde almas nobles reían antes de que los manjares se convirtieran en serpientes. Liriel, caminando a su diestra, gruñía comentarios intermitentes, su odio por el Cielo un fuego constante. "Los serafines vienen por purga, invocadora", siseó, sus ojos ámbar fijos en Elara con una mezcla de desconfianza y evaluación. "En la guerra, vi cómo Miguel arrastraba a los rebeldes al vacío, sus espadas cortando alas como si fueran maleza. Si te ven como amenaza —la mortal que ata a mi Señor—, te desollarán viva y colgarán tu piel como trofeo en los salones etéreos". Sus garras se flexionaron, arañando surcos en la obsidiana que se cerraron al instante, y Elara sintió un escalofrío, pero el lazo con Lucifer la ancló, infundiéndole una réplica audaz. "Entonces enséñame a desollarlos primero", respondió, su voz ganando fuerza, y Liriel rio —un sonido gutural que resonó como truenos—, un destello de aprobación en sus ojos. "Quizás no seas tan frágil, después de todo. Ven, te mostraré la Sala de las Armas Caídas". Bajaron por una escalera espiral tallada en hueso petrificado —reliquias de ángeles rebeldes, sus formas retorcidas en espirales eternas—, el aire espesándose con un hedor a metal quemado y esencia etérea. La Sala de las Armas era un arsenal colosal, un vasto salón abovedado donde estanterías de sombra sostenían reliquias de la guerra celestial: espadas de luz corrupta que brillaban con un fulgor enfermizo, lanzas de pluma solidificada que susurraban juramentos rotos, y escudos de nácar agrietado que reflejaban visiones de batallas perdidas. Lucifer tomó una espada de su vaina —una hoja curva forjada de su propia ala chamuscada, el filo vibrando con fuego residual—, y se la ofreció a Elara con una reverencia juguetona. "No peleo con metal mortal, pero esto... esto es sombra viva. Tómalo, y siente su poder a través del lazo". Elara la tomó, el mango frío moldeándose a su palma como si la reconociera, y un torrente la invadió: no solo peso, sino memoria —la espada cortando éter en la rebelión, derribando serafines leales, el rugido de Lucifer en la batalla—. El calor en su pecho rugió en respuesta, el arma brillando con un fulgor rojo que reflejaba su propia ira contenida. "Es... parte de ti", jadeó, blandiendo la espada en un arco tentativo que cortó el aire con un silbido sordo, dejando un rastro de sombra que se disipó como humo. Liriel observó, cruzada de brazos, sus alas agitándose en aprobación. "Bien. Ahora, el escudo". Le tendió un disco de obsidiana pulida, grabado con runas de protección que pulsaban como venas. "Contra la luz pura de Miguel, necesitas más que acero. Esto repele lo divino, pero drena tu esencia mortal. Úsalo con cuidado, invocadora, o te consumirá". Entrenaron entonces en el centro de la sala, un círculo de suelo marcado con runas que absorbían impactos, el aire cargado de un zumbido expectante. Lucifer demostraba primero, su espada danzando en arcos letales que cortaban ilusiones de serafines —sombras aladas que se materializaban y disipaban en estallidos de luz falsa—. "El Cielo pelea con orden: formaciones, himnos que debilitan la voluntad", explicaba, su cuerpo moviéndose con gracia inhumana, alas equilibrando cada giro. "El Infierno, con caos: impredecible, personal. Ataca no el cuerpo, sino el alma". Elara imitaba, torpe al principio —sus movimientos mortales lentos comparados con su eternidad—, pero el lazo la guiaba: cada golpe suyo era un eco del suyo, su espada respondiendo a su ira interna, cortando las ilusiones con una ferocidad que la sorprendía. Liriel intervenía con ferocidad, sus garras simulando ataques de serafines, rugiendo "¡Más rápido, mortal! ¡La luz no espera duda!". El entrenamiento se extendió en un borrón de sudor y sombra, el tiempo infernal estirándose como caramelo: horas que eran minutos, agotamiento que se convertía en euforia. Elara cayó jadeante al suelo, espada en mano, el cuerpo dolorido pero vivo de una manera que el mundo mortal nunca había logrado —cada músculo gritando victoria, el calor del lazo avivando su fuego interior—. Lucifer se arrodilló a su lado, limpiando el sudor de su frente con el borde de su túnica, sus ojos grises suavizándose en algo casi tierno. "Eres guerrera, Elara. Tu fragilidad es ilusión; tu fuego es eterno". La besó entonces, un beso salado de sudor y deseo, sus labios capturando los suyos en un reclamo posesivo que borró el dolor, reemplazándolo con un pulso de placer que la hizo arquearse contra él. Liriel