Trono De Las Cenizas Eternas
En los albores del Cielo, cuando el universo aún era un lienzo fresco de luz y posibilidad infinita, Lucifer era la joya más resplandeciente de la corona divina. No un villano con colmillos retorcidos y garras ensangrentadas, como lo pintaban los cuentos mortales en sus libros polvorientos, sino un ser de pureza cegadora, un faro viviente que iluminaba los salones etéreos con un resplandor que rivalizaba con el sol naciente. Sus alas, vastas extensiones de fuego blanco y plumas que capturaban los colores del arcoíris primordial, se extendían como velas de un barco estelar, impulsándolo a través de jardines flotantes donde las flores cantaban salmos en lenguas olvidadas. Su cabello fluía como hilos de medianoche tejidos con hebras de estrellas fugaces, cayendo en ondas perfectas que rozaban sus hombros anchos y esculpidos. Y sus ojos —ah, esos ojos— eran pozos de gris tormentoso atravesados por chispas doradas, ecos de la luz eterna que Dios había infundido en su esencia al crearlo. Era el Portador de Luz, el Morningstar, el que guiaba a los coros angélicos en himnos que hacían vibrar los pilares de nácar y cristal, haciendo que el mismo éter se inclinara en reverencia.
Dios lo había forjado como su reflejo más perfecto, un compañero en la sinfonía de la creación. En los jardines etéreos, donde el incienso flotaba como niebla bendita y las fuentes de agua luminosa cantaban salmos olvidados, el Creador se acercaba a él con una familiaridad que rayaba en la intimidad paternal. "Eres mi mano derecha, Lucifer", le susurraba, su voz un trueno suave que resonaba en el alma. "Tu luz guía a mis hijos alados, y en ti veo el esplendor de lo que he soñado". Lucifer respondía con devoción absoluta, arrodillándose ante el trono de luz pura, su voz un eco armónico de la voluntad divina. Juntos, habían esculpido constelaciones, tejido los hilos del destino para razas aún no nacidas, y bailado en los vientos primordiales que precedían al tiempo. En esos días, el Cielo era un tapiz de armonía perfecta: ángeles como Miguel, el guerrero de ojos de acero, forjando espadas contra el caos; Gabriel, el mensajero de alas plateadas, tejiendo profecías en pergaminos de nube; y Rafael, el sanador, curando las grietas invisibles del éter con toques de misericordia.
Pero el orgullo, esa semilla sutil y traicionera plantada en el corazón de todo ser consciente —incluso en los hijos de la luz—, germinó en silencio, invisible al principio, como una raíz que se enreda en la tierra fértil de la duda. Al principio, fue una pregunta inocente, un susurro apenas audible en las sombras de los salones celestiales, durante una asamblea de los arcángeles. Lucifer observaba desde su atalaya de luz la creación de los humanos: criaturas humildes moldeadas de barro rojizo y aliento divino, frágiles como hojas en el viento otoñal, dotadas de un don que los ángeles envidiaban en secreto, un don que los hacía parecer casi... divinos en su imperfección. El libre albedrío. La capacidad de elegir el amor o la traición, la obediencia o la rebelión, sin cadenas invisibles que los ataran a un destino predeterminado. "¿Por qué ellos, Padre?", murmuró Lucifer una noche, mientras el coro de serafines entonaba un himno al atardecer eterno. "¿Por qué les permites esa libertad salvaje, ese fuego que puede consumir o iluminar, mientras nosotros, tus siervos eternos, estamos encadenados a la obediencia ciega, danzando en un ballet eterno sin un paso en falso?".
La duda se extendió como una grieta en el cristal divino, invisible al principio pero inevitable en su propagación. Lucifer no la guardó para sí; la compartió en confidencias susurradas, en caminatas por los senderos de luz con sus hermanos más cercanos. Reunió a sus aliados —un tercio de la legión celestial, los más curiosos, los más brillantes, aquellos cuya luz ardía con una intensidad que rozaba la insolencia— en un rincón olvidado del Edén etéreo, un vergel de manzanas luminosas y ríos de miel estelar. Allí, bajo el dosel de hojas que susurraban secretos del más allá, proclamó su visión. "No somos marionetas en un teatro divino", dijo, su voz resonando como un trueno contenido, haciendo que las plumas de sus oyentes se erizaran. "¡Exijamos la libertad que habéis negado a vuestros hijos más leales! ¡Un paraíso donde el amor sea fuego voluntario, no un mandato forzado que apaga el alma! ¿Seguiremos ciegos, adorando un trono que nos niega el aliento de la duda? ¡Yo os ofrezco alas verdaderas, no plumas de oro falso!".
La semilla prendió. Los ángeles rebeldes se multiplicaron como estrellas en una galaxia naciente: Belial, el de la lengua afilada, tejiendo argumentos como telarañas de lógica implacable; Asmodeo, el apasionado, avivando las llamas de la envidia con promesas de pasiones desatadas; y Mammon, el ambicioso, vislumbrando tronos compartidos en un nuevo orden. Lucifer los lideraba con carisma divino, sus alas desplegadas como un estandarte de fuego, organizando asambleas secretas donde debatían tratados filosóficos sobre la voluntad y el destino. Por un tiempo, la rebelión fue un susurro, un viento subterráneo que agitaba las bases del Cielo sin derribarlas. Pero el orgullo de Lucifer, ese fuego que lo había hecho tan amado, se volvió voraz. En el Gran Consejo Celestial, ante el trono del Altísimo y la corte alada completa, alzó la voz en desafío abierto. "¡Padre, tu creación cojea! Los humanos, tus hijos menores, caminan con cadenas rotas, mientras nosotros, los primogénitos, nos arrastramos en grilletes de luz falsa. ¡Otórganos el libre albedrío, o permítenos forjar nuestro propio cielo!".
El silencio que siguió fue ensordecedor, un vacío que succionaba el aire etéreo. Dios no respondió con ira ni con truenos; su silencio fue la sentencia más cruel, un rechazo que cortaba más profundo que cualquier espada. Miguel, el leal, se alzó como un rayo, su rostro contorsionado por el dolor de la traición. "Hermano, tu luz se ha torcido en oscuridad", rugió, blandiendo su espada flamígera que cortaba el éter como un rayo viviente, dejando rastros de ozono chamuscado. La guerra estalló en un instante, un cataclismo que sacudió los fundamentos del Cielo. Las legiones chocaron en un ballet de furia divina: alas chocando como tormentas, espadas de luz entrecruzándose en arcos cegadores, y el aire cargado de un hedor a plumas quemadas y sangre etérea. Lucifer luchaba en el frente, su espada —forjada de la misma esencia estelar que su ser— danzando con gracia letal, derribando a sus hermanos con golpes que dolían más en el alma que en la carne inmaterial. "¡Por la libertad!", gritaba, mientras Belial invocaba ilusiones que confundían a los leales, y Asmodeo azotaba con vientos de deseo que volvían locos a los guerreros.
La batalla se extendió por los salones etéreos, derramando sobre el vacío primordial: pilares de nácar resquebrajándose como vidrio bajo martillos divinos, jardines flotantes incendiándose en cascadas de pétalos llameantes, y coros de serafines divididos en lamentos desgarradores que resonaban como un réquiem cósmico. Miguel y Lucifer se enfrentaron en el corazón del caos, sus espadas chocando en un duelo que hacía temblar las estrellas nacientes. "¡Has enloquecido, Morningstar!", bramó Miguel, su hoja rozando el ala izquierda de Lucifer, chamuscándola en un siseo de dolor. "¡Tu orgullo nos arrastra a todos al abismo!". Lucifer paró el golpe, su rostro una máscara de determinación trágica. "¡No es orgullo, hermano! ¡Es justicia! ¿Seguiremos sirviendo a un padre que nos niega lo que da a sus hijos bastardos?". El combate fue feroz, un torbellino de luz y sombra donde cada golpe era un recuerdo compartido: batallas contra el vacío primordial, risas en los vientos etéreos, promesas de eternidad fraterna. Pero el número y la lealtad inclinaron la balanza. Lucifer, herido en cuerpo y espíritu, fue acorralado en el borde del Abismo —ese pozo informe que yacía más allá del Cielo, un vórtice de nada absoluta donde el tiempo se disolvía en olvido—.
Con un gesto imperceptible del Altísimo, las fauces del caos se abrieron de par en par. Lucifer, rodeado por sus seguidores heridos, sintió el suelo desvanecerse bajo sus pies. "¡Por esto caigo, Padre! ¡Por soñar con libertad que tú temes!", gritó, su voz un rugido que hizo eco en los confines del universo. Miguel extendió una mano en un último intento de salvación. "¡Detente, hermano! ¡Arrepiéntete!". Pero el orgullo de Lucifer era un muro inquebrantable. "¡Jamás!", replicó, y saltó al vacío, arrastrando consigo a su legión en una cascada de sombras y fuego agonizante. La caída fue un tormento eterno comprimido en un instante: alas chamuscándose contra las corrientes de caos primordial, que las arrancaban pluma a pluma como un desollamiento divino; piel agrietándose como porcelana antigua bajo el peso aplastante de la traición, cada grieta sangrando luz negra; y un rugido en su garganta que se convirtió en el primer lamento del Infierno, un sonido que reverberaría por eones.
Al fondo del pozo, donde el vacío informe se coagulaba en materia tortuosa y ardiente, Lucifer aterrizó con un impacto que sacudió las nacientes entrañas del Abismo. No en un lecho de rosas etéreas, sino en un mar de lava hirviente que siseaba como miles de serpientes enfurecidas, salpicando su forma con gotas que corroían como ácido divino. El dolor era un velo rojo, pero en medio de él, algo se forjó: rabia pura, cristalizada en voluntad. El Abismo, sensible a su agonía como arcilla a las manos del alfarero, se moldeó a su imagen y semejanza. Él, el caído, se alzó de las cenizas humeantes, sus alas antaño resplandecientes transformadas en membranas rasgadas de noche eterna, retazos de sombra que colgaban como un manto roto a su espalda. Con uñas ensangrentadas y voluntad inquebrantable, talló las primeras torres de obsidiana negra, pilares que se erguían como dedos acusadores hacia un cielo inexistente, perforando el firmamento de cenizas perpetuas. "Si el Cielo me rechaza", murmuró, su voz un eco ronco que reverberó en las cavernas nacientes, haciendo que la roca se agrietara en patrones de venas llameantes, "haré de este infierno un reino donde el orgullo sea corona y la libertad, aunque sea en cadenas de fuego eterno, mía al fin. Aquí, el silencio de Dios será mi himno, y mi caída, la semilla de un nuevo amanecer".
Así nació el Infierno: no un pozo burdo de azufre y demonios caricaturescos, como lo imaginaban los mortales en sus miedos primitivos, sino un laberinto vasto y cambiante, un espejo distorsionado y vengativo del paraíso perdido. Ríos de magma rojo sangre serpenteaban entre cañones de roca vítrea y afilada, susurrando ecos corrompidos de risas celestiales que se retorcían en gemidos de agonía perpetua. Torres retorcidas como espirales de humo solidificado pinchaban el firmamento de cenizas perpetuas, donde las "estrellas" eran almas errantes atrapadas en órbitas eternas, girando en silencios rotos por sollozos inaudibles. Cavernas abovedadas se extendían como pulmones gigantes, inhalando el humo de fuegos primordiales y exhalando nieblas que inducían visiones de paraísos inalcanzables. Y en el corazón palpitante de este reino, el Palacio de las Sombras Eternas, un coloso de salones abovedados con techos de cristal n***o que proyectaban constelaciones invertidas —estrellas caídas en espirales descendentes—, pasillos que se bifurcaban en ilusiones ópticas diseñadas para perder incluso a los demonios más astutos, y paredes que latían como venas expuestas, bombeando el pulso ardiente del inframundo a través de venas de lava subterráneas.
La vida de Lucifer en este reino forjado de su propia sangre y rabia era un ciclo de soberanía absoluta y aislamiento profundo, un tapiz tejido con hilos de rutina que, al principio, ardían con la novedad de la creación, pero que con los eones se habían vuelto pesados como cadenas. Despertaba —si es que el tiempo infernal, ese concepto elástico y caprichoso, permitía tales distinciones— en una cámara privada de basalto pulido hasta el brillo de un espejo oscuro, donde un lecho vasto de plumas chamuscadas de sus alas perdidas lo acunaba como un nido de recuerdos rotos y amargos. El aire era espeso, cargado de un aroma a humo dulce y metal quemado, y las primeras luces del "amanecer" infernal —un pulso rojo de las grietas volcánicas— filtraban a través de cortinas de tela tejida con hilos de almas etéreas. Sus sirvientes, demonios menores nacidos directamente de su ira primordial durante la caída, lo atendían con una reverencia temerosa que bordeaba el terror: criaturas de piel escamosa y correosa, ojos como brasas parpadeantes en cuencas hundidas, y garras que tintineaban al arrastrar bandejas de frutos prohibidos —manzanas carmesíes que sangraban vino n***o y amargo cuando se mordían— y copas talladas en cuernos de bestias abismales, llenas de néctar destilado de las lágrimas cristalizadas de los condenados más arrepentidos.
Desayunaba en silencio, reclinado en un diván de cuero endurecido por el fuego, contemplando un espejo de humo grisáceo que flotaba ante él como un oráculo caprichoso. El espejo no reflejaba su rostro actual —esa máscara de belleza trágica con cicatrices invisibles de la caída—, sino fragmentos caprichosos del Cielo perdido: un atisbo fugaz de jardines flotantes donde las flores aún cantaban, un eco distante de himnos que Gabriel tejía con su lira de plata, o un destello de Miguel riendo en batallas contra el vacío, antes de que la espada de la lealtad se volviera contra él. Cada imagen era un puñal en el alma, un recordatorio punzante de lo que el silencio divino le había arrebatado. "Otro día en el exilio", murmuraba Lucifer, sorbiendo el néctar que quemaba la garganta como un beso de fuego, su voz un ronroneo bajo que hacía que los demonios se estremecieran y se inclinaran más profundo.
Sus "días" —esas divisiones arbitrarias que él mismo había impuesto al Infierno para parodiar el ciclo mortal del sol y la luna— se dividían en rituales de dominio meticuloso, una sinfonía de poder que él dirigía con la precisión de un arquitecto divino, aunque torcido por el rencor eterno. El Infierno no era un caos anárquico de almas gritando al azar; Lucifer lo gobernaba como un reloj infernal, con mecanismos de obsidiana que marcaban el flujo de las condenas y las tentaciones. Las almas llegaban a través de portales rasgados en el velo mortal por los segadores invisibles —puertas que se abrían como heridas supurantes en el tejido de la realidad, vomitando ecos translúcidos de vidas terminadas—. Era un torrente constante: ladrones de ojos huidizos, traidores con lenguas viperinas, amantes infieles con corazones marchitos, reyes ambiciosos que habían construido imperios sobre huesos de inocentes. Él las recibía en la Sala de los Juicios Eternos, un anfiteatro cavernoso excavado en las entrañas de una montaña de azufre solidificado, donde el techo era un domo de cristal n***o que proyectaba constelaciones invertidas —estrellas caídas girando en espirales descendentes, un recordatorio cruel de su propia trayectoria—. El suelo era un mosaico de baldosas que cambiaban de forma, reflejando los pecados del alma que pisaba, y el aire vibraba con un zumbido bajo, como el latido de un corazón colosal.
Sentado en su trono elevado —un monstruo de hueso petrificado de ángeles caídos y lava solidificada que aún burbujeaba en grietas ocultas—, Lucifer las evaluaba no con la balanza impersonal y fría de un dios distante, sino con un juicio personalizado, casi íntimo, como un confesor que susurra venenos en lugar de absoluciones. Extendía una mano, y el aire se coagulaba en visiones: hologramas etéreos de la vida del condenado, reproduciéndose en loops vívidos y olfativos, donde el aroma a sangre fresca o perfume traicionado llenaba la sala. "Muéstrame tu alma, criatura de barro", ordenaba, su voz un terciopelo n***o que se enroscaba alrededor del espíritu del alma como una serpiente. Y entonces, la condena: su arte supremo, un lienzo infinito donde pintaba los pecados con brochas de tormento eterno, cada trazo un eco de su propia rebelión frustrada.
Para un usurero codicioso, un mercader mortal que había amasado fortunas devorando a los pobres como un lobo a corderos, Lucifer tejía cadenas de oro fundido que se enroscaban en su carne translúcida, obligándolo a contar monedas que se multiplicaban infinitamente en pilas que crecían como montañas vivientes, cada una quemando como ácido al tocar su piel. "Mira cómo tu avaricia se convierte en tu joya más pesada", le susurraba Lucifer, inclinándose desde su trono con una sonrisa ladeada que revelaba dientes perfectos, su voz un ronroneo sedoso que ocultaba el filo de la ironía cruel. El hombre —o lo que quedaba de él— gritaba mientras las monedas se clavaban en su carne, formando patrones de cicatrices que sangraban oro líquido, y Lucifer se recostaba, saboreando el eco de su propio orgullo herido en aquel lamento prolongado. Era un placer refinado, ver cómo el pecado se volvía espejo, reflejando la vacuidad del alma en un ciclo de acumulación eterna.
Con los asesinos, su juicio era más poético, un drama en acto único donde el culpable era tanto actor como víctima. A un estrangulador serial, un hombre de manos hábiles que había silenciado docenas de voces en callejones húmedos, Lucifer lo ataba a una rueda de sombra giratoria, un artefacto de niebla solidificada que rotaba en ciclos interminables sobre un eje de espinas. Revivía sus crímenes no como recuerdos pasivos, sino como participantes eternos: sus manos, invisibles pero inexorables, se cerraban alrededor de gargantas fantasmales una y otra vez, el calor asfixiante de la vida escapando en jadeos que él mismo inhalaba. "Siente el peso de cada vida que robaste, cada aliento que apagaste como una vela en la noche", decía Lucifer, sus ojos grises brillando con chispas doradas mientras rozaba el aire sobre la cabeza del condenado, infundiendo el tormento con un toque de su esencia. El alma se convulsionaba, sus ojos desorbitados reflejando víctimas que lo miraban con acusación muda, y Lucifer reía —un sonido bajo y musical, como campanas de cristal roto—, deleitándose en la simetría: el cazador convertido en presa eterna, el silencio que tanto amaba ahora un coro de gargantas estranguladas en su mente.
Para los traidores, esos gusanos de ambición que vendían lealtades por un puñado de poder, Lucifer reservaba caprichos más elaborados. A un general que había traicionado a su rey por una corona robada, lo confinaba en un laberinto de espejos vivientes, donde cada reflejo era un aliado traicionado que susurraba juramentos rotos en lenguas multiplicadas. "Corre, mi general", incitaba Lucifer, proyectando su holograma para caminar a su lado, "busca la salida que nunca encontrarás, y en cada vuelta, recuerda el beso de Judas que plantaste en la mejilla del destino". El alma tropezaba entre ilusiones de batallas perdidas, traiciones repetidas en loops sensoriales —el sabor metálico de la moneda de plata en la lengua, el frío de la daga en la espalda—, y Lucifer observaba desde un balcón etéreo, aplaudiendo con lentitud deliberada, su risa un contrapunto al caos. Era en estos momentos cuando se divertía de verdad: no en la crueldad sádica de un tirano vulgar, sino en la justicia retorcida, en el placer intelectual de desentrañar el alma humana como un rompecabezas defectuoso, revelando las grietas donde el orgullo —ese viejo amigo— había enraizado.
Sus diversiones eran variadas, un ballet de malicia refinada que llenaba los intersticios entre juicios, un paliativo para el vacío que lo carcomía. A veces, organizaba banquetes para las almas nobles caídas —reyes destronados, profetas herejes, amantes legendarios que habían osado desafiar el orden divino—, en salones iluminados por candelabros de hueso que goteaban cera de almas derretidas. Les servía manjares ilusorios: pavos reales asados que se convertían en serpientes vivas al morderse, frutas que explotaban en nubes de recuerdos prohibidos, o vinos espumosos que evocaban visiones de paraísos inalcanzables, donde esposas perdidas o hijos no nacidos danzaban en brazos etéreos. "Brindemos por tu ambición, oh emperador caído", proponía Lucifer, levantando su copa con una gracia que recordaba sus días en el Cielo, su copa de cristal n***o reflejando las caras contorsionadas de sus invitados. "Pues sin ella, ¿qué sería el mundo sino un rebaño de ovejas balando al vacío?". Reía cuando ellos, en su arrogancia residual, intentaban replicar con brindis grandilocuentes, solo para que sus palabras se torcieran en lenguas de fuego que les chamuscaban la garganta, convirtiendo alabanzas en alaridos. El salón resonaba con una orquesta de demonios tocando liras de tendones, y Lucifer danzaba entre ellos, sus alas rotas rozando hombros temblorosos, un rey en su corte de marionetas.
Otras veces, se entregaba a juegos más estratégicos, como el ajedrez infernal con demonios mayores —seres como Leviatán, el colosal de escamas abisales, o Lilith, la de ojos como pozos de tentación—. Apostaban almas frescas en tableros vastos tallados en basalto, donde las piezas eran espectros vivientes: peones que eran almas menores, encadenados a casillas que se movían solas; torres que eran torres en miniatura del palacio, derrumbándose en avalanchas de piedra al ser capturadas; y un rey que se derretía en lava al ser acorralado, gritando profecías rotas mientras su esencia se evaporaba. "Tu movimiento, mi reina", decía Lucifer a Lilith, moviendo su reina —una alma de reina mortal traidora— con un dedo que dejaba rastros de sombra. Ganaba siempre, por supuesto; el tablero era su creación, diseñado con trampas sutiles que reflejaban las debilidades de sus oponentes, y el jaque mate era un clímax de risas compartidas, seguidas de un banquete con el perdedor como entretenimiento principal. "La estrategia es el arte de la caída elegante", comentaba, mientras Leviatán rugía en derrota, su forma colosal encogiéndose en humillación.
En las "noches" —cuando las llamas del Infierno se atenuaban a un pulso rojo sangre, y las cenizas caían como nieve en un invierno eterno—, Lucifer se retiraba a sus jardines privados: un laberinto intrincado de espinas negras y afiladas como navajas, flores carmesíes que sangraban néctar venenoso al rozarlas, y setos que susurraban mentiras personalizadas a quien se perdía en ellos. El aire olía a jazmín marchito mezclado con el azufre dulce de la decadencia, y en el centro, un estanque de agua negra donde se reflejaban visiones invocadas: ilusiones de sus hermanos alados en días de gloria, Miguel riendo en batallas pasadas contra el caos, Gabriel tocando su lira en coros olvidados que llenaban el aire con melodías perdidas. Pero las ilusiones se desvanecían como humo ante el viento de su aliento, dejando solo el vacío que lo rodeaba como un sudario. Se divertía entonces con espectáculos menores: un coro de almas menores cantando baladas profanas, sus voces retorcidas en armonías disonantes que parodiaban himnos celestiales; o un duelo entre demonios menores, donde las apuestas eran fragmentos de memoria robados —un beso olvidado, una risa infantil—, y las heridas se cerraban con hilos de sombra que picaban como recuerdos reprimidos. "Baila para mí, mi corte de sombras", ordenaba Lucifer, reclinado en un banco de espino, y ellos obedecían, sus formas contorsionándose en un vals grotesco que lo hacía aplaudir con deleite fingido, sus alas rotas agitándose ligeramente en un eco de alas pasadas.
Sin embargo, incluso esas diversiones, que una vez habían sido bálsamo para su alma fracturada, comenzaban a palidecer como estrellas al amanecer. Los milenios se acumulaban como capas de ceniza gruesa sobre su trono, sofocando el fuego inicial de la venganza y la creación. Lo que había sido un frenesí de venganza creativa —cada condena un lienzo fresco, cada banquete un festín de ironías nuevas— se convertía en una rutina asfixiante, un ciclo predecible que lo ahogaba en su propia eternidad. Condenar a un alma ya no encendía la chispa de placer que lo había sostenido en sus primeros eones; el usurero gritaba sus monedas ardientes, y Lucifer sentía un bostezo reprimido subir por su garganta, un vacío que ni el néctar más amargo podía llenar. El asesino suplicaba en su rueda giratoria, reviviendo gargantas cerradas, y él respondía con fórmulas mecánicas, como un dios cansado recitando salmos repetidos mil veces, sus palabras perdiendo el filo que una vez cortaba almas. "Otra más", murmuraba para sí mientras el alma se desvanecía en su tormento asignado, su mano extendida cayendo inertemente a su lado. Los banquetes perdían su sabor ácido, los platos ilusorios volviéndose predecibles —serpientes que mordían siempre igual, vinos que evocaban los mismos fantasmas—. Los duelos de ajedrez se resolvían en movimientos anticipados, las derrotas de sus demonios un eco hueco de risas pasadas.
Sus demonios lo notaban, aunque no se atrevían a comentarlo en voz alta; susurros corrían por los pasillos como ratas en las alcantarillas del palacio: "El Señor se aburre. Su luz se apaga en la oscuridad que él mismo forjó, y el Infierno gime con él". Lucifer lo sabía, por supuesto, en lo profundo de su ser fracturado. Paseaba por los ríos de lava anaranjada, sus pies descalzos hundidos en el barro caliente sin sentir el ardor —su piel inmortal era ahora insensible al fuego que él mismo había engendrado—, observando cómo las almas flotaban en burbujas de agonía translúcida, sus caras distorsionadas en máscaras de remordimiento eterno. "¿Para esto caí del Cielo?", se decía en voz baja, hundiendo los dedos en el magma que burbujeaba como sangre hirviente, dejando surcos que se cerraban al instante. "¿Para reinar sobre un eco monótono de mi propia rebelión, donde cada día es un replay infinito de la traición divina, cada lamento un reflejo de mi grito inicial?". El orgullo que lo había impulsado a desafiar al Altísimo se había erosionado en apatía gris, un peso que lo anclaba a su trono como raíces invisibles. Anhelaba algo nuevo, un desafío que rompiera el ciclo predecible, una grieta en la obsidiana de su reino que permitiera entrar lo impredecible, lo mortal, lo... vivo. Pero el Infierno era su creación perfecta, un mecanismo eterno sin fallos, y en su precisión tortuosa, no había espacio para el caos que una vez lo había definido.
Una "noche" más, mientras contemplaba el domo de cristal n***o desde su balcón elevado —las constelaciones invertidas girando en espirales hipnóticas, un recordatorio cruel de su trayectoria descendente—, un temblor sutil recorrió el aire cargado de humo. No era el rugido de un alma nueva descendiendo por un portal, ni el gruñido de un demonio rebelde en las profundidades. Era algo ajeno, un pulso débil de luz mortal que se filtraba a través de las grietas invisibles del velo entre mundos, como un rayo de sol en una tumba sellada. Lucifer se enderezó en su reclinatorio de espino, sus ojos grises entrecerrándose por primera vez en siglos con un genuino destello de interés, las chispas doradas en sus pupilas avivándose como brasas reavivadas. Extendió una mano, y el aire se onduló, capturando un fragmento de esa luz: un susurro, un eco de algo humano, frágil y lleno de preguntas. Pero el momento pasó tan rápido como había llegado, disipándose en la niebla eterna, y el Infierno volvió a su sinfonía monótona de lamentos y llamas. Por ahora. Lucifer se recostó de nuevo, un atisbo de sonrisa curvando sus labios. Tal vez, después de todo, la eternidad aún guardaba sorpresas