observaba desde las sombras, su expresión un conflicto de lealtad y celos —no romántico, sino protector, como una loba vigilando a su alfa—. "Suficiente ternura, mi Señor", gruñó, aunque su tono carecía de veneno. "Los oráculos convocan: la brecha se ensancha. Una vanguardia de tres serafines ha cruzado el velo, invisibles pero palpables. Sus alas cortan el éter como cuchillas, buscando el corazón del lazo". Lucifer se levantó, ayudando a Elara, su expresión endureciéndose de nuevo. "Entonces los recibiremos en la Sala de los Juicios. Liriel, prepara las legiones menores. Elara... quédate a mi lado. Tu presencia es su debilidad; el pacto los ciega". Caminaron hacia la Sala de los Juicios Eternos, el corazón palpitante del palacio, un anfiteatro colosal donde la Balanza de las Sombras colgaba en el centro como un péndulo de destino. Demonios menores se congregaban ya —criaturas de escamas y ojos como carbones, armados con lanzas de sombra y escudos de hueso—, susurrando reverencias al ver a Elara flanqueada por su rey y su protectora. El domo de cristal n***o sobre ellos se agrietaba ahora con finas líneas de luz blanca, como venas de plata inyectando veneno en la obsidiana, y el aire vibraba con un zumbido agudo, el preludio de la colisión. La batalla estalló sin fanfarria: tres serafines emergieron de las grietas, formas aladas de luz pura que cortaban el aire con alas flamígeras, sus espadas de éter brillando con himnos que debilitaban la voluntad. "¡Abominación!", rugió el líder, un ser de seis alas y ojos como soles, su voz un coro celestial que hizo que algunos demonios menores se arrodillaran en agonía. "El caído y su puta mortal profanan el orden. ¡Por el Altísimo, purguen!". Lucifer se interpuso, espada en mano, alas desplegadas en un escudo de sombra que absorbió el primer golpe, el impacto reverberando como un trueno. "¡Miguel envía sabuesos en lugar de guerreros!", se burló, su voz un desafío que avivó las llamas del cañón. "¡Decidle que su silencio divino me aburre tanto como su luz falsa!". Liriel cargó como una tormenta, garras extendidas rasgando el ala de un serafín en un chorro de luz etérea que siseó al tocar la obsidiana, su rugido "¡Por Seraphina!" un eco de venganza antigua. Elara, espada en mano, sintió el lazo guiarla: un golpe instintivo que cortó la esencia de un serafín menor, la luz pura disipándose en humo bendito que quemó su piel pero no su resolución. Lucifer luchaba a su lado, su espada danzando en arcos letales que derribaban alas flamígeras, cada movimiento un ballet de furia poética que hacía que el anfiteatro rugiera en aprobación. "¡Siente el orgullo del caído!", gritó, bloqueando un golpe dirigido a Elara, su ala envolviéndola protectora mientras contraatacaba, la espada perforando el pecho etéreo del líder en un estallido de luz y sombra. La batalla fue breve pero devastadora: los serafines cayeron en chorros de luz que se coagulaban en cristales rotos, sus himnos convirtiéndose en lamentos que se unieron a la sinfonía infernal. Liriel empaló al último con sus garras, rugiendo victoria mientras la esencia se disipaba, y el domo se selló con un chasquido, las grietas cerrándose en vetas de obsidiana renovada. Lucifer jadeaba, no por esfuerzo —su forma eterna no fatigaba—, sino por la euforia de la defensa compartida, girándose hacia Elara con ojos brillantes. "Lo hiciste", murmuró, atrayéndola a su pecho, sus labios capturando los suyos en un beso salado de sangre etérea y victoria. "Guerrera mortal, mi luz en la oscuridad". Pero la victoria era pírrica; el velo sangraba aún, grietas sutiles permitiendo ecos de luz que debilitaban el Abismo. Liriel se acercó, limpiando garras con un trapo de sombra, su expresión sombría. "Esto fue vanguardia, mi Señor. Miguel vendrá en persona, con legiones. El pacto con la mortal atrae el juicio final". Lucifer asintió, su brazo alrededor de Elara, el lazo transmitiendo su determinación como un escudo. "Que venga. El Infierno no caerá de nuevo; renacerá con ella". Elara, exhausta pero viva de adrenalina, miró el domo reparado, las estrellas invertidas girando de nuevo. "Lucharemos", prometió, su mano en su pecho, sintiendo el latido compartido. "Por tu libertad, por mi escape. Pero... ¿y si el precio es demasiado alto?". Lucifer la besó en la frente, un gesto tierno en medio del caos. "El precio del amor siempre lo es, Elara. Pero en el Abismo, pagamos con fuego".
